relato por
Jesús Greus

 

B

oris era un niño de doce años. Vivía con su madre y el marido de ésta en una casucha del barrio de Guanabacoa, un arrabal marginal al sureste de La Habana. Era una zona industrial próxima al puerto, con una alta chimenea de ladrillo que escupía fuego día y noche. La vivienda de Boris y familia consistía en una única habitación que servía a la vez de salón y dormitorio, presidida por una gran nevera blanca, un tanto desportillada. Al fondo de la sala, separada de ésta por una vieja cortina color marrón, estaba la exigua cocina. Saliendo a un patio gris y mugriento había un excusado de un lado y un plato de ducha del otro. A un lado del salón había un escaparate grande y desvencijado, de madera desportillada, donde se guardaba la ropa de toda la familia. También había un televisor grandón al que fallaba la voz, un ventilador gangoso en una esquina, un anticuado aparato de radio y, colgando del techo, una lámpara de latón.

Como la madre y el padrastro de Boris trabajaban todo el día y no regresaban a casa hasta las ocho de la noche, el niño tenía su propia llave para entrar. Le habían enseñado a abrir con las dos llaves, que tenían su truco, así como a cerrar bien la puerta, ya fuera por dentro o por fuera.

Boris era lo que en Cuba llaman moro, o sea, mulato de piel negra clarita, con pelo bueno. Los moros son muy cotizados allá, conque Boris se sentía muy orgulloso del color de su piel. Se distinguía de todos esos negros de piel muy atezada, a más de los mulatos y jabaos de pelo malo. Él era moro de pelo bueno.

Cada tarde, Boris llegaba a casa hacia las seis, soltaba la cartera del colegio sobre el sofá derrengado de la sala, se quitaba los zapatos y los calcetines blancos, el pañuelo al cuello color beis y la camisa blanca del uniforme del colegio. Cubierto tan sólo con los pantalones cortos, también de color beis, corría a la cocina a apañarse la cena. Llegaba de la escuela con un hambre canina. Había jugado a béisbol, se había peleado con algún compañero en el patio de la escuela y había echado una carrera con los amigos de camino a casa. Así que tenía hambre. En la cocina no había grandes viandas. Eran gente humilde. Si no encontraba nada que rumiar, el niño se preparaba un azucarillo, un vaso de agua con azúcar. Era su truco para cuando sentía debilidad: aquello lo reanimaba y le saciaba el estómago vacío. Otras noches de abundancia, Boris se aviaba un plato de arroz blanco con fríjoles rojos y yuca hervida. Se sentaba a cenar ante el televisor. Le encantaban unos dibujos animados que emitían en la tele a esa hora y que contaban las aventuras de Aladino y la lámpara maravillosa.

Al poco rato, invariablemente, sonaban unos golpes quedos en la puerta, Boris corría a abrir, y allá delante estaba parada su amiga Lidia, una compañera de clase de su misma edad, mulata y espigada. Boris iba a depositar su plato en el fregadero. Ya lo fregaría más tarde, antes de que su madre le chillara. Después arrastraba una mesita baja frente al sofá, extraían ambos niños sus libros, cuadernos y lapiceros de las carteras, se ponían de rodillas ante la mesa y se enfrascaban en hacer los deberes. Ambos eran chicos aplicados en los estudios. A Boris le atraía la psicología, y soñaba con convertirse un día en un reputado psicólogo. Ganaría dinero de extranjis, mediante regalos y agasajos de los clientes, que entregaría a su madre para los gastos de la casa. Su abuelo, que fue toda la vida estibador en el puerto, siempre le aconsejó estudiar, para que algún día fuera alguien.

Los dos niños permanecían ocupados en los deberes durante una hora, hasta que crujía una llave en la puerta y entraba la madre de Boris. Era ella negra retinta, y no tenía muy buen humor. Entonces, Lidia recogía sus bártulos, se despedía y abandonaba la casa. Así sucedía cada día, más o menos igual, a lo largo del curso escolar.

Una tarde de otoño, Boris llegó a casa, como siempre, a la hora del temprano atardecer. Hacia poniente, el repentino crepúsculo tropical vertía ya sus jugos de color guayaba sobre los tamarindos y los flamboyanes en flor. Una bandada de gallipavos describía círculos en el cielo crepuscular. El ritual cotidiano de Boris se repitió sin alteraciones. Se zampó hambriento su plato de arroz con fríjoles, vio los dibujos en la televisión y, al poco rato, llegó Lidia. Arrimaron la mesita, se arrodillaron ante ella y se aplicaron a hacer los deberes. Había bochorno y humedad, una humedad calentorra que pegaba la ropa al cuerpo. Boris, como siempre en casa, tan sólo vestía los pantalones cortos del colegio. Lidia, en cambio, se había dejado puesto el uniforme: la blusa blanca con el pañuelo beis enlazado al cuello y la falda también beis. Mientras hacían un complicado ejercicio de matemáticas, los niños se rozaban, distraídos. Aquello sucedía todos los días sin mayores consecuencias. Sus cuerpos se arrimaban, se acariciaban sin pretenderlo, se agasajaban sin intención. Las piernas se entrelazaban, las manos se posaban sobre el brazo o la cadera del otro, los pies descalzos se enroscaban. Era un breve y espontáneo festejo sensual que erizaba el vello a Boris y provocaba en su cuerpo núbil inusitadas reacciones. Ignorando aquella llamada sutil de la naturaleza, volvía a concentrarse en los deberes.

Aquella tarde otoñal y bochornosa, sin embargo, los roces de las pieles inflamaron una llamarada interior en el cuerpo del niño. No apartó el codo al rozar éste un seno de Lidia apenas insinuado. No separó su pie descalzo que palpaba sutilmente el empeine de la niña. No retiró su cara de la trenza de ella, que le cosquilleaba deliciosamente el cuello. Al contrario, se entregó a aquel cosquilleo con un deleite inusitado. Era un cosquilleo electrizante, que casi le llegaba hasta la punta de los pies. Paladeando como adormecido aquel cosquilleo gustoso, suave como pluma de gorrión, Boris aproximó más su rostro al de ella. Ya lanzado, acarició con el pie el muslo de Lidia. Ella se echó a reír, y saltó: «¡Ay! Me haces cosquillas». Boris porfió en el juego. ¡Tonto!, protestó riendo la niña. Pero era aquélla una protesta blanda. La niña no se apartaba de él. Al contrario, reía y se insinuaba con los ojos, con la boca, con mohines. Boris se envalentonó y, con mano anhelante, acarició la piel morena del brazo, sedosa y suave como el jabón, y su mano estremecida trepó hasta el cuello liso, color caoba, apartó la coleta trenzada en la nuca y se inclinó para besar ésta. Olía a golosina. La niña apartó la cabeza riendo, y repitió aquello de tonto, pero ya consintiendo, entregándose, gozando ella también de aquella sensación nueva. Boris le plantó entonces un beso fugaz en los labios. Labios húmedos y jugosos. Lidia no apartó la boca. Al revés, la ofreció como pulpa violácea y fresca de guayaba madura. Sin resuello, se detuvieron a respirar, espantados de su atrevimiento, de su locura. Se miraron en silencio con arrobo y volvieron a besarse como quien se arroja a una sima. El beso fue esta vez más largo, con despaciosa fruición. Fue un besuqueo desmañado, un encuentro de labios sedientos. Lidia ya no se quejaba. Boris, enardecido, la condujo al sofá que había tras ellos y la tumbó allí. Fue todo apresurado, tenaz, absurdo, insensato. Le hizo el amor por instinto, sin idea de cómo se hacía aquello. Lidia se dejaba hacer, enardecida por su propia desnudez impúber desparramada, sobre el sofá de tela cruda, de manera lasciva y lujuriosa, del color de la carne de fruta bomba. Aplastadas sus entrañas vírgenes bajo una fuerza desconocida, arrebatadas por un mar bravo y cálido que invadía sus más íntimos recovecos, la niña gemía adolorida, aunque complacida por una súbita demencia. Y el fuego se hizo carne, se hizo líquido, se derramó en sangre caliente como un manojo de amapolas desparramadas. Al concluir el arrebato, al retirarse el maremoto, al descender la marea, ambos niños miraron, jadeantes y estupefactos, la sangre que manaba del cuerpo ya no virgen de Lidia, que tiñó el sofá en bellos tonos de almagre. Boris, enardecido, juró amor eterno.

El niño retornó de golpe a la realidad, alzó la vista y miró aterrado el reloj de pared: eran casi las ocho de la tarde. Su madre llegaría de un momento a otro. Mientras Lidia iba a lavarse aprisa al excusado, Boris se aplicó despavorido a fregar el sofá como mejor supo. La mancha no desapareció del todo, pero echó por encima una frazada vieja. Ya procuraría él que su madre tardara en descubrirla, e inventaría cualquier explicación inverosímil. En seguida tintinearon las llaves en la cerradura al tiempo que Boris se ponía de pie y Lidia se recomponía aprisa la blusa y la falda arrugadas. La madre de Boris abrió la puerta de golpe, se detuvo a mirarlos un poco sorprendida de su actitud pasmada, pero no pareció sospechar. Venía cansada y con ganas de tumbarse. La señora besó distraída a la niña cuando ésta se despidió, y se descalzó apresurada y con un suspiro.

Aquélla fue la primera vez. Tenían ambos doce años. Amor precoz, pasión tórrida. La segunda vez lo hicieron bajo un aguacero tropical, refugiados en la casucha que amenazaba derrumbarse bajo aquel diluvio. Ahora, cada día al salir de clase, Boris corría a casa para tener tiempo de hacer el amor con Lidia antes de que regresaran su madre o el marido de ésta. Cuando los compañeros le proponían jugar a béisbol, echar una carrera o ir a fumar un cigarrillo a escondidas en un solar abandonado, Boris aludía tener muchos deberes que hacer, y salía corriendo. «No sé para qué estudias tanto, acere», le recriminó un día un compañero. «Eso no te sacará de pobre».

Aquellos amores clandestinos, prematuros y desmañados prosiguieron a lo largo del siguiente invierno sin que los mayores jamás sospecharan nada. ¡Pero si eran dos niños! Quién iba a recelar de que Lidia no fuera ya virgen. Sin embargo, su cuerpo había florecido en secreto como el flamboyán que se alzaba frente a la casa de Boris. La niña parecía más espigada. Sus andares ya no eran los de una chiquilla recatada, sino los más insinuantes de una mujer que conocía los secretos del amor. O así creía ella.

Aquellas pasiones tormentosas e ineptas se interrumpieron, sin embargo, con la llegada del tórrido verano, cuando los padres de Lidia se separaron, y ella abandonó el barrio con su madre para irse a vivir a Artemisa, un arrabal distante situado al oeste de La Habana. Después de las vacaciones, Lidia no regresó a su antigua escuela, y no volvió a ver a Boris. Éste, al regresar cada día a casa desde la escuela por las callejas abrumadas de Guanabacoa, pensaba a veces en Lidia, la niña de labios del color de la guayaba fresca y guedejas semejantes a una cascada de aguas feroces. Casi podía oler el perfume almizclado de su cuello mulato. Se le despertaba entonces el deseo en el cuerpo como una serpiente ardiente, y, mientras se preparaba el acostumbrado azucarillo para matar el hambre de lobo, Boris se preguntaba qué estaría haciendo Lidia a esa misma hora, allá tan lejos, en Artemisa. Separados para siempre.

 

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Jesús Greus

Jesús Greus. Nacido en Madrid, es escritor, licenciado en lengua inglesa por el Institute of Linguists de Londres. Ha sido colaborador de los diarios ABC, El Día del Mundo, Diario 16 de Baleares, Libération du Maroc y, actualmente, de la revista digital española Narrativas, y de la inglesa LSD Magazine. Ha trabajado como traductor para diversas editoriales españolas. Como conferenciante, ha sido invitado por el Institut du Monde Arabe en París; la Universidad de la Sorbona; la fundación Le Monde autour du Livre, en Burdeos; el Centro de Estudios Luso-Árabes de Silves, Portugal; la Fundación Arte y Cultura de Madrid; la Universidad de Marrakech, etc.
Ha sido gestor cultural del Instituto Cervantes de Marrakech, ciudad donde reside actualmente. Es, asimismo, autor de los guiones cinematográficos Snapshots from Marrakech y The City of Flowers, ambos en proceso de preproducción. Es autor de:
Ziryab (Editorial Swan 1988). Novela ambientada en Córdoba en el s. IX. Éditions Phébus, Francia 1993. Editorial Entrelibros, 2006.
Junto al mar amargo, Hakeldama Editor, 1992. Novela.
Así vivían en al-Andalus, Ediciones Anaya, 1988. 13 reimpresiones. Nueva edición revisada bajo el título Así vivieron en Al-Andalus, Anaya 2009.
Claro de luna. Obra poética.
De soledades y desiertos, Ediciones La Avispa, 2001. Teatro.
Laberinto de aljarafes. Editorial Sirpus, 2008. Relatos.

email Contactar con el autor: jessgreus [at] gmail.com
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 Ilustración relato: Fotografía por waldryano / Pixabay [Public domain].

 

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