relato por
Amador Redondo

 

I

L

as medias, húmedas por la lluvia, estaban pegadas a su piel. Lentamente las bajó, con sumo cuidado, con cierta desgana, desde el muslo, bajando hasta la rodilla y el tobillo, y terminó tirando de ellas desde el pie. Las revisó por si tenían alguna carrera y las colocó sobre el bidé.

En la otra habitación, alguien se estaba quitando los zapatos y los dejó junto a la mesilla, en la esquina; luego, la camisa y los pantalones quedaron colgados también cuidadosamente en una silla, para evitar que se arrugasen.

Lo había intentado ya otras veces. Sentía que si se lo pensaba una vez más, se marcharía como siempre, dejando el dinero sobre la cama. Era todo tan frío…; no era lo que quería, pero la soledad podía más.

Ella se quedó mirando la bañera. El deseo de un baño caliente le confortó en esos momentos, cuando el oficio se anteponía. Hace años hubiese caído en los brazos del hombre de la otra habitación, sin remisión, decidida a cumplir sobradamente con lo pactado en dos palabras. Hubiese sido ella la que lo hubiese desnudado, con cuidado, de forma cariñosa incluso, anticipándole el placer, consiguiendo imaginar que era el hombre de su vida, con el que iba a hacer el amor.

Cuando acabara se daría un baño; luego, sólo eso quería ahora.

La habitación estaba cerrada desde que entraron; guardando la intimidad, o para huir de la moral ajena, o simplemente para evitar mirar fuera. No era la habitual. Esta daba a la avenida, y su compañera Blanca se la había prestado para esta noche. En la penumbra, luces indirectas que sólo decoraban; en el suelo, un damero de losetas, verdes y grises, rotas y viejas.

Finalmente se incorporaron y se miraron en la distancia que les separaba, él se planchó con las manos la ropa interior y miró a su alrededor. Ella se dejó caer sobre el marco de la puerta, y lo miró de arriba abajo.

Le hubiera gustado si este fuera uno de esos que le pide que finja ser su madre, una enfermera, lo que fuese; que sólo pagase por arroparle, sólo por cuidarle. Que lo acariciase, que le hiciera dormir con mimos. Alguno de esos, que la sacaría también de su propia realidad, porque ese día sólo quería cariño, darlo o recibirlo, le era indiferente.

Él, cada vez más avergonzado, suponía lo que debía de hacer, y cómo hacerlo; pero hubiera pagado el doble, si se lo hubiese pedido, por un beso; por un tierno abrazo, incluso, el triple.

II

Se acercaron el uno al otro y él se estremeció cuando una mano le retiró el flequillo con mucha suavidad, como lo haría una madre, que derrama entre sus dedos el cariño de un consuelo.

Cerró los ojos, y su corazón empezó a palpitar fuerte y desesperado. Subió su mano temblorosa poco a poco hacia ella, y la acercó a su hombro; sus dedos siguieron su brazo hacia la mano, la cogió, pero la soltó en seguida.

Sintió que de su boca brotaba una sonrisa hacia él; no permitió que durase mucho, así que volvió a lo debido, y lo empujó hacia atrás para que se sentara en la cama.

Se fue quitando la ropa interior, con un erotismo practicado, lleno de movimientos aprendidos en la intrascendencia de su vida, hasta quedar completamente desnuda.

—¿Me quito también esto, o quiere que…?

—Déjeme a mí.

Lo había hecho infinidad de veces, nunca hubiera perdido el tiempo, pero algo le hizo detenerse. Dudó, y luego, sin saber por qué, se dio cuenta de que aquella sensación era vergüenza, a la espera de cuándo pondría aquel hombre las manos sobre su cuerpo. Agitó su mirada y recuperó la atención en lo que estaba haciendo, y se tumbó con él.

Las manos de él rozaron su piel como si esta quemara. Su corazón volvió a latir y la abrazó. Primero como un padre, luego como un hermano y finalmente con el reclamo del deseo, buscando tocar su olor, llenarse de su cuerpo, mezclarlos si fuera posible.

Ella tardó en responder, pero su experiencia se imponía, tomando las riendas del momento. Así que él, sometido e inerte en el reparo, se dejó hacer, ayudándola en todo de forma considerada, en la posición, en su mutua comodidad y en la esperanza de que todo lo que hacían fuese un placer compartido.

Después de un rato, levantaron la mirada hacia el otro y se encontraron, con la boca entreabierta y los labios acelerados por la respiración, observándose, buscando saber qué quería el otro, deseando ceder a un deseo ajeno, arder al unísono, y así olvidar para qué habían subido.

Ella se encontró con las manos acariciando su nuca. Nunca lo había hecho, porque siempre guardaba el recuerdo de unas manos reposando sobre la espalda del otro en una postura artificiosa, preparada para la escena, como si fuera una foto, sin intensidad, sin intención. No en aquella ocasión, en la que su cuerpo, cansado y molesto por la postura, empezaba a sentir una complaciente sensación de haber hecho lo que quería, a pesar de todo, y de haberse permitido desear a alguien sinceramente, de disfrutar con el amor físico. Por un momento, se permitió pensar en tiempos mejores.

III

En ese momento él acabó, o eso escuchó de ella. Después del largo silencio de sudores y suspiros, él se levantó y se sentó en la cama con la cabeza agachada.

Se acercó a la chaqueta y sacó el dinero. Lo puso sobre la cama y se despidió. Se vistió tan lentamente como pudo, mientras ella permanecía tumbada aún, húmeda de sudor, consternada por la pérdida estúpida de algo que nunca había tenido, y que sentía que nunca tendría.

Antes de marcharse la miró; y estuvo a punto de esperarla para tomar un café, de bajar con ella para dar un paseo, o para lo que fuera; no haría falta hablar, sólo quería estar con ella, los dos solos, o quizá junto a una ventana, viendo pasar la vida al otro lado del cristal.

Ella le devolvió la mirada y se incorporó en la cama.

«Debo estar loco, si quiero decirle eso», pensó él.

«¿No va a decir nada? Me gustaría…», pensó ella.

 

Escaleras abajo, se puso bien el abrigo,  se alisó la chaqueta; se arregló el pelo y suspiró antes de salir. Tenía el coche cerca, pero decidió dar un paseo.

«No sabía que la vista fuese tan preciosa desde aquí», pensó ella, junto a la ventana.

 

arabesco relato La rosa y el clavel

 

Amador Redondo MenudoAmador Redondo Menudo. Ha escrito, cree, desde siempre, ya fueran pensamientos, ideas, recuerdos o historias. Desde hace años, participa en todo tipo de talleres literarios, clubes de lectura, etc. Es miembro de un club literario, formado por antiguos alumnos de un taller de narrativa que hubo en la biblioteca pública de su ciudad, Sevilla.
Y sobre todo, y especialmente, se ha acostumbrado a incluir en el día a día el ejercicio de escribir, en una continua práctica de trabajo que, espera, le haga expresar, cada vez mejor, las ideas e historias que rondan su imaginación.

@ Contactar con el autor: amador.redondo [at] gmail[dot]com

Ilustración del relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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Revista Almiarn.º 63 / marzo-abril de 2012
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