relato por
David Garrido Navarro

 

L

a sala de espera no era más que un pasillo separado del resto de las oficinas por un biombo de color blanco que parecía sacado directamente de un hospital. Estas mamparas y biombos estaban por todas partes, distribuyendo y delimitando el espacio que poseía cada individuo dentro del edificio. Y luego estaba la mencionada sala de espera, con un par de sillas frente a una puerta, y a la izquierda de la puerta una mesa con su teléfono, su ordenador, su grapadora, su bote lleno de lápices, bolígrafos y rotuladores fluorescentes, su torre de archivadores de plástico y sus papeles desperdigados por todos los sitios… Y detrás de esa mesa había una silla de color azul, hecha de un material indefinible aunque desde luego sintético, con apoyabrazos, ruedas y varias manivelas para regular el giro, la altura, la posición del respaldo, la inclinación del cojín, etc. Y sobre esta silla estaba sentada la secretaría que, aunque pudiera parecerlo, no vino incluida con el resto del mobiliario.

Frente a ella, una mujer esperaba sentada en una de las incómodas sillas preparadas convenientemente para las visitas. Llevaba más de veinte minutos allí y cada vez se sentía más nerviosa. De vez en cuando, la secretaría, que no dejaba de teclear su ordenador y escribir notas en post-it, le echaba una mirada por encima de sus gafas sonriendo con suspicacia. Entonces ella se rebullía en su asiento y luego se pasaba la palma de la mano por su falda para quitarse las arrugas. Y continuaba esperando. De fondo se oía un murmullo monótono e ininteligible que indicaba que las oficinas se hallaban a pleno rendimiento. La gente iba de un lado para otro y los teléfonos no dejaban de sonar. Pero hasta aquel lógico ajetreo de una mañana de viernes a las once en punto resultaba pulcro y ordenado dentro de aquel inmueble. Era como si todos los que allí trabajaban siguieran los pasos de una coreografía cuidadosamente diseñada para aparentar reposo a pesar del movimiento.

De repente una chica se cruzó por delante de ella y su falda rozó sus rodillas. «Que falda tan bonita», pensó mientras la miraba acercarse a la mesa de la secretaria. Luego miró su propia falda y, aunque seguía bien planchada, volvió a pasarle la mano por encima. Levantó la vista. «Y que tipazo tiene… Claro, con ese tipo sí que se lucen esas faldas… Pero si yo me pongo una de esas… En fin, que aunque me gusten, esas faldas no están hechas para mí…».

La chica del tipazo y la falda bonita apoyó sus brazos en la mesa de la secretaria y, tras agacharse levemente, le dijo algo al oído. Después ambas se pusieron a cuchichear entre ellas ante los ojos de la extraña que las observaba con recelo. Entonces la secretaria le lanzó varias miradas furtivas y la de la falda bonita y el tipazo se giró para mirarla por encima de su hombro. Y ambas estamparon en sus caras un par de sonrisas socarronas y condescendientes. La extraña se puso nerviosa, apartó la mirada y, una vez mas, se quitó las arrugas del vestido con la mano. Luego se sacudió la blusa y antes de que levantara la cabeza otra vez, aquella falda tan bonita volvió a rozar sus rodillas. Alzó la vista y vio como el tipazo se perdía entre los biombos.

—Enseguida está con usted, solo es cuestión de un par de minutos —le dijo la secretaria. Y a continuación siguió tecleando su ordenador. Era lo mismo que le había dicho hacía un cuarto de hora, lo mismo que le había dicho nada más entrar, lo mismo que le decían siempre. Afortunadamente su madre iba a recoger a sus hijos al colegio y luego se haría cargo de ellos, con lo que aquella mañana no tenía demasiada prisa. Siguió esperando. Entonces se dio cuenta de que estaba moviendo su pierna izquierda de manera convulsiva, como hacía cada vez que los nervios se la comían por dentro. Se concentró y consiguió que el tembleque cesara. Luego respiró hondo y siguió mirando todos los detalles de todas las cosas que la rodeaban: la puerta que tenía en frente, las paredes que tenía detrás, los cuadros que colgaban de ellas, las gafas de la secretaría, el bolígrafo con el que escribía, la blusa de seda que la vestía de cintura para arriba, la máquina de cafés que había al otro lado del pasillo, el suelo que parecía temblar bajo sus pies… De repente sonó el teléfono y la secretaria lo agarró con un movimiento delicado aunque decidido.

—¿Sí? —la secretaria asintió con la cabeza un par de veces—. …Enseguida —luego colgó el teléfono y sin tan siquiera mirarla a la cara añadió con total indiferencia:

—Ya puede pasar —y continuó jugando con el ratón de su computadora.

Ella notó cómo la sangre se le subía a la cabeza. Agarró su bolso y lo sujetó entre sus brazos. Respiró hondo y tras armarse de valor se puso de pie. Después caminó hacia la puerta, se detuvo junto a ella y apretó con fuerza el pomo con su mano derecha. Pero antes de girarlo volvió la vista hacia la secretaria. Ésta seguía con los ojos pegados a la pantalla de su ordenador mientras deslizaba el ratón por encima de su mesa sin prestarle la más mínima atención. Miró al frente y se dio de bruces con un rótulo de aluminio dorado en el que se leía la inscripción:

GONZALO OLMEDA MARQUÉS

Y debajo, entre paréntesis:

(Subdirector Adjunto de Recursos Humanos)

Llenó los pulmones de aire, golpeó la puerta con sus nudillos, giró el picaporte y la empujó.

—Adelante, siéntese —un hombre, de unos cuarenta y cinco años de edad, la esperaba al otro lado del despacho leyendo unos folios grapados por una de sus esquinas. Estaba sentado sobre un butacón de cuero, sujetando los folios entre sus manos y apoyando sus codos en una enorme mesa de madera mal barnizada y cubierta de papeles. Ni siquiera levantó la cabeza cuando ella caminó hacia el sillón que tenía en frente y se sentó en él con el bolso sobre sus rodillas. El tipo siguió leyendo mientras ella lo observaba expectante. Él continuó leyendo. Ella notó como su pierna comenzaba a temblar otra vez. Se concentró y consiguió controlar los espasmos. El tipo se llevó el índice a los labios. A continuación pasó el folio que estaba leyendo y sujetándolo entre los dedos se puso a hojear el siguiente sin demasiado interés. Apenas un par de renglones y tras torcer el morro dejó caer los folios sobre la mesa. Se quitó las gafas y las dejó junto al teclado de su ordenador. Luego se repanchigó en la silla y cruzando las manos a la altura de su barriga le dijo mirándola a los ojos:

—Bien, Emilia, ahora dígame por qué debería darle el trabajo a usted y no a otra.

—¿Cómo?

—Convénzame de que es usted la persona idónea para el puesto… Adelante, soy todo oídos.

—Bu-bu-bueno, señor, yo, yo, pues, pues, cre-creo que que yo po-podría pues… —las palabras se atascaban en la garganta de Emilia. Tragó saliva para descongestionar el atasco pero tampoco eso le dio demasiado resultado. El hombre la miraba impertérrito.

—Tranquilícese, Emilia, que en cinco años que llevo en este puesto todavía no me he comido a nadie.

Emilia, roja como un tomate, intentaba sonreír sin conseguirlo del todo.

—Tome, beba un poco de agua —el subdirector de recursos humanos le acercó un vaso de plástico.

—¿Está ya mas tranquila?

Emilia asintió.

—Ahora respire hondo y empecemos de nuevo.

—Lo siento es que estoy un poco nerviosa…

—Sí, ya me he dado cuenta… —el subdirector miró su reloj—. Bueno, concéntrese y piense bien lo que va a decir, porque tiene veinte minutos para convencerme de que es justo usted la persona que andamos buscando. Así que, si de verdad quiere el puesto, déjese balbuceos y dígame algo coherente.

Emilia respiró hondo y, esta vez con más soltura, comenzó a hablar enumerando los lugares en los que había trabajado y las importantes labores que allí había desempeñado. Pero aún no llevaba ni quince segundos de discurso cuando su interlocutor hizo un gesto de negación con la cabeza y la cortó en seco:

—Emilia, Emilia, no quiero que me recite de memoria su currículum, lo acabo de leer. Además, si un buen currículum fuera suficiente para contratar a alguien, entonces estas tediosas entrevistas no serían necesarias, ¿no cree usted?

—Sí, señor…

—Sí, señor —el subdirector puso cara de asco, hizo una breve pausa para mirarla a los ojos y luego continuó hablando—. Verá, Emilia, lo que yo quiero saber es qué va usted a aportar a esta empresa y qué es capaz de hacer por ella… ¿Me comprende?

—Sí, señor..

La cara de asco del subdirector de recursos humanos se acentuó todavía más mientras la miraba sin pestañear. Mientras tanto, la pierna de Emilia había comenzado de nuevo a moverse por iniciativa propia y esta vez no parecía haber nada que pudiera detenerla:

—¿Y bien, piensa decirme algo o se va a quedar ahí sentada hasta que me canse de mirar su cara y la eche de aquí a patadas?

Aquella frase cayó sobre Emilia como un piano de cola desde un quinto piso. De repente tuvo mucho calor, un calor sofocante que le cortaba la respiración. La sangre comenzó a bullir en su cabeza y ésta parecía ir estallarle de un momento a otro. Quiso huir de allí, levantarse y salir corriendo de aquel angustioso despacho sin mirar atrás. Pero fue en ese momento cuando pensó en el ERE de su marido y en la hipoteca de su piso, en la letra del coche y en el aparato de dientes de su hijo mayor, en los 2000 euros que le debía a su hermana y en los otros 2000 que le debía a sus padres. Así que hizo de tripas corazón: aquella era una oportunidad que había estado esperando durante mucho tiempo y no iba a dejarla escapar tan fácilmente. Se concentró y su pierna se detuvo. Luego levantó la vista y miró a los ojos del subdirector:

—Soy una persona muy trabajadora y tengo mucha experiencia… Así que creo que puedo aportar mi trabajo y mi experiencia…

Al subdirector de recursos humanos se le escapó media carcajada que, al no abrir la boca, le salió por la nariz:

—No te fastidia, y si fuera guapa e inteligente aportaría su belleza y su inteligencia, pero como no lo es —luego su cara se agrió aún mas—. De su falta de belleza me di cuenta nada mas verla entrar, y su falta de inteligencia la acabo de descubrir ahora mismo…

A continuación agarró los folios que había estado leyendo instantes antes:

—¡A la mierda, estoy harto de tantas pamplinas! —exclamó al tiempo que los arrugaba con sus manos. Luego arrojó la bola de papel a la papelera que había a su derecha y volvió a fijar su mirada en una Emilia trémula y cabizbaja:

—¿Pero de verdad cree que alguien como usted tiene alguna posibilidad de entrar a trabajar en una empresa como esta? Vamos, por favor, no me haga reír… Pero mírese, mírese, es usted patética… ¿También aportará su patetismo a esta compañía?

Emilia comenzó a hundirse en su butacón y la mesa del subdirector se fue haciendo más y más grande a medida que éste continuaba hablando:

—¿Sabe los beneficios que obtuvo nuestra firma en este último año? No, qué va a saber usted, si usted no sabe nada… Pues yo se lo diré: 60 millones de euros. O lo que es lo mismo, unos beneficios de 5 millones de euros al mes, 164383,56 al día y 6849,315 a la hora. Esto significa que cada vez que personas como usted vienen a una entrevista y nos hacen perder media hora, a la empresa le cuesta más de medio millón de las antiguas pesetas. ¿Entiende ahora por qué estoy tan quemado, Emilia? Eso por no hablar de las estupideces que tengo que oír día sí y otro también. ¿Se piensa usted que mi trabajo es estar aquí perdiendo el tiempo oyendo las tonterías de mojigatas con delirios de grandeza? No, ese no es mi trabajo, a mí no se me paga por eso… Está es una empresa seria, muy seria, y desde luego no voy a consentir que nadie intente tomarnos el pelo… Mucho menos una don nadie que no tiene ni dónde caerse muerta… ¿Le ha quedado claro?

Emilia estaba tan arrugada sobre sí misma en su asiento como el currículum que el subdirector acababa de tirar a la basura.

—Emilia, conteste, ¿no cree que tengo razón?

De la boca de la mujer solo salían tímidos sollozos.

—¡¡¡Maldita sea, Emilia, deje de gimotear y conteste!!!

El grito del subdirector hizo que se estremeciera del susto. Y a continuación, sin tan siquiera levantar la vista, Emilia musitó un «sí, señor» que apenas salió de su boca.

—¿Cómo dice usted? No la oigo.

—Sí, señor.

—Sí, señor, ¿qué?

—Sí, señor, tiene usted razón.

—Más fuerte.

—Si, señor, tiene usted razón.

—¡Más fuerte!

—Sí, señor, tiene usted razón.

El subdirector de recursos humanos sacó entonces un kleenex de un cajón y se lo acercó a la mujer que ahora lloraba desconsoladamente.

—Enhorabuena, el puesto es suyo —dijo con el brazo extendido.

Emilia tardó en reaccionar y cuando lo hizo fue como si las palabras del subdirector le hubieran sonado a chino.

—¿Cómo ha dicho? —dijo mirándole con ojos llorosos y enrojecidos.

—Tome, límpiese…

La mujer agarró el kleenex sin dejar de mirar al hombre que tenía delante.

—Tome, beba un poco mas de agua… Noemí le informará de todos los detalles este lunes, cuando se incorpore y firme el contrato. Es un encanto, ya lo verá, se harán muy amigas. En realidad el ambiente que se respira aquí entre todos los compañeros es extraordinario.

Emilia agarró el vaso y sin dejar de mirar al subdirector dio un par de sorbos. Seguía sin entender nada.

—Sé que ahora estará un poco aturdida, pero es normal. Usted no se preocupe, váyase a casa y celébrelo con su marido… Y, eso sí, el lunes a las 8 en punto la quiero ver aquí como un clavo… ¿De acuerdo?

Emilia asintió y de repente pareció empezar a comprender las palabras que el subdirector estaba pronunciando.

—¿Está usted hablando en serio? ¿De verdad he conseguido el empleo?

—Así es… Pero, venga, márchese a casa y descanse, que este lunes va a ser duro. Tendrá que ponerse al día y demostrarme que no me he equivocado con usted… Porque no lo he hecho, ¿verdad?

Emilia se puso erguida:

—No, señor, en absoluto, señor… Voy a trabajar muy duro, ya lo verá, no se arrepentirá, ya lo verá…

—Sí, bien, bien, eso espero… Y ahora, si me permite, tengo otros asuntos que atender…

—Por supuesto, señor…

Emilia se puso de pie y estrechó la mano del subdirector sin dejar de mover la cabeza en señal de reverencia.

—No se arrepentirá, ya lo verá, no se arrepentirá —luego dio media vuelta, pero antes de que saliera por la puerta, el subdirector de recursos humanos la detuvo:

—Emilia, espere un momento… Antes de irse, ¿le importaría traerme un café?

—¿Cómo dice, señor?

—Pero vamos a ver, Emilia, ¿es que es usted sorda, además de fea y estúpida? Que me traiga un café, coño…

—Enseguida, señor, enseguida se lo traigo —la mujer salió disparada por la puerta en dirección a la máquina de café, pero al llegar a la mitad del pasillo giró y volvió sobre sus pasos para dirigirse de nuevo hacia el despacho de donde había salido. Golpeó el rótulo de aluminio con sus nudillos e inmediatamente oyó la voz del subdirector que le gritó «adelante». Entonces giró el picaporte y, algo temerosa, sacó la cabeza por el resquicio de la puerta:

—Perdone, no me ha dicho cómo lo quiere.

—Pero bueno, es que no es capaz ni siquiera de traerme un café. ¿Que cómo lo quiero? Pues como lo voy a querer, ¿le he dicho yo acaso que lo quería de alguna manera en especial? ¿A que no? Pues entonces tráigame un café normal, hostia, y deje ya de dar la lata.

—Enseguida, señor —la cabeza de Emilia volvió a desaparecer tras la puerta y a continuación la puerta se cerró. Pasó a toda prisa al lado de la mesa de la secretaria, que ahora la miraba sin gesticular, fue a la máquina de café y sacó un «café normal, hostia». Y cuando volvía, andando ya más despacio, hacia el despacho del subdirector con aquel café entre sus manos, se cruzó con la chica de la falda bonita y el tipazo.

—Hola —le dijo saludándola con una cálida sonrisa. Emilia le devolvió el saludo y la sonrisa y, mientras caminaba, notó como su espalda se iba poniendo erguida y sus hombros rectos. La secretaria le sonrió también y ella hizo lo propio. De fondo seguía oyéndose el mismo murmullo que servía de base musical para aquella danza coreografiada de manera tan precisa. Se detuvo frente a la puerta y respiró hondo: debía sentirse orgullosa y afortunada de poder formar parte de una empresa como aquella.

 

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Ilustración: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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