relato por
Alberto Sepúlveda

 

L

o duro es no saber si los besos que te da saben a metal o a carmín. Al mismo material ferroso que silba a las muñecas en bañeras o que retumba en tus encías tras realizarte un túnel de nueve milímetros de barbilla a hipotálamo. Al mismo carmín que tantas veces le pides que te deje marcado en la polla, pero que acaba dejándote solamente dos manchas, que parecen una manzana partida o una vagina, en aquella camisa blanca que intenta autojustificar una pulcritud inexistente en cualquier persona que viva en Madrid.

Madrid es suciedad y asfalto derretido por el calor de las desdichas, desdichas de todos aquellos que arrojaron su vida por el acueducto, vacío de agua, y ¿por qué no?, vacío de todo. Madrid es la mentira para los que no lo conocen, como el sueño americano. Y Madrid son sus besos. Besos que queman la piel como el hielo, y que susurran, sibilantes, palabras macabras a los cuatro vientos, de este a oeste, olvidando el sur para perder el norte, y encontrando un rumbo centrípeto hacia mis labios, que impacientes, ya llevaban rato comiéndose a sí mismos como uróboros masacrados por su propio destino. Besos como el algodón de azúcar, dulces, sucios y efímeros.

Efímeros como el retumbar de unas encías que han sido perturbadas por una Smith & Wesson de cañón largo, como la que usé para matarla. Una Smith & Wesson de segunda mano que supuso el fin de unos besos de todos, como el autobús público, o las revistas de la peluquería. Es realmente difícil decidir juntar tus labios una vez más a otros por los que corre un hilillo de sangre, que creyéndose riachuelo, amenaza con bajar desde Callao a Plaza España, formando un charco que, señalándome, incite las miradas del puñado de personas que quedaban por allí. Pero había que cerrar el círculo, y abrazando su cuerpo, la besé de nuevo, y no contento con ello, pasé mi lengua por su frío cuello. Habíamos muerto los dos, solo que yo aún tenía su sangre, que ahora ya abarcaba toda su boca, acentuando su carmín de furcia barata, y dejando en mis labios un sabor al mismo hierro que abrirá las muñecas con las que la toqué por última vez. Sin duda valió la pena juntar el carmín y el metal en el mismo beso. En el último beso, después de vaciar un cargador en su pecho.

Así fue el final de nuestros siete años juntos, simple y sin despedidas entristecedoras. Todas las historias de amor deberían terminar así, con un acto dramático que quede en la memoria, al estilo de las tragedias griegas en las que solamente hay incestos, parricidios y masacres; y un beso final. Un beso firme, que deje claro que nadie más la besará como tú, que nadie más será capaz de pegarle siete tiros para no tener que dejarla marchar. Todas las relaciones deberían acabar con una última cita que rememore cada una de las anteriores, con sonrisas de enamorados, con lágrimas por temor a la inevitable pérdida, y con ese sudor de primerizo en el amor, que te hacía ir veinte veces al servicio del bar donde quedabais, para pasarte una servilleta por la grasienta frente y lavarte las manos con medio litro de jabón dispensable. La nostalgia produce locuras, y yo soy un loco del amor, un loco armado y muy enamorado, en una última cita, con la chica de los besos metálicos.

 

 

Alberto Sepúlveda Ortega. Estudiante de Periodismo y Comunicación Audiovisual en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Participa en diferentes talleres literarios, y es parte del equipo de la editorial Clan Tintachina.

🖱️ Web del autor: Un tipo cualquiera
(http://un-tipo-cualquiera.blogspot.com.es/)

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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