relato por
Jeisson G. Ospina
E
l domingo es para la familia. Salir al parque. Ver a los niños correr en el pasto. Chupar helado. Oír los pájaros. Echar chisme. Descansar a la sombra de un árbol. Pero esto dura poco.
Ya es lunes y los hermanos Odenkirk deben empezar cuanto antes la búsqueda del nuevo integrante de la banda: una labor dispendiosa pero no compleja. Para ello pegan anuncios en todos los postes de luz y en las fachadas de los parqueaderos de la capital del país más pequeño del mundo. También los pegan bajo los aleros y en las bases de los puentes de hierro y de cemento. Ayuda a llamar la atención el nombre de la banda. También ayuda que la ciudad es pequeña. Contestan llamadas. Apuntan datos. Programan audiciones. El martes, en el ensayadero, reciben por turnos a los aspirantes enlistados. Durante las audiciones cada uno de los solicitantes se acerca al micrófono y frente a los Odenkirk y a la mánager de la banda, una mujer gorda que siempre lleva puesto un collar de patas de pollo, explica por qué desea ser/hacer parte del proyecto. Al término de dicha presentación, uno de los hermanos reproduce una pista sin voz y el candidato (o la candidata, pues también se inscriben mujeres) se prepara para chillar como un marrano acuchillado. Antes de las nueve de la noche ya hay un veredicto, pero los Odenkirk no lo comunicarán hasta el día siguiente.
El miércoles almuerzan juntos. La mujer gorda tiene listo un asado de chatas y chunchullo en la terraza de su casa. También ha salado unas papas y preparado el guacamole. Lo va sirviendo todo junto, en exageradas proporciones. Un enano que dice ser su marido le colabora despachando los platos y espantando a patadas las palomas que aparecen en busca de comida. Mientras tanto, los Odenkirk beben cerveza y hablan de sus influencias, de los conciertos más memorables, de los lugares y de las personas que han conocido a lo largo de los años. El nuevo integrante escucha atentamente, está feliz, no desearía ser ninguna otra persona en el mundo. Al anochecer regresan al ensayadero. El repertorio de la banda alcanza el centenar de canciones: todas propias pero sin registrar. Eligen y preparan solo nueve, aunque esta vez quizás interpreten algún cover: Bathory, Behemoth, Burzum. Es solo una posibilidad, aclara el mayor de los Odenkirk. Y tocando una y otra vez los riffs de Negra homilía, de Hijos de Sodoma, de Ofuscación en el Edén, se dan cuenta de que otra vez oscurece afuera. Durante uno de los descansos, justo antes de la medianoche, aparece la mánager anunciando dónde será la próxima presentación. La gorda ha traído además una coca cola grande y pan con salchichón.
El viernes se relajan. Nunca ensayan el día antes del toque. Es de mala suerte, aseguran los Odenkirk. En la sala de la casa de la mánager, quien a esta hora de la mañana se encuentra en la administración del bar Mala Muerte gestionando hasta el último detalle del evento, los integrantes toman cerveza y ven algún partido de tejo: deporte nacional del país más pequeño del mundo. Entre mecha y mecha hablan de todo menos del futuro. Saben que el futuro no existe. Al mediodía se despiden con un abrazo. Tres abrazos. Se recuerdan por última vez el programa para el día siguiente. El sábado desde temprano las nubes grises y cargadas se han amontonado ensombreciendo aún más el cielo de la capital. No llueve pero tiene ganas. En la noche por fin se suelta la lluvia: unas gotas pesadas como escupitajos que purifican la ciudad. Y es así, en medio del aguacero, como se presenta ante las puertas del Mala Muerte la banda de los hermanos Odenkirk. La gente los recibe como lo que son: celebridades del mundo oscuro. Unos aplauden y enloquecen; otros se cortan la piel de los brazos. Sin perder tiempo, los cuatro se enfilan al callejón del respaldo. Pasadizo. Basura. Gatos. La puerta trasera es la conexión directa a la bodega del bar, donde regularmente hay decenas de canastas de cerveza apiladas y una vitrina rota. Pero como esta noche hace las veces de camerino, la bodega está vacía. Se encierran. Se preparan. Se maquillan. Esperan a que los anuncien.
Finalmente aparecen en tarima y la gente estalla en ovaciones: Valar Morghulis. Tocan una, dos, tres canciones sin intervalos. Suenan simples y similares, las canciones, aunque en realidad son todo lo contrario. Un sonido estridente que no se detiene hasta que debe hacerlo. La guitarra y el bajo parecen caballos endemoniados al galope. La batería es como un tren que pasa por un pueblo y hace estremecer sus cimientos. Otra es la voz pero no desentona.
Sin embargo, el verdadero show empieza entre las dos últimas canciones, cuando las antorchas se apagan y los pentagramas y demás símbolos desaparecen. Entonces, el vocalista permanece de pie al borde de la tarima. La mirada, unos profundos y espesos ojos negros, poco a poco se le va llenando de orgullo. A su espalda, una cruz desciende lentamente desde el techo del bar. Huele a sangre, la cruz. El hombre sonríe, da un paso, dos pasos atrás y apoya su espalda en la unión de los travesaños. Presenta la última canción de la noche, nada menos que Estirpes de Judas, el himno de la banda. La gente enloquece. Ahora el vocalista extiende los brazos a los lados y suelta el micrófono, que al caer suena como un niño dándose de cabeza contra el suelo. Los ojos negros ya no ven nada. Los Odenkirk crucifican el cuerpo. Largas puntillas de acero atraviesan fácilmente la piel y penetran la madera vieja.
Una vez comprueban que está bien clavado, alguno convoca al técnico de la banda. El marido de la gorda aparece y, de solo una patada en la cruz, pone al hombre de cabeza. Enseguida le instala un micrófono de diadema inalámbrico y agarra el otro del suelo. Por un hueco diseñado exclusivamente para enanos se mete debajo de la tarima. Allí enciende un motor. En el escenario la cruz gira precipitadamente sobre su propio eje, tal como la hélice de una avioneta. Aquí es cuando todos gritan el nombre de la canción y aquel epílogo suena como un desgarramiento. En el coro, mientras el baterista descarga su ira en tambores y platillos y el vocalista, crucificado, da vueltas y gruñe Hoooooosaaaaaannaaaaaa, los otros dos hermanos agarran cada uno un cuchillo y empiezan el apuñalamiento. La sangre y el vómito del hombre se riegan por todas partes: en los instrumentos, en las paredes, en los espectadores que no caben de la dicha. Pero esto también dura poco.
Jeisson G. Ospina. Es un joven autor que, según nos dice, «a veces escribe cuentos…».
📩 Contactar con el autor: ospina.jeisson [at] gmail.com
🖼️ Ilustración relato: Marilynmanson live, By DagioOliva [CC BY 2.0], via Wikimedia Commons.
Revista Almiar – n.º 84 / enero-febrero de 2016 – MARGEN CERO™
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