relato por
Juan Martín Torres
P
odrán juzgar al conocer esta historia, que sólo es proveniente de los rincones más recónditos y oscuros de la imaginación. Si existiese la posibilidad de transmutarme en uno de ustedes, les aseguro que los entendería, una risa burlona acompañaría el final del relato y no, en cambio, la sensación estremecedora que invade mis días. Como pesadillas recurrentes, aquellos instantes persisten en mi memoria, me persiguen, me amenazan con una locura inminente, y soy incapaz de evitarla.
Dicen que cada familia es un mundo; no he descreído de esa máxima cotidiana, aunque le he restado importancia, debido a que la consideraba una de esas tantas frases que deambulan de boca en boca de las sucesivas generaciones, hasta alcanzar nuestros oídos. No era un domingo como cualquier otro, el primero sin el abuelo. Sin embargo, la ausencia y las bajas temperaturas propias del invierno no conseguían profanar la rutina del almuerzo familiar, al cual no asistía desde hacía un año y medio. Salí temprano. Me detuve en un mercado para comprar una botella de vino (siempre tinto), por el disgusto que me provoca ir con las manos vacías, aun a fin de mes. Antes de reemprender la marcha, aproveché la oportunidad de llevar un ramo de rosas que se exponían en un modesto puesto sobre la vereda.
La abuela me recibió con un cálido abrazo. Sus ojos produjeron destellos de brillo al tomar las flores, después, súbitamente se humedecieron, «justo como tu abuelo», mencionó, con un nudo en la garganta. No en vano, había sido la intención. Al pasar por el jardín de la vivienda, recordé bellas tardes de la infancia; corretear detrás de una pelota, hacerla rebotar contra el paredón de ladrillo desnudo del vecino, usurpados por la enamorada del muro. Recolectar las naranjas de los árboles del fondo, probar algún que otro limón que devolvía con el rostro fruncido, jugar a las escondidas con los primos, o el empecinamiento de perseguir a mi tía con las manos mojadas por el jugo de las mandarinas, las que aborrece. Precisamente, ella fue la siguiente en advertir mi presencia. Consiguió percibir en mi mirada la remembranza reciente, y me acarició como a un niño. Se alegró de volver a verme, entusiasmada, viajante incansable, preguntó por mis vacaciones en la Patagonia, con el objeto de poner en común ambas experiencias.
Pasamos a la cocina; una olla hervía prematuramente.
—¿Y eso? —consulté.
—El estofado —contestó rápidamente mi abuela.
—¿Tan temprano? —pareció no oírme, mientras se dignaba en hallar un sitio apropiado para el regalo sobre la mesa de mármol. Preferí no insistir. Nada había cambiado, los colores oscuros de las paredes, los calendarios con las imágenes de sucesivas etapas de la vida de Cristo, los muebles gastados que rechinan, el periódico sobre la silla, los dibujos de los nietos en la puerta de la heladera.
Poco a poco, llegaron el resto de los invitados. Mi madrina, el marido, los hijos. Mi prima, joven, radiante. Mi primo, quien me saludó apenas, rígido, visiblemente cansado, con ojeras que se extendían hasta la mitad de los párpados y los globos oculares rojos. Una noche difícil, supuse. Mis padres, fueron los últimos, discutiendo acerca de la extenuante espera en la fábrica de pastas. Intentamos evitar el tema que, indefectiblemente, verá la luz en el transcurso del mediodía. El reencuentro nos acercó en comunión, a pesar de la angustia de la muerte. La abuela echó los ravioles en una segunda olla. No sería tan grave —manifesté— en vez de almorzar a las doce, lo haríamos a las doce y cinco, o en su defecto doce y media.
Siete pasamos al comedor. Mi padre permaneció en la cocina, lo último que alcancé a ver fue su acercamiento hacia su madre, con la intención de susurrarle algo. Cada uno llevó un par de cubiertos, vasos, servilletas, y retazos de pan. Las bebidas las acercó la tía, a excepción del vino, que permanecía bajo mi tutela, por lo tanto, lo apoyé sobre la mesa y me senté. Todos poseíamos asignados un lugar específico. Mi madre me tomó del hombro y pasó sus dedos entre mi cabello. La cabecera, estaba designada para el mayor. Como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, ninguno ocupó su puesto. Encima, sobre la pared, colgaba un crucifijo. Unas fotografías de un pasado lejano decoraban las repisas del amplio ambiente, acompañadas de múltiples adornos religiosos, entre ellos, una réplica a escala de la Plaza San Pedro, traída desde la mismísima Roma, y un ejemplar antiguo de las sagradas escrituras. Pronto, ingresó mi padre, «Ya casi está», nos alertó, y se sirvió tinto. Mi primo se refregaba los párpados ininterrumpidamente, se levantó dirigiéndose al baño y se echó agua en la cara, mientras suspiraba. Debí atinar a preguntarle qué le sucedía. Mi madrina espiaba reclinándose levemente en su silla. «Dejalo, está bien», exclamó el esposo. Su ceño traducía que no se dejaba convencer.
Luego de unos minutos, la abuela trajo la fuente humeante con los ravioles y el estofado; consigo, un rosario en la mano izquierda, en el que besó repetidamente la cruz pequeña de madera. Sin ayuda, sirvió uno a uno. Mi tía, desde la otra cabecera, de espaldas al ventanal que da a la calle, la observaba con atención. Hicimos un silencio rotundo. Comenzaron a notarse los semblantes de dolor por la partida. La abuela, dijo: «Bendito seas, Señor, por estos alimentos que vamos a compartir. Gracias por recibir a mi buen esposo, padre y abuelo en tu reino divino. Sólo tú eres bueno, sólo tú eres misericordioso. Bendice a esta familia». Tomó la Biblia y leyó del evangelio de Mateo: «Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomen y coman, esto es mi Cuerpo. Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: Beban todos de ella, porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos para la remisión de los pecados. Amén». Mi primo no apartaba la vista del suelo, compungido.
Las voces tímidamente se abrieron paso en el mutismo. Las bocas masticando, utensilios que chocan entre sí, los vasos llenándose de líquido. La carne estaba tierna, condimentada en exceso, prácticamente sin restos de hueso del animal. Mi madre exigió que comentara las peripecias del viaje; la abundante nieve que cubría el paisaje, los lagos congelados, la imponente Cordillera. Mientras dialogábamos, advertí que mi primo era el único que no había empezado a ingerir el estofado. Su piel tenía la blancura de una hoja de papel. El padre lo miró reprochándole. Su estado me planteaba interrogantes que decidí saciar. «Necesito usar el baño», afirmé. Prendí la luz, cerré la puerta del lado externo y me desvié en el trayecto. Caminé sigilosamente hacia la cocina. Abrí la heladera, temeroso. Nada fuera de lo común. Me agaché e hice lo propio con el congelador. Una caja de plástico con la tapa ensangrentada reposaba en el último estante. Un escalofrío me recorrió la espalda. En su interior, un envoltorio transparente repleto de hielo me permitió descubrir lo que queda del cuerpo mutilado del abuelo saqueado del féretro; las manos, los pies y la cabeza. Alguien se había pasado la noche entera trozándolo. Así, sería parte de nosotros. Escuché un golpe seco. Regresé al comedor. Mi primo se había desvanecido. Los demás, dedujeron el hallazgo y posaron sus ojos cómplices ante mis facciones transfiguradas, perplejas, en vísperas de continuar con aquel sagrado ritual.
Juan Martín Torres. Es un joven autor que en la actualidad está iniciando la educación superior en la ciudad de Buenos Aires. Escribió sus primeros versos siendo un niño, por influencia de los libros que recogió de la biblioteca de su padre, títulos de Mario Benedetti, Nicolás Guillén y Rubén Darío. A los quince años recibió un premio municipal por su breve poema: Awya Yala (Nuestra América Profunda). Ha ganado premios en su país por obras en prosa: Los tobillos y El refugio. Se encuentra finalizando su primer libro de relatos.
📩 Contactar con el autor: juanmartintorres [ at ] hotmail.com.ar
🖼️ Ilustración relato: Fotografía por Rantamplan / Pixabay [CCO dominio público]
Revista Almiar – n.º 88 – septiembre-octubre de 2016 – MARGEN CERO™
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