relato por
Laura Iglesias Liste
C
ada vez que llegaba el verano casi que sucedía lo mismo. Irma era la primera en darse cuenta del cambio de estación. Sentía en el aire la atmósfera dulzona de las cremas bronceadoras, el perfume algo excesivo de las sandías y melones, las libertades del cuerpo en las prendas livianas. Empezaba a notar cómo cambiaba la luz en la cocina, ahora entraba a amplificar el mobiliario, a dejarlo expuesto como sobre un lente blanco que al llegar la tarde había que evitar. Las plantas también sufrían una mudanza cíclica: las violetas de los Alpes bajo la sombra absoluta; a las alegrías del hogar, begonias y aljabas había que resguardarlas bajo el techo enlutado de una media sombra; los potus, espatifilos y helechos abandonaban el espacio aéreo para copar como trofeos arriba de televisores y mesitas de apoyo.
Como casi todos los veranos Irma lo esperaba con un solero estampado y la promesa inútil de empezar una nueva dieta. En el fondo, creía que el verdadero cambio se originaría en la precisa reformulación de su historia nutricional. El fracaso se reproducía como el verano después de la primavera, de forma cíclica: desterraba los carbohidratos y los dulces de la alacena y atiborraba la heladera con yogures y ensaladas pre-hechas que pronto fermentarían en su cocina como proyecto de laboratorio. Las frutas, ornamentadas en una panera ahora proscripta, serían el principio del fin. Empezaría una naranja a mostrar un aspecto irregular y verdusco para que el resto se mimetizase en una cuadrilla de siniestra conspiración. Después venían las mosquitas como un humo negro que danzaba en círculos, y finalmente la decisión higiénica y radical de Irma, y todo iba a parar a la basura, hasta que empezase otra vez la repetición metódica del cuerpo.
Miguel, dos o tres años mayor y de abultado abdomen, ofrecía la rutina de sus ojotas de plástico azul, considerables triunfos en los juegos de dados y naipes —excepto a la canasta o al mus— y la prodigiosa habilidad de pelar una manzana de un solo tirón. A veces, Irma recogía del plato la guirnalda espiralada de la piel y jugaba un rato, se la llevaba a la oreja como alhaja pop-ecológica o hacía la pantomima de una acordeonista, por ejemplo. El verano a él lo recibía con una bermuda blanca con ribetes azules que no desentonaba con su calzado y una visera del Banco Patagonia, de la misma gama de colores, que le daba un aire ventajoso, aunque un tanto juvenil.
Tenían una casita en la costa que hacía más de 35 años visitaban para la misma fecha. Llegaban en diciembre, unos días antes de las fiestas. Solían encargarse del jardín ante todo: revivían las preguntas sobre la frustración del pasto que en la superficie arenosa crecía ralo, de carácter alopécico, y que de cualquier manera habían invertido en una cortadora de pasto para fingir la idea de un césped de consistencia británica. Después revisaban las hojas de los frutales como médicos o geólogos, distinguiendo las huellas de una peste, el exceso o falta de agua, el ataque metódico de las hormigas.
Los días en la playa se iniciaban como una promesa líquida de excursión redimida que pronto se tornaban en un registro de actividades previsibles, de cronometrada exactitud: caminaban hasta el muelle, Irma juntaba caracoles en una bolsa y Miguel aguzaba los ojos al horizonte, como un marinero mercante o un rey. Compraban pescado, verduras y alfajores. A las 7 ella le llevaba un aperitivo a la silla de lona turquesa que abría sistemáticamente entre los nísperos y el peral. Por la noche, después de cenar, caminaban hacia la playa o al centro para fatigar las piernas y conciliar el sueño, ya no como deseo si no por necesidad vital.
La vida reseñada en esta sucesión de actividades guardaba un encanto eficaz que Irma y Miguel protegían sin saberlo. Más lejos del hartazgo tiránico, frente a la repetición escandalosa sentían que el caos finalmente era organizado por la vida conyugal, entre los quehaceres domésticos y las listas de supermercado.
Ese verano había un nuevo atractivo en la costa. Un pequeño local atiborrado de mercancía de importación china que hacía entretenido el consumo local en baratijas provenientes del misterio-siempre-sabio de Oriente. En esa década el país había volcado su interés a la cultura oriental (y aquí vendría una digresión político-económica evitable). De pronto no había sino bonsai, artes marciales, origami, feng shui, horóscopos chinos y filosofía oriental. En la playa el Sudoku había desterrado los crucigramas y sopas de letras. No hubiese sorprendido que el barquillo o el choclo —ya de una extravagancia gastronómica inexplicable que venía como postal del mar Atlántico— hubiese competido por conos de chop suey o rollos de sushi.
El local era un muestrario tumultuoso de todas estas prácticas: carrillones dorados con forma de elefantes, faroles de geometría hexagonal, kimonos de lustre artificioso, budas y peces abrillantados. Sonaba siempre una música de timbres aniñados, como chillidos felinos de una penetración irritante. La buena fortuna tomaba formas disparatadas: dragones, ranas, gatos de la fortuna —que apuntaban la garra hacia el techo y la bajaban como péndulos de reloj cucú— prometían la abundancia, el triunfo en el amor y la conquista de la purificación del alma en el consumo de estatuillas de plástico y hojalata.
Irma se había parado en la vidriera como frente a la vitrina de un Museo de Ciencias Naturales. Unos masajeadores de madera le habían corregido la mirada hacia la izquierda, los confundía con alguna clase de artefacto para la vida sexual, y trataba de reconstruir su mecanismo, su funcionalidad. Un hombre con un cuenco repleto de galletitas de la fortuna había salido a la vereda para invitarla a pasar. Con una mueca que siempre asignaremos a los orientales, una sonrisa acompañada con un leve movimiento de cabeza, le ofrecía tomar una galleta. Irma reconoció la forma de pequeña empanada por las películas norteamericanas. Mordió y terminó masticando un pedazo de papel. Su fortuna decía: «rás muchos viajes de trabajo». El negocio era atendido por Lucy y Juan. Un matrimonio coreano que en la capital tenían un supermercado llamado Bien Argentino. Ella atendía la fiambrería y era un éxtasis inusual verla desplazar el trozo de jamón sobre la máquina: la muñeca de Lucy tenía una habilidad de bailarina y las fetas de jamón salían con una delgadez transparente. Su habilidad se extendía también ante otros embutidos: era una verdadera artista del chacinado. Juan se encargaba de la caja. Era rápido y simpático. Extrañamente había incorporado la muletilla de «joya» para asentir y cerrar las frases
«¿Querer bolsa? Joya».
«Feliz año. Joya a Ud.».
Y ahora apostaban a salvar el verano en el copioso mundo de las importaciones. Irma se había detenido entre unas sombrillas de papel y unos potes con distintos tipos de ungüentos. Lucy tomó su mano como si hubiese usado una pinza y le frotó sobre la muñeca una pomada diminuta que decía «Bálsamo de Tigre». «Dar fuerza» sentenció como pronóstico del I Ching. Si había algo intrépido en el mundo de la medicina era su experimentación audaz y repugnante que ejercía con la naturaleza: placenta de tortugas, babas de caracoles, esperma de ballena y ahora la imagen de un tigre de bengala extraviado de una historia de Emilio Salgari que había untado en su muñeca venosa y occidental. Llevó eso y un jarrón que tenía dibujada la imagen de Zhong Kui, un guerrero hirsuto y obeso en bata roja, que sostenía una espada y una cantimplora de vino. «Proteger de los espíritus dañinos», dijo Juan al recibir el dinero. Cuando se estaba yendo insistió: «Demonios oscuros volar en líneas rectas». «Joya» dijo Irma, autosorprendida del préstamo lingüístico. Y se saludaron con una sonrisa recíproca.
La caminata nocturna habitual estuvo signada por una rareza que ni Irma ni Miguel habían presenciado en todos los años que iban a la costa. Una plaga de crías de sapos tapizaba el camino, aparecían por todos lados como cuando una ola arrastra y descubre sobre la costa los escondites de las almejas. Es cierto que hubo veranos anteriores en que los sapos habían desaparecido y luego volvieron a aparecer, se los veía muertos, estampados en el camino de tierra, apenas distinguibles de una piedra chata. Ahora, no había sino una invasión de diminutos anfibios que anunciaban la catástrofe del suelo. Al principio iban esquivando con piedad budista las escurridizas sombras que se cruzaban. Irma había visto a uno salir de una roca y enfrentarse en pequeños movimientos de saltos nerviosos al peligro del pavimento. Se había agachado para agarrarlo, era una especie de renacuajo de una simetría fascinante, un juguete rugoso y húmedo que había podido atrapar. Abrió la palma para espiar otra vez el aspecto verdinegro de su presa. Dio un salto decidido hacia la muñeca y de allí, como un trampolín de carne, se impulsó hacia el suelo para desaparecer de su vista. A Irma empezó a picarle la muñeca, por autosugestión, alergia o a causa del bálsamo que le había frotado Lucy. Miguel le había diagnosticado una irritación debido a un líquido que segregan de la parótida cuando se sienten amenazados. Pero Irma se acariciaba compulsivamente la piel pensando en el conjuro taxativo «dar fuerza». Al llegar a la casa la situación endémica no había cambiado, decenas de sapos miniatura saltaban frenéticamente contra las puertas y ventanas, exiliados de los arbustos o charcos, parecían huir descontroladamente del suelo. Fue una lucha de pies y tácticas corporales poder abrir la puerta dejándolos fuera. Pero uno había entrado y entonces Miguel tomó un libro de la mesa y se lo tiró encima. No había tenido el valor suficiente de pisarlo con su propio pie (lo mismo hacía con las cucarachas, invariablemente aplastadas con otros elementos que iban quedando inutilizables a fuerza de repulsión). El libro parecía el instrumento perfecto para aplastarlo, al menos para hacerlo desaparecer de su vista. Era una edición tapa dura titulado Digestión emocional. Para superar lo que aún no logras digerir. Irma miró la escena con poca congoja. «Tiralo» le dijo a Miguel con los ojos clavados en el libro. Pensó en la tradición de guardar mariposas en los libros, ¿dónde había ido a parar la humanidad con ese ímpetu de coleccionismo sádico?: la biología le fue enseñada crucificando insectos con alfileres sobre planchas de telgopor y el sistema nervioso central lo había aprendido metiendo las manos en la víscera blanda de una vaca, exigiéndole extirpar el bulbo raquídeo.
Prendió el televisor con la esperanza de encontrar alguna noticia que revelase el origen de la reproducción desorbitada de batracios. No había noticias. El canal local transmitía el concurso de belleza Reina de la Corvina Negra. Un presentador calvo repetía invariablemente que había un sorteo cuyo premio era «una estimulante caña de pesca Trolling». Una fila de chicas en bikini rodeaba el escenario que tenía una decoración marítima: del techo colgaban algas que parecían atados de acelga hervida, un mascarón de proa unía las redes de pesca cruzadas a modo de guirnaldas y unas ostras, que alojaban perlas gigantes, hacían de tronos para las elegidas. «Jesica Suárez» había sido la condecorada. Enseguida la vistieron con la banda, la corona y un bastón de mando con forma de pez palo. Saludaba al público levantando la mano en un zigzag perpetuo como si estuviera lustrando un vidrio. No había ni rastro de noticias de la afluencia espontánea de batracios en los medios.
Al día siguiente fueron a almorzar a un restaurante del centro. En el camino se veían las consecuencias de la noche anterior: centenares de crías de sapo aplastadas sobre la calzada, las ancas —como ventosas de juguete adheridas a la tierra— empezaban a agusanarse, a convertirse en un nuevo ciclo de la naturaleza.
Pidieron mariscos. El mozo se había parado frente a la televisión que reproducía el certamen del día anterior; conocía al «afortunado» que había salido beneficiado con el «estimulante» premio y le producía cierta felicidad verlo a través de la pantalla (abría la boca como si el labio inferior le colgase y fruncía repetidas veces una semisonrisa). Había puesto sus manos sobre las caderas como un cowboy pero con chaleco y moño azul: se sentía de alguna extraña manera importante. Miguel quiso demandar su atención para cotejar una hipótesis sobre la profusión anormal de los sapos. Pero el mozo estaba enajenado con la caña 130 LB de resistencia y explicó, sin mover sus ojos de la pantalla, pero con una naturalidad de nativo: «Noviembre fue un mes de mucha lluvia».
Trajo el plato de mariscos que ahora frente a los ojos de Irma parecía un mosaico de Gaudí. Habían distribuido de forma simétrica un círculo de langostinos que entrelazaban sus patas y que parecían estar jugando a la ronda. Delante de ellos, oscuros mejillones entreabiertos mostraban su carne en retazos de abertura y un camino de camarones como un ejército obediente de gusanos escoltaba el centro de una estrella de ají morrón. Todo era acumulación. Pensó en la bolsa con caracoles que había recolectado durante semanas y que ahora le parecía un saco de cadáveres. Eran esqueletos circulares, una colección de ornamentos lúgubres de una temporada en la playa.
Despegó con el tenedor un tentáculo anaranjado que se había enrollado sobre si mismo formando un rulo como de goma. Su estómago parecía amurallado, un asco la invadió hasta desembocar en la garganta. Una náusea reverberaba con fuerza de volcán, ahora aparecían en velocidad de ráfaga líquida todos los anfibios, las caracolas, las moscas de las frutas en su baile circular; «Demonios oscuros volar en líneas rectas», una chica en traje de baño saludando al horizonte al compás del Maneki-Neko, mariposas aplastadas —como los sapos— esperando la disección final, las entrañas oscuras de una vaca, y la voz del pelado repitiendo en su voz inflamada la altura y el peso de las concursantes. Vio a Miguel masticando un cardumen de crustáceos, aspirando —con sus labios que también besaban— el tentáculo de un molusco.
Recordó del libro, el prólogo que se repetía en la contratapa: Los alimentos como las emociones deben digerirse o quedaran atascados en nuestro cuerpo haciéndonos mal. Entonces de su estómago empezó a ascender el cúmulo de informaciones, todos los pronósticos reproducidos, la concomitancia alérgica entre Occidente y Oriente, su vida de pequeñas variaciones entre la playa y la ciudad. Mientras, la televisión volvía a mostrar la emoción de la Reina de la Corvina que corregía sus lágrimas arrastrando el rímel en pequeñas gotas negras.
Laura Iglesias Liste (Buenos Aires, 1977). Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires, se graduó de Licenciada y Profesora en Letras Modernas. Trabaja como docente de Lengua y Literatura. Es escritora de relatos breves y poemarios.
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🖼️ Ilustración relato: pintura por Diana Mercado © (de su muestra en Almiar)
Revista Almiar – n.º 74 | mayo-junio de 2014 – MARGEN CERO™
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