relato por
Alberto Sepúlveda Ortega

T

odos conocían el problema de Antonio, menos Antonio. ¿Cómo iba a saberlo él? Él no sabía nada. No sabía qué coño era la codicia, no sabía en qué consistía triunfar, y acabó sin saber quién era. Pero ante todo, Antonio no supo hasta tarde qué era tener dinero. No dinero como el de mi cartera, o como tus sucios billetes, que guardas debajo del colchón o en cualquier banco. No hablo de ese dinero. Yo me refiero al dinero de verdad, el inesperado. Hablo de fajos que vienen de Cali, o de las monedas que encuentras en los huecos del sofá cuando buscas aquel hueso de aceituna que tan patéticamente se ha escurrido de tus dedos. Hablo de ese maletín que encontró aquel vecino, el que siempre tiraba la basura por las mañanas y no por las noches (grandísimo cabrón), dos semanas antes de mudarse a Santander. Yo te hablo de D I N E R O. Como en Scarface, y como el de Antonio.

Es lamentable que el pobre acabase muerto. Y es más lamentable que muriese feliz pero desdichado, con más miligramos de ketamina en sangre que futuro en su mirada, y la mitad de su cerebro pegado al parachoques de un camión Scania del 98. ¡Qué grande era Antonio y qué poco se acordarán de él! ¡Qué desidia me invadió al enterarme de su trágico accidente! Los forenses dijeron que Antonio se había arrojado a la carretera en un último intento de lograr cierta trascendencia. Yo me rio de ellos. ¿Antonio suicidándose? No es posible, lo había logrado después de tanto tiempo. Había entrado en su mierda tan profundamente como para sacarle provecho y salir disparado hacia arriba, lamiéndose los labios con su lengua mientras moscas sobrevolaban su cabeza susurrándole «lo has hecho». Antonio había conseguido que la vida de Antonio dejase de ser solamente vida, para ser una especie de vida de Antonio si este fuese el protagonista de em>Trainspotting. Es imposible que decidiese arrojarse encima de un camión Scania del 98 que llevaba un cargamento de tonelada y media de medicamento para las alergias subcutáneas. No era nada poético, y mucho menos nada trascendental. Yo atribuyo más su muerte a la ketamina.

Antonio había empezado a drogarse alrededor de dos años antes de conseguir el gran pellizco. El gran pellizco es como yo siempre he llamado al D I N E R O. Y fue realmente un gran pellizco. Yo conocí a Antonio en su fase media de adicción a la ketamina y a ligeras dosis de benzoína. No conocía lo de su gran pellizco la primera vez que le vi. Recuerdo que era justo la hora de la sobremesa, porque la calle estaba en esa calma inquieta en la que crees que todos están escondidos de ti, para que seas tú la víctima del psicópata que todos saben que han soltado de la cárcel menos tú. Recuerdo que bajé a apostar a los galgos, como cada sobremesa. Llevaba una buena racha, algo así como dos semanas sin pérdidas considerables. Estaba en «los días», como dicen los ludópatas. Recuerdo que yo sudaba bajo el sol, y que Antonio tiritaba en la sombra, quizá por culpa del mono, o quizá porque tenía frío (para qué coño especular acerca de los muertos). Recuerdo que me acerqué a él, que no miraba a nadie, y le chisté. Yo buscaba fuego, y cambiar un billete de cinco en monedas de uno. Él buscaba la trascendencia.

—Amigo, ¿tienes fuego? —le dije. Sacó un mechero de gasolina. No le pegaba una mierda tener ese mechero, pero se lo acepté—. Muchas gracias, amigo. Por causalidad, ¿no tendrás cinco monedas de uno para darme cambio?

—Hoy sí, mañana sólo billetes —me respondió, aún con la mirada perdida, mientras rebuscaba en sus bolsillos unas monedas que antes de tocar supe que estarían pegajosas y calientes.

—Vale amigo, con que las tengas hoy me vale —le dije— es que no me gusta apostar a los galgos con billetes, ¿sabes? Las monedas me dan la sensación de que controlo lo que gasto. Y bien sabemos que no es verdad. ¿Apuesta usted a los galgos, amigo?

—Apuesto monedas, y también billetes. Apuesto y apuesto, y nunca gano.

—La casa siempre gana, como suele decirse —le dije mientras le devolvía su mechero— hasta que te sorprende el gran pellizco.

—Algún día billetes, amigo. Billetes y trascendencia —fue lo único que me respondió antes de marcharse.

Recuerdo la conversación como si la soñase cada noche, como si la hubiera estudiado de memoria, y recuerdo cada profunda arruga de su cara, unas arrugas tan rectas que podían haber sido trazadas por el mejor delineante. Recuerdo muy vagamente su rostro, que era rudo pero no violento, y sin embargo recuerdo sus arrugas. Mil promesas cabían en ellas. Después de la muerte de Antonio me enteré que habían sido progresivamente causadas por un efecto secundario de la benzoína que consumía. Recuerdo que entré a apostar, y que pregunté al dependiente el nombre del extraño tipo con el que acababa de hablar. Recuerdo que al salir Antonio ya no estaba, y que le vería dos veces más, la última de ellas en la sección de sucesos del periódico gratuito que dejan las señoras debajo de sus culos en los asientos del bus.

La vida de los adictos a las apuestas es muy sencilla. Se basa en trabajar hasta la hora de comer, ir a casa, comer, bajarse a apostar, y tirarse el resto del día mirando el ticket de la apuesta de la carrera 34, la de las seis y media, que esa tarde bonifica por dos. Y así de lunes a sábados, ya que el domingo cierran, hasta que te das cuenta de que estás mutando en una especia de experto en pedigrí canino y en estadística matemática básica. Empiezas a dejar de salir a comer fuera, y olvidas el cine y los partidos de fútbol. Hasta olvidas el porno. En tu cabeza sólo se suceden inverosímiles cuentas que cruzan posibilidades en las carreras, de tal manera que si el caballo 4, Espartero, queda justo detrás del caballo 12, cuyo nombre no entiendo por qué no recuerdo, se combina tu apuesta de hoy con la de mañana para así tener algunas monedas para poder volver pasado. Y semana tras semana, la misma historia. Esa es la vida de cualquier «apuestista», como me gusta llamarnos, simplemente porque le da un matiz de profesión a lo que hacemos.

Pues Antonio era un «apuestista» ya consagrado, y era realmente metódico. Nunca apostaba más tarde de las seis menos veinte, y siempre tenía que hacerlo en la máquina número 2. Recuerdo la segunda vez que le vi, a las cinco y media de cualquier día de diario. Entró con prisa a la casa de apuestas. Yo estaba terminando de hacer mi apuesta combinada semanal de carreras de rango bajo, en la máquina 3. Al lado, en la máquina 2, había un tío gordo que se hacía pasar por medio sordo para conseguir unas sucias monedillas de las almas caritativas. El hombre apostaba a billar francés, lo que dejaba claro que la cosa iba para largo, pues las reglas del billar francés hacen realmente complicada la operacionalización de posibles resultados. Antonio se acercó a su máquina, con un principio de sudor corriéndole por la frente, como ese sudorcillo asqueroso que surge cuando corres unas decenas de metros para coger el autobús, y que en cuestión de segundos mandan a la mierda tu semicuidado olor corporal. Recuerdo que Antonio le tocó ligeramente el hombro, con esos movimientos espasmódicos de la gente colocada. El falso sordo se dio la vuelta, y Antonio, sin expresión alguna, se tocó con la uña del dedo índice el reloj de pulsera. El falso sordo hizo caso omiso de un ya nervioso (y hasta el culo de ketamina) Antonio, y prosiguió con su apuesta, hasta que el pobre Antonio le agarró de la cabeza y se la estampó tres metódicas veces contra la esquina derecha de la máquina 2, de manera que la pobre cabeza del falso sordo arrojó un reguero de gotas de sangre, algunas de las cuales cayeron en mi ticket recién impreso de la apuesta combinada. El falso sordo, estupefacto ante tal violencia inesperada, se limitó a recoger su ticket de apuesta para salir huyendo a la vez que profería improperios en una especie de idioma inventado causado por la falta de dos de sus dientes que cinco minutos antes si tenía. Antonio no parecía consciente de su acto, y sin demasiada dilación, se acercó a su máquina, la 2, y pasó el puño de su sudadera vieja por las partes ensangrentadas que le privaban de una visión óptima; y Antonio realizó su apuesta diaria. ¿Qué apostó? No tengo la menor idea.

Ese día Antonio ganó el gran pellizco. Recogió su premio, seguramente a primera hora del día siguiente, y no volvió a pisar la casa de apuestas. Algunos habituales del local dicen haberlo visto con botellas de champagne en garitos glamurosos, y un vecino suyo con el que coincido a veces en el kiosco me dijo que se había mudado a un piso con dos baños (aunque Antonio vivía solo) tres manzanas más allá. La cuestión es que no volvió a la casa de apuestas, y que siguió drogándose.

Es lo que tiene el D I N E R O, que te cambia todo menos lo que pretendes cambiar, de modo que sigues siendo el mismo, como Antonio, pero diferente. Eso es la trascendencia. Y su trascendencia acabó en el parachoques frontal de un camión Scania del 98, en estado de catarsis por la ketamina y la creencia de que dejó de amar la vida.

Yo me sigo riendo de ellos.

 

Alberto Sepúlveda Ortega. Es un joven escritor madrileño. Miembro de la editorial independiente Clan Tintachina, estudia Periodismo y Comunicación Audiovisual en la URJC de Madrid. Ha publicado un relato en la antología titulada El lápiz, el papel y las manzanas blancas.

Se le puede seguir en su cuenta de Twitter: @AlbertoSepul2 y en la web: Un tipo cualquiera (http://un-tipo-cualquiera.blogspot.com.es/).

👁‍🗨 Lee otro relato de este autor (en Almiar): Besos metálicos

🖼️ Ilustración relato: Gap of Dunloe, By Albert (dit Bob) DEMUYSER (1920-2003) (Archives de la famille de Muyser Lantwyck) [CC BY-SA 3.0], via Wikimedia Commons.

 

relato Alberto Sepúlveda

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