relato por
Óscar A. Bidabehere

A

manece. Allá lejos y hace tiempo. Amarcord diría Fellini. La bruma envuelve, en lontananza, la isla del faro. En un recodo que mira a Malvinas, deambulan los pingüinos de penacho amarillo y ojos rojos, una colonia singular. Más allá, acurrucados en una pequeña bahía, un rebaño de lobos marinos de un pelo, machos, hace escuchar sus deseos de aparearse. Ignota belleza insular. Desde la costa, la lejanía distorsiona la visión, soñador, adivino el palo mayor de un galeón, resabio de algún naufragio bucanero, apoyado en el rocoso promontorio. No en vano sir Francis Drake hizo de las suyas por esos lares, y su secuaz, Thomas Cavendish, bautizó al lugar «Desire». El deseo que mueve montañas, pasión, sed, ansias. El sol descansa sobre la planicie marítima y, como un reguero dorado, se derrama ufano sobre la playa, al compás de suaves olas. Imágenes que aún impregnan mis retinas. Mientras tanto, entre bostezos, el pueblo se despierta. Una torcaza camina por la cornisa del techo, contemplando el andar frenético de la mujer, prodigándose aquí y allá, abriéndose camino entre las hojas que deja el otoño. Pequeña silueta que recuerda al gorrión de París, modelo contemporáneo en quien espejarse. Observada con ojos de niño, parece un colibrí que resiste la brisa, menuda y frágil, el cabello siempre rizado y una sonrisa vital donde asoma una dentadura sin fisuras, los ojos hundidos y vivaces trasmitían  una energía que le darían un sesgo volcánico a su derrotero. Simplemente la abuela Conce, tierno apelativo que encierra un nombre con resonancias religiosas, imperativo confesional en tierra ibérica, de donde vino. Así la llamaba Marga, la nieta en el afecto que alumbró estas líneas. Búsqueda de su destino, Marga marchó a respirar nuevos aires, contemplar el mundo, estudiar, crecer, amar. Un puñado de cartas, fruto epistolar del afecto que las unía, ya en el declive, nos trae la letra temblorosa de Conce, cargada de melancolía, con esa sabiduría amasada por años. Recorte en el tiempo, que pinta un árbol en la memoria. Fue ladera de un caminante fugitivo, el río Deseado. El abrasivo viento sur, ese cazador barbudo que imaginara Raúl González Tuñón, que espabila al más desprevenido, no la abandonó cuando la soledad empeñóse en derribar su enhiesta figura.

Ocurrió en  tierra  patagónica, enigmática y sutil, estuario natural, y sobre la ribera sur, la piedra Toba, tallada horqueta roja que desafía al cielo. Enfrente, el caserío de madera y chapa, rojos, verdes y grises, desparramado en torno al muelle donde recalan los barcos, guareciéndose del oleaje encabritado. Desperdigadas en su colorida geografía, construcciones de piedra basáltica, donde dejaron su marca labrada, los picapedreros croatas. El Banco Nación, residencias de estancieros y la nave insignia: la Estación ferroviaria, monumento a la determinación. Puerto Deseado. Pendiente rumbo a la punta Cascajo, una cuña alisada por el río, playa de pescadores, y gaviotas errantes. Pago chico, el barrio nos emparentaba. La calle Belgrano, llevaba a ese refugio gris, donde vivía nuestra protagonista. Caminábamos sobre una alfombra de cantos rodados, geometría sin aristas, de mil matices, pergeñados por ese ceramista incansable que es el mar. Hay quienes dicen que esas piedras encierran una energía especial, curativa, enraizada en una fortaleza perenne. Desde las roquerías vecinas, veíamos la casa e imaginábamos, cómo caprichosas nubes posaban sus asentaderas en la maciza «L» mayúscula, todo cemento y parca desnudez. Cual espejismo fugaz, que terminaba disolviéndose en la noche, la luna jugaba a ser un iris husmeando el universo circundante. Al fondo, la quinta, cortinada por unos sufridos álamos, oscilan pero no se quiebran, algún pino huérfano, tras los cuales se parapetaban los frutales y a su amparo, la huerta. El corazón de la cebolla. Y un ciprés talado, banco amurado a la tierra, donde con los años arrastraba al viejo para sentarlo a bañarse con la calidez del sol primaveral. Un grueso cinto de cuero, ceñido a la cintura, y de ahí lo cargaba, como una leñadora de espalda ancha, sacando fuerzas de donde fuera. El hombre estaba impedido, entonces ella respiraba hondo y desandaba los veinte metros que la separaban del noble árbol que resistía su mutilación. Tenía sus anclajes a flor de tierra, como arterias que comunicaban con las entrañas de la pachamama. Un haz de luz hacía intersección, justo en ese lugar y de la sabia gozosa emanaba una fuerza, un hálito de vida para aquel anciano vencido por las laceraciones del cuerpo. La mirada del hombre se encendía persignándose. Había entre ellos un dialogo mudo, él hundido en un mutismo sin retorno, ella insuflándole energía a más no poder. La despedida más desgarrante, en una pareja que arriba a la ancianidad. Los indicios empezaron como una línea punteada, una mañana cualquiera, la charla cotidiana se había cortado, sin aviso, sin tiempo para el mate caliente que los enlazaba en su ida y vuelta, para el último parpadeo de amor. Luz de mis ojos. Es cuando al otro, se le extravía la mirada, sin reconocer. Se palpitaba en el aire. Pronto, él muere, entonces Conce no duda, ejecuta el ritual de despedida, a solas, lo acuesta en la cama, le junta las manos ya frías y luego se tiende a su lado, «era como un pajarito abatido», dirá. Un perfume de azahares se aloja en cada rincón de la habitación, y entonces la abuela se entregará a repasar una vida juntos, llorando tibiamente.

El principio de la historia. Adolescencia apresurada, mujer vulnerable, se precisa mucho arrojo para desafiar un futuro incierto. La travesía. Un día alzó su poca ropa, la metió en una valija sobada que había en la casa y subió al vapor cargado de un contingente humano despavorido, dispuesto a renovar la aventura de Cristóbal Colon. Mientras la Revolución rusa traía el mensaje de los sin voz, en aquel convulsionado 1917, en la España borbónica, con huelgas y desesperanza, la puerta de salida miraba a América escapándole al hambre y la miseria. Su hermano la esperaba en la zona de Deseado, a donde había arribado, ya hacía unos cuantos años. Allí todo bullía merced al tendido de los rieles. Al año siguiente se casó con quien sería su compañero y padre de dos hijos. Al unísono, encuentran conchabo, en una estancia propiedad de un inglés, el ingeniero Emilio Petersen, gerente del ferrocarril. Tierra inhóspita, esa meseta estaba lejos del verde montañoso de Campo Redondo donde nació. Ya anciana, continuaba, con quien la escuchara, deletreando cada lugar de su infancia, ayudándose con un mapa, evocando imágenes, callecitas y montañas para que no se fuguen de la memoria. El ejercicio lo repetía frente a la cocina a leña, ante la mirada atenta de Marga, mientras ponía el pan a tostar y hacía esas añoradas tostas, como las llamaba, que luego untaba con mermeladas de grosella o ciruela, urdidas por sus manos. El éxtasis de los niños, siempre tan presentes en su vida.

Aquel campo donde arribara tenía la aspereza de la estepa rusa, sobre todo en los nevosos inviernos, que como un sudario envolvían todo el paisaje. Permanecían atrapados por meses. La mirada vagaba perdiéndose en un horizonte quebrado por cañadones que parecían la obra inconclusa de algún hornero. Allí las bandurrias, con sus picos metálicos, eran dueñas y señoras al resguardo de los túneles imaginarios del viento. Avutardas, zorros colorados, guanacos, liebres y los choiques, sobresalían entre una fauna que se fue raleando, en tanto y en cuanto asediaran a las reinas del lugar: las ovejas. El trabajo y sus alrededores. Cocinar para la peonada, sapiencia culinaria aprendida desde muy chica junto a su madre, condición inscripta en la tradición, dada su condición de mujer. Tiempos de esquila y comparsas trashumantes, entre gritos y tropel, los arreos, interrumpiendo las apacibles madrugadas, el baño de la hacienda y vellones esparcidos rumbo al enfardado. Pucheros y asados al palo, refregar la ropa en la tabla y un fuentón que hacía crujir la cintura. Al atardecer, esos silencios que encogen y un cielo encarnado donde latían ancestrales lamentos. Veinteañera, le tocó deambular en un universo de hombres, hubo lágrimas de esas que se tragan cuando el desamparo arrecia, más imposible que tanta enjundia naufrague en el desierto. En medio de ello se dio un espacio para el amor quizás sin el romanticismo de las novelas rosa, pero así era la época, corona de espinas, el desarraigo azuzaba aquel joven corazón. Tener para comer, sufrir, tener hijos y mirar a lo lejos buscando el mar que la lleve de vuelta a los brazos maternos. En el verano del ’21, ya han pasado cuatro lánguidos años que habita en esta tierra, Deseado es un hervidero encendido por los ferroviarios que marchan por sus calles, las balas represoras cobran el primer mártir obrero de una saga que dejaría un reguero de sangre y dolor. Las huestes de Facon Grande vienen avanzando, en la estancia viven ajenos a tanto jaleo, las informaciones llegan enredadas y lo que sobran son las conjeturas, balas de uno y otro lado, se mató mucha gente dirá amargamente la abuela. Capeó el temporal, sola con sus párvulos, en interminables noches, mientras su compañero buscó refugio en alguno de los cañadones. Luego, sobrevino la paz de los cementerios. Ya nada sería igual.

Al comienzo del ’30, quizás empujados por la educación de los hijos, abandonan la soledad del campo y se trasladan al pueblo a una pequeña chacra. La mujer acostumbrada a los balidos del ganado y el silbar del viento, se encandila con las kermeses, los bailes de disfraz y los corsos carnavalescos que marcan el ritmo por donde respira todo un pueblo ávido de solaz. Las festividades amojonan el paso del tiempo, como en toda comunidad rural. Solo las sirenas del ferrocarril y del frigorífico anunciaban el hormigueo de los obreros, uniformidad andante, azules unos, blanco los otros, clima de otro tiempo que giraba en torno al reloj de la fábrica. Por esos días un acontecimiento conmociona al pueblo, aterriza en una noche de luna, el primer avión comandado por quien sería autor de El Principito, Antoine de Saint-Exupéry, quien se asombra de la nobleza y esfuerzo de los pioneros quienes lo llevan a conocer la construcción de la escuela, «en ese país donde vuelan las piedras», según testimonia el aventurero escritor.

La vida continúa. Conce, aspira un profundo aroma a mejillones y algas que sube desde la costa durante la bajamar, es invierno y el aire puro y fresco amenaza congelarle la respiración .Las huellas de las madreñas van y vienen a la huerta. Apenas se hunden, denotando la endeblez de su dueña. Parece un juego de rayuela, con la nieve como manto propicio. A la vera del sendero, las gallinas pespuntean con tinta china la alfombra blanca. La anciana empuña la pava de agua caliente para perforar la escarcha, que bloquea la salida del agua, ella sabe que el riego preserva a su huerta de las cruentas heladas. Retornando a la casa toma el hacha para trozar la leña acopiada en el galpón. La vieja cocina «Istilart», en hierro forjado, tiene dos hornallas, un recipiente donde se calienta el agua, el cajón con las cenizas, y el horno donde se hace el pan. Se las ingenia, con las latas vacías de leche condensada, hace jarros, y con los envases de dulce, moldes para las tortas. No abandona su inquietud por conocer, la intuición para adivinar estados de ánimo y derribar las barreras que la separan de otros mundos, otra gente, y entonces lamenta el no haber aprendido la lengua de los patrones gringos, cuando trabajaba en la estancia. El idioma inglés que ha comenzado a explorar Marga, buscando sus raíces escocesas. Así pasan los días, cortos y pálidos, con un sol raquítico que no llega a calentar, a las seis de la tarde ya es noche cerrada. Y a esperar que llegue la primavera con su encanto y los trinos juveniles de los gorriones. El oasis hace su irrupción. Acelgas, lechugas, tiernas, sabrosas. Frutales, peras, ciruelas, y esos damascos que hacían regodear de placer. Las uvas espin, un sabor que se ha ido extinguiendo, por lo inhallable, en nuestra memoria. Comerlas hasta saciarse. La chacrita proveía la cosecha que vendía y así parar la olla, una costumbre aprendida en la campiña ibérica, ese idilio con la tierra para traer alimentos a la mesa familiar. La casa no tenía timbre. Los niños del barrio usábamos el sonido de las palmas chocando entre sí. En el entrante que daba al este, el aljibe, con su halo de misterio. Un cuenco para recoger el agua de lluvia. Escasa, esporádica, una bendición en medio de la aridez reinante. Un maná anhelado que atesoraban con unción. Cuando el calor asediaba, aquel pozo oficiaba de refrigerador, de las bebidas propias y de algunos de sus vecinos, aún la modernidad con rostro de heladera no había llegado. Todas las mañanas, retiraba una soga de la cual pendía una botella con agua fresca, bebía un poco al tomar las vitaminas que no se sabe quién le había recetado. Deliremos, quizás en esa conjunción de pureza inhallable estaba una de las incógnitas que prolongaron su estancia sobre la tierra. Tapa de madera, cuando se hundía el balde en las oscuras fauces, todo era tinieblas, y no podíamos evitar tener un leve estremecimiento. A veces los temores me asaltaban mientras dormía y despertaba justo cuando caía en ese barril sin fondo.

Pacientemente, la abuela, fue enhebrando una malla de afectos, en la simple tarea de cuidar niños, casi adolescentes, que le alargó la vida, ahuyentando los silencios huérfanos de cariño. Pensionistas, estudiantes de campos cercanos, que así eludían el quedar pupilos en el Colegio San José. En ese tener que hacer, compartir, teniendo la guarda como consigna y prestando oídos cuando la angustia cerraba las gargantas por los afectos extrañados. Su casa albergaba voces altisonantes y risas estentóreas, en rara mezcla, que subían y bajaban el volumen, almohadas que vuelan de cama en cama y en ese prodigarse como madre sustituta, desconcertó al tic-tac inexorable de la existencia, allí donde los relojes claudican, pareció que los días se cristalizaban, sin fecha ni plazo de reanudación, gambeteándole a la cuenta regresiva.

Ese sepulturero animoso que es el tiempo, cubrió con una tormenta de arena la historia que le tocó vivir a la Argentina. Los chicos del barrio crecieron, emigraron a estudiar, a otear otros horizontes donde proliferaban los ruidos urbanos llenos de acechanzas, pero también había lugar para las utopías y su música liberadora. Hay un largo paréntesis, años frenéticos, sedientos de revolución bebimos los días con la intransigencia de la juventud. «…La erótica urgencia de la vida», proclamaría Neruda. Las imágenes desfilan raudamente, como en trenes rigurosamente vigilados, durante ese tiempo no nos detuvimos a mirar el cielo ni a contemplar los pájaros, el fragor de la lucha tiñó todo, y sus estridencias, por un mundo mejor, colmaron nuestras vidas. Guillotina de sueños, llegó la Dictadura de Videla, Massera y sus esbirros, preñados de arrebatos genocidas. Vendrían días de barrotes y mordaza, estados de sospecha y ojos escrutadores, ausencias y duelos, ahí, en medio del pantano, dos jóvenes desenfadados que pergeñan un acto de amor. Mayo del ’79, la cinta corre y la voz le parece gangosa, coqueta la desecha, «no tenia espíritu para largar la voz». La abuela Conce está preparando un cassette que cruzará los mares para abrazarse con su familia. Marga y Osvaldo, quien lleva sobre sus espaldas la macula perversa de una «libertad vigilada», compinches en la osadía, juegan con la idea, sin medir quizás la dimensión de lo que están gestando, restañar esos capilares invisibles de un sistema nervioso lacerado, las heridas del desarraigo, lograr el milagro, que puedan escucharse después de más de medio siglo y gozar, esos giros y entonaciones tan familiares en sus voces, que les encienda el alma. A los de aquí y a los de allá. «Ay España, tierra de mi tierra», exclamará entre suspiros, sus pequeños pies, juegan con la venturosa posibilidad de acariciar el suelo añorado. Mientras, se compadece de la emoción que despierta en mi madre aquel acento castizo que remite a los ancestros, a sus padres, audaces inmigrantes «que vinieron como yo a la aventura de Dios y eso a uno le entra en el corazón».

Todavía, con ochenta y tantos a cuestas, se encaramaba como gato sobre el tejado de zinc. Deshollinadora con silueta de Mary Poppins, aún convaleciente, no se deja doblegar por el invierno, «estos días lloviendo y todo tuve que subir al techo a limpiar el caño de la estufa», es la primera noche que una fina escarcha se adelanta al pronto arribo del invierno pero no le asusta la tarea, a pesar de que sus pensionistas eran hombres, «pero no saben cómo hay que hacerlo». Ya había dejado los niños del San José, ahora los alojados en su casa eran trabajadores del frigorífico CAP y un veterinario, cinco personas en total. Que llegaron para la zafra. Por esos días pasan sus hijos, «estoy bastante acompañada». Aunque Deseado «está más tranquilo que agua de tanque». Otoño del ´81, los árboles se desnudan para eludir la saña del invierno y celebra que el dialogo epistolar con su pequeña Marga no se interrumpa, «me alegra que a la gran distancia te acuerdes de los que quedamos por este mundo de Dios». Enclenque, su letra acusa la debilidad del momento, «este lindo recuerdo tuyo me hizo avivarme un poco». Se avizora, entre líneas, la nostalgia de no verse, mientras la vida transcurre inexorable, van perdiéndose caricias, y las largas tenidas junto a la estufa. Está sola y esperando. Las cartas amarillas revelan cuánto tenía de faro en su vida aquella nieta, eran como un par voltaico, había entre ellas una transfusión de energía y un mediador, la palabra escrita, desde otras latitudes, tan lejanas como las festivas calles de Barcelona por donde caminaba la joven. Cerca, en Deseado, su madre, que vivía cruzando la calle, la polea de transmisión quien llevaba inscripto en su nombre un canto solidario, la musicalidad que trasciende el grito: Socorro, no en vano la abuela la llama: «mi salvavidas», el que le permitió atravesar el desamparo cuando quedó sola, sin compañero y con sus hijos en otras latitudes. Su relato revela la tenacidad por no dejarse vencer, pareciera que esa palabra no está en su diccionario. Se cuida con levadura de cerveza en polvo y miel, en lugar del azúcar, y dirá con gracia «con tanto remiendo cualquier trapo viejo aguanta el año». Sal y pimienta para condimentar ese gracejo tan castizo adornando sus juicios y todo el refranero siempre a mano para la estocada final. Sus ojos la tienen a mal traer, una pertinaz lluvia, de ignota procedencia, le nubla la visión borroneando las letras. No se decide a viajar para que un oftalmólogo la atienda, «soy como las flores viejas, me cuesta arrancar». Diciembre del ’81, se viene la Inmaculada Concepción y llegan noticias de feliz cumpleaños que la avivan «en este momento de bastante melancolía y aburrida», juega a los acertijos con la edad, ¿qué cuantos cumplo?, «los años, más o menos veinte, cuádruplo y la yapa, “poquitos». Se nos ocurre pensar en Mao cruzando a nado el Río Yang-tse-kiang, festeja su octogésimo año, desafiando el paso del tiempo y riéndose de la decrepitud. Y lo emparentamos con la abuela Conce, toda fortaleza emanando de un espíritu indomable.

Corría el frío invierno del ’82 con los soldaditos muriendo, ahí cerca, en la tundra malvinera. No fueron audibles los rezongos de la abuela cuando los achaques, semejando una estampida de búfalos, emprendieron la ofensiva. Se lamentará entonces de su estado calamitates, como exorcizando los males, expulsará los designios agoreros. Es cuando los locos bajitos vuelven a entrar en su vida. No extraña que se conmueva con la miseria de los niños descalzos objeto de los desvelos de la joven Marga embarcada en una tarea solidaria. Se afana por enviar caramelos y chocolate que, «les endulce un poco la existencia», y desgrana uno de sus punzantes comentarios ante el mirar para otro lado de la sociedad, «pero como dice un dicho, el harto no se acuerda del hambriento».

Se mofa del reloj según pasan los años, ¡joder!, que obligue los pasos de quienes marcan tarjeta o juegan a la calesita en la puerta giratoria del banco. Esos cimbronazos a ella ya no la alcanzan. Está en esa su casa, la de los sueños compartidos, con aquel encanto que flota en el aire, recorre palmo a palmo la quinta, vigila los nuevos brotes y se pierde en las profundidades del aljibe. Son épocas sin pensionistas, de quedarse en la cama hasta las once de la mañana, «total la Argentina está hecha». Confiesa un poco su decepción «para qué trabajar tanto si después vuelve la piratería y nos la echan de nuevo abajo». Las voces se han acallado y los silencios medievales tiñen la paz pueblerina. Ya estamos en los primeros días del `86, escribe: «como ves todavía ando vivita y luchando por la vida» y tiene tiempo para festejar la llegada del amor al corazón de su extrañada Marga, así es la vida, ocurrente la sentencia «te echaste el yugo». Se avecina el conjuro maradoniano, los fuegos artificiales mundialistas, la primavera democrática está en su apogeo y el sol tiene una fuerza distinta, va a cumplir sus noventa y un años, y entonces se ufana como quien tiene las cuentas saldadas, los rayos le entibian el cuerpo dolorido y el papel nos devuelve su letra aún firme: «aquí estoy de nuevo fuerte como tabaco é pitar». Y la antorcha no se apaga aún.

Pronto abandonará, su casa y Deseado, con el pesar de quien es arrancado de la historia. «Siglo veinte cambalache, problemático y febril», cadencia arrabalera en los versos nacidos en la pluma de Discepolín. Lo vivió de cabo a rabo, principio y fin, lo sagrado y lo profano. Longevidad singular, asombro oriental, fueron ciento siete años de un fascinante torbellino con sus soles y eclipses. Cuando aquel invierno, el final, ya había casi agotado la metralla con que flagela los cuerpos, un domingo de agosto, plegó las alas para siempre. A pocas cuadras, el campanario del templo, deja fluir en sus tañidos, una letanía. La perplejidad se suma al convite, cuando desde el arroyo subterráneo que resuena en las profundidades del aljibe, brota una melodía, que recorre entre penumbras, la vieja casa, atravesada por el rigor del invierno deseadense. Hay una pausa imperceptible, el reloj de la Estación ferroviaria, curiosamente se detiene, y una gaviota solitaria, emprende rumbo al sur, para perderse en el océano.

 

relato La abuela y el aljibe encantado

Óscar Armando BidabehereÓscar Armando Bidabehere, (1950). Puerto Deseado. Pcia. de Santa Cruz, República Argentina. En el año 2005 fue premiado en el concurso narrativa organizada por la Asoc. Residentes Buenos Aires, siendo la titular del jurado la reconocida escritora Sylvia Iparraguirre. Título: De cómo la derecha devino en izquierda. En 2009 obtuvo el tercer premio concurso Editorial de los Cuatro Vientos con su relato Vuelo Crepuscular, publicado en la Antología El decir Textual. En el año 2011, en el concurso por Memoria e identidad organizado por Cuentos y Más fue seleccionado para ser publicado en el diario Tiempo Argentino con el micro relato Fue. También aparece en la Antología de Cuentos publicada por Editorial El Orden, y en Editorial Ayhesa. Su relato La Vuelta al mundo en quince horas está en el Proyecto Biblioteca Patagónica, edición digital y recientemente, enero 2012, en la Revista Archivos del sur, edición digital, aparece su relato No lo sabes. Hay otros relatos en los Cuadernos Culturales deseadenses, edición papel y digital y en el periódico El Orden, papel y digital. Su relato La vida en tres días apareció en la revista Almiar (España). Desde hace diez años reside en Olavarría, ciudad de la llanura pampeana argentina, en el centro de la provincia de Buenos Aires.

Contactar con el autor: osbipd[at]yahoo.com.ar

 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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