relato por
Jeisson G. Ospina

C

omo canciones en una lista de reproducción aleatoria, nunca sabes lo que te tocará vivir. Simplemente lo asumes. Evidentemente uno puede inferir lo que sigue, adivinar dentro de un margen limitado, pues uno mismo ha creado dicha lista. Pero así como en la vida, todo es incierto. Un día algo te recuerda al ser más amado; otro día, mientras caminas por un bosque, algo te hace pensar en la muerte. Y así. Hoy estás aquí, descansando un poco, leyendo estás palabras, pero mañana podrías estar sangrando en la calle con el cráneo roto.

Javier va en su moto. Lleva puesta su cachucha roja de siempre y encima, el casco desabrochado. Es de noche. Ágilmente sobrepasa carros y motos. El parrillero le dice algo pero él se ríe y acelera. Más adelante, al esquivar un hueco, se choca de frente contra otra moto. Los cuatro salen a volar, cinco, diez metros. La cabeza de Javier se estrella contra el pavimento y suena como un huevo al quebrarse. Empieza a sangrar. La visión se le nubla, los sonidos se confunden entre sí. Al rato lo meten en una ambulancia. En el hospital lo entablillan y lo conectan a varias máquinas. A pesar de que su cerebro está muerto Javier piensa en su familia, en su novia, en los hijos que no tuvieron juntos. Lentamente pasa el tiempo.

Después se queda dormido. Sueña que se desconecta de las máquinas y de su propio cuerpo, que vuela y regresa a casa. Ahora está en el tejado. Sabe que bajo sus pies descansa su madre, a quien no ha visto en mucho tiempo. La última vez que la vio… No lo recuerda. Debe ser duro para alguien no recordar la última vez que vio a cierta persona. Pues ahora mismo Javier no lo recuerda. Empieza a caminar sobre las tejas de zinc. Entra por la puerta, como los seres de carne y hueso, y al cruzar el umbral la ve metida en la cama. Está arropada de pies a cabeza, tal como duermen sus hermanos y como probablemente dormía también su padre. Escucha su respiración, siente su olor; ese olor particular que producimos al dormir.

A medida que se acerca miles de recuerdos asaltan su mente. Javier recuerda incluso el color de la tina en la que su madre lo bañaba, el color y la forma del botón que le habían puesto en el ombligo para curarlo, el rostro de su madre en el espejo mientras se contemplaba la barriga hinchada. Siente ganas de llorar pero no puede hacerlo. A diferencia de los recuerdos, las lágrimas son parte del cuerpo. Podría recordar que ha llorado. Pero de qué le serviría ahora mismo. Finalmente se aleja y sale del cuarto.

Aparece en el cuarto de la nana. A ella nunca le ha gustado que la llamen abuela. Dice que eso la hace sentir más vieja. Y claro, como se ha vuelto a enamorar después de la muerte del abuelo, quiere lucir otra vez joven y bella. Esta vez Javier se sienta a los pies de la cama y empieza a acariciarle las rodillas. Después va bajando hasta los dedos de los pies.

Antes de salir echa un vistazo a la repisa del baño donde su tío, su madre, o su nana le encaramaban el triciclo rojo cuando estaba castigado. El sitio está vacío. También observa el cuarto que fuera suyo hasta el día que abandonara la casa, un par de años atrás. Tras despedirse de todo el mundo se dirige a casa de su novia.

Mientras tanto su madre aparece en el hospital. Ha llorado todo el camino desde su ciudad. Cuando por fin logra verlo, después de rogar a médicos y enfermeras, las lágrimas le siguen saliendo. Poco a poco empieza a dudar de Dios y a pensar en la muerte. Sin embargo no abandona la esperanza. Al poco tiempo sale del cuarto e indaga lo sucedido. Se entrevista con los heridos, les pregunta cosas y les ofrece disculpas en nombre de su hijo. En ese momento un doctor se le acerca y le dice lo que nadie jamás quisiera oír: tienen que desconectarlo.

Poco después del amanecer desconectan a Javier de las máquinas. En ese momento alguien llama a mamá, quien posteriormente me llama a mí.

Yo estoy en el trabajo. Se supone que no debemos contestar llamadas en jordana laboral pero al ver el nombre de mamá en la pantalla supongo que es urgente. Oprimo el botón verde y digo aló. Espero que mamá se calme y que me diga lo que sabe. Antes de colgar le pregunto por papá y me dice que aún no ha hablado con él. Toda la mañana pienso en mi primo Javier, en mi tía, en mi nana, en la mujer con la que llevaba tantos años comprometido. Sigo trabajando con su imagen en mi cabeza.

La primera imagen que me viene a la cabeza cuando pienso en él es junto a su novia: ella con unos pantaloncitos de dril y una blusa; él sin camiseta pero con una cachucha roja. Los veo tomando el sol junto a una piscina en algún balneario, pero también acostados, en la cama de mi tía.

El andén de la calle está separado del asfalto y forma una grieta enorme que pasa por todo el frente de la casa. Observo las hormigas dentro. Veo cómo transportan trocitos de hojas. Una fila va mientras que la otra regresa. Las hormigas soy muy organizadas. Levanto la cabeza y veo a mi primo. Él está viendo lo mismo que yo pero en otro punto de la grieta. La casa es grande y tiene un profundo abismo tras la cerca trasera, cuyo fondo, lleno de basura, es hogar para otras personas. Una pesada puerta color pardo custodia el zaguán. En el fondo hay un salón de belleza con sillas y maniquíes en cuyos espejos se refleja la figura de un hombre que, cruzado de piernas, ve la televisión. Unas angostas y empinadas escaleras de madera conducen a su cuarto. Junto a las escaleras está la salida al patio, en el que una ancha y aplanada piedra se entierra en el suelo gris. Alrededor del patio están las demás habitaciones, donde viven mi nana y tías con sus hijos. También hay una inmensa alberca con agua limpia y fría. Mi primo y yo jugamos por toda la casa con el triciclo. Hemos diseñado una pista que pasa por los cuartos y atraviesa el patio. El piso es rojo y brilla y eso hace que el pedalear sea pan comido. Cuando pasamos por la parte de la casa que pertenece a mi tío se molesta mucho. Nos dice que juguemos en otra parte, que está trapeando. Cuando mi tío trapea pone música a todo volumen en su equipo y baila y canta canciones de mujeres. Tiene el pelo largo y dorado y usa ropa ajustada. Por lo general se le ve con unos apretados shorts y un esqueleto. Casi siempre está descalzo y casi siempre está haciendo algo. Nosotros tenemos prohibido acercarnos a su equipo de sonido. Es grande y tiene muchas cosas que brillan.

A veces mi primo y yo salimos a jugar con el triciclo. Es rojo, el triciclo, y lo cargamos hasta la mitad de la cuesta frente a la casa. Después, por turnos, nos lanzamos con las piernas estiradas. Lo hemos hecho tantas veces que al final del día tienen que venir a buscarnos para comer o dormir; pero nosotros no queremos nada de eso, solo sentir la adrenalina y el aire caliente en la cabeza. Antes de lanzarnos nos fijamos que no venga ningún carro pues la pista es la calle, no el andén. Un día veo el triciclo rojo encaramado en la repisa del baño, donde además guardan las cosas viejas y rotas. Dicen que Javier está castigado, que no puede jugar, que vaya solo si quiero. Pero jugar solo no es divertido. En las siguientes vacaciones, cuando ya no está castigado, bajamos el triciclo rojo y salimos a la calle. Pero al lanzarnos no sentimos lo mismo.

En la esquina de la calle hay una tienda. Allí venden todo lo que los grandes necesitan. Leche, huevos, pan, arroz, café. Lo que más me gusta a mí son las americanas. Una pareja de viejitos se turnan para atender. Adentro casi siempre hay moscas y el olor es bastante extraño. El señor se llama don Honorio. Creo que el hecho de que se llame así y de que tenga un negocio me hace pensar en una persona honrada. La señora siempre usa faldas viejas y un delantal sucio. Nos atiende de mala gana, sobre todo cuando la sacamos de su caverna por unos bolis o unas americanas. Los bolis son refrescos congelados en una bolsa transparente. Valen cien o doscientos pesos, depende del tamaño. Los hay de todos los colores. De ellos dependen sus sabores. Eso lo sabe cualquier niño. Lo que no saben es que a veces los viejitos se descuidan y uno puede aprovechar el momento para sacar un par sin que se den cuenta.

A Javier no quise verlo desfigurado, como dijeron que había quedado, así que no asistí a su entierro. Mamá, en cambio, sí viajó, y al regresar era como otra persona. Lo único que dijo al verme fue que mi tía estaba brava con Dios. No recuerdo lo que le dije pero sí que ella me miró a los ojos y después dio un portazo. Yo me quedé un rato en la sala. Después fui al baño y me duché. El agua acumulaba vapor en todo el cuarto, empañando el espejo sobre el lavamanos. Era domingo y había llovido todo el día. Entré en la habitación de mamá buscando los talcos y vi su maleta de viaje abierta sobre la cama. Sobre la ropa doblada había un periódico doblado. Lo recogí, lo desdoblé y vi la imagen de Javier. Estaba en el suelo, el casco medio puesto sobre la gorra roja, con el rostro cubierto de sangre. Choque mortal, decía. En otra foto aparecía su moto tirada en el suelo.

Algunos días después nos reunimos en la sala de mi casa los que lo habíamos conocimos. Llevábamos un rato hablando de él, yo incluso les había leído la noticia del periódico y les había mostrado la foto. Ellos habían escuchado atentamente. Un amigo comentó que la única manera de que nosotros los pobres pudiésemos aparecer en el periódico era muriendo o cometiendo algún crimen. Tenía razón. Nos quedamos callados. En ese momento unos recibos cayeron desde la repisa de la pared. Se precipitaron rápidamente, como si alguien los hubiera botado. Nos miramos entre sí y solo se nos ocurrió una cosa por hacer: aplaudir. Era claro que Javier seguía entre nosotros.

 

texto Jeisson Ospina

Jeisson G. Ospina. Es un joven autor que, según nos dice, «a veces escribe cuentos…». Fruto de esta actividad prepara actualmente un libro de relatos que verá la luz en breve.

👨‍💻 Lee otro relato de este autor (en Almiar): La banda de los hermanos Odenkirk

📧 Contactar con el autor: ospina.jeisson[at]gmail [dot] com

Ilustración relato: Fotografía por PublicDomainPictures / Pixabay [dominio público]. 

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