relato por
José Manuel Mariscal

E

ra una mañana como otra cualquiera. Me había levantado temprano para ir a trabajar. Siempre me levantaba unos quince minutos antes que Rubén. Me dirigía a la cocina y, aún con los ojos entrecerrados, me preparaba un café bien cargado que me despertara y un buen par de tostadas con mantequilla y mermelada. Mientras devoraba con gusto mi desayuno Rubén se levantaba y se metía en el baño a acicalarse. Él tenía por costumbre no desayunar. No sé cómo una persona puede ser capaz de no desayunar. Yo soy incapaz de salir de casa sin meterme algo en el estómago.

Rubén se tomaba su tiempo en el baño. Luego dicen de las mujeres. Medio en broma, medio en serio siempre le decía que tardaba tanto porque se sentaba a hacer sus necesidades y se quedaba dormido. Él lo negaba, pero una sonrisa nerviosa y un leve enrojecimiento de su rostro me indicaban que, si bien no le ocurría todos los días, alguna vez le había pasado.

Rubén tardaba tanto que a mí me daba tiempo a vestirme y aún tenía que esperar unos minutos. A veces, mientras esperaba, ponía la televisión y veía dibujos animados. Otras veces, si no hacía demasiado frío, me asomaba a la terraza a ver la calle. Siempre me ha gustado ver la calle totalmente vacía, tanto a primera hora de la mañana como en plena madrugada.

Aquella mañana me asomé a la terraza para hacer tiempo.

Nuestra terraza daba a una pequeña plaza, en la que unos cuantos bancos rodeaban toboganes, balancines y demás juegos para los niños. Durante la tarde era habitual escuchar los gritos de los niños mientras jugaban allí, sobre el suelo acolchado, especialmente preparado para ellos, mientras sus madres se sentaban en los bancos y conversaban de sus cosas. Yo a veces me imaginaba entre ellas en el futuro, pero aún no era el momento.

Normalmente, a las seis y media de la mañana, la plaza estaba desierta, pero aquella mañana no. En uno de los bancos había un hombre. Si me pidieran que diera una descripción de aquel hombre no creo que sirviera de mucho. Nada en su aspecto llamaba la atención. Ni demasiado alto, ni demasiado bajo. Ni demasiado gordo, ni demasiado delgado. Tenía el pelo negro, corto, sin lucir ningún peinado llamativo. Nada en su aspecto llamaba la atención. Nadie se daría la vuelta en la calle para mirarle.

Rubén salió del baño dejándolo por fin libre. Recogió sus cosas, me dio un beso de despedida y se marchó. Entonces entré yo en el baño y terminé de prepararme para ir a trabajar. Al salir por el portal pude ver a aquel hombre de nuevo, que permanecía allí sentado mirando al vacío.

Cuando regresé a casa serían las siete de la tarde. Llegaba siempre antes que Rubén, éste llegaría una hora más tarde aproximadamente. Decidí tomar algo para merendar y, tras ponerme un chándal y las zapatillas para estar más cómoda, me preparé un café y me dispuse a tomármelo con un pequeño trozo de tarta de manzana que tenía en el frigorífico. Como hacía buen día decidí merendar en la terraza. Así vería llegar a Rubén. Cuando me senté allí, con un agradable aire fresco como compañía, ya podía ver a los niños jugando en la pequeña plaza como cada tarde, y a sus madres charlando sentadas en los bancos. Entonces observé que el hombre al que había visto allí sentado aquella mañana permanecía allí, solo, sin hacer nada, mirando a un lado y a otro sin que pareciera que prestara demasiada atención a nada.

Pese a que estaba expresamente prohibido por orden municipal, y ratificada dicha prohibición por varios carteles allí colocados, algunos niños jugaban al fútbol en la placita. Al estar controlados por sus madres, allí sentadas, y además mostrar buena educación al detener su juego si pasaba alguna persona mayor que pudiera ser dañada por un pelotazo nadie le daba demasiada importancia. En un momento dado, el balón salió rodando lejos del alcance del que jugaba de portero y se dirigió poco a poco hacia aquel hombre que se encontraba sentado sin hacer nada en especial. El balón le tropezó en el pie y quedó muerto delante de él. Lo miró sin moverse de su sitio. El niño que jugaba de portero decidió acercarse a recoger el balón en vista de que aquel hombre no se lo devolvía. El niño simplemente se acercó y lo cogió. El hombre, sin cambiar de postura observó cómo el niño se acercaba, cómo se agachaba a recoger el balón y volvía por donde había venido, pero cuando éste apenas había dado un par de pasos del camino de vuelta su madre le llamó vociferando.

—¡Jesús! ¡Ven aquí!

El niño pateó el balón para dirigirlo a sus amigos y fue trotando hacia donde se encontraba sentada su madre. Cuando llegó su madre le agarró del brazo y empezó a decirle algo, sin duda le estaba echando una bronca. De vez en cuando podía ver cómo la madre miraba de reojo al hombre sentado en el banco, y cuando su hijo hacía el mismo gesto le hacía volver la cara hacia ella con la mano. Incluso en un momento dado la madre señaló al hombre durante un instante, para luego esconder la mano arrepentida de haber realizado dicho gesto.

En ese momento, ya terminada mi merienda oí, procedente del salón, la música que emitía mi teléfono móvil cuando recibía un mensaje de texto. Llevé el plato y el vaso a la cocina, fregué y después busqué el móvil para leer el mensaje. Era de Rubén. Llegaría tarde, justo para cenar. Odiaba eso. Odiaba no verlo apenas en todo el día. Una vez asumida la situación, me dispuse a ver una película hasta la hora de cenar.

Un par de horas más tarde llegó Rubén. La película había terminado poco antes. Me dispuse a preparar la cena. Él, a mi espalda, me contaba cómo le había ido el día en el trabajo y refunfuñaba por ello. Cuando creí que ya se había desahogado del todo y que se le había acabado el tema de conversación, le pregunté, únicamente por evitar el silencio.

—Oye, ¿te has fijado si seguía sentado en uno de los bancos de la plaza el mismo hombre de esta mañana?

―¿Qué hombre?

―Uno… no sabría decirte… uno moreno con el pelo corto.

Rubén se levantó del taburete donde estaba sentado en la cocina y se dirigió a la terraza. Volvió un par de minutos más tarde.

―Sí, hay un hombre moreno con el pelo corto sentado en un banco de la plaza. ¿Qué pasa con él?

―Nada, es que esta mañana cuando nos levantamos ya estaba ahí, y cuando he vuelto del trabajo seguía ahí. No sé, me ha llamado la atención.

―Ah, vale.

Rubén se quedó pensativo.

Mientras cenábamos, Rubén se levantó en un par de ocasiones a mirar por la terraza a ver si el hombre seguía ahí. Me puso algo nerviosa y le pedí que no lo hiciera más. Pero Rubén no se había olvidado de aquel hombre. En mitad de la madrugada me despertó.

―¿Qué pasa?

―El hombre.

―¿Qué hombre?

―El de la plaza, sigue ahí.

―¿Y qué?

―¿No te parece extraño?

―Sí, un poco, pero no está haciendo nada malo, ¿qué más da?

―Voy a llamar a la policía.

En ese momento hice un fuerte esfuerzo por espabilarme.

―¿Para qué? ¿Qué les vas a decir?

―No sé, que hay un hombre de aspecto sospechoso.

Mientras lo decía ya estaba agarrando el teléfono.

―Haz lo que te dé la gana.

Me volví a dormir, pero un rato después Rubén volvió a despertarme.

―Ya ha llegado la policía, ven a la terraza a ver.

A regañadientes y con los ojos entrecerrados le hice caso. Desde la terraza, parcialmente ocultos tras las cortinas, pudimos ver a dos agentes de la policía realizando preguntas a aquel hombre. Éste parecía responder con tranquilidad a todas y cada una de ellas. Al cabo de unos diez minutos los dos agentes se despidieron de él, se introdujeron en el coche patrulla y se marcharon de allí. Rubén parecía decepcionado.

―¿Ya está? ¿Sólo eso?

―¿Qué esperabas? Si no está haciendo nada… volvamos a la cama.

A la mañana siguiente, mientras esperaba que Rubén saliera del baño me asomé. El hombre seguía allí. Una vez Rubén se hubo marchado me apresuré a prepararme para ganar algo de tiempo. Al salir al portal crucé la placita para dirigirme a aquel hombre. Cuando llegué junto a él me miró con cierta sensación de asombro. Me dirigí a él.

―Buenos días.

―Buenos días.

―¿Se encuentra usted bien?

―Sí, ¿por qué? ¿Tengo mal aspecto?

―No, la verdad es que no. Es que lleva usted aquí sentado desde ayer a primera hora de la mañana.

El hombre realmente parecía sorprendido por mis preguntas.

―¿Existe algún problema?

―No, sólo tenía curiosidad. Quería saber si se encontraba aquí sentado por algún motivo en especial.

―Bueno, me apetecía sentarme y este es un sitio tan bueno como cualquier otro.

Como se me estaba haciendo tarde ya y me daba cuenta de que la conversación no llevaba a ninguna parte me despedí.

―Bueno, le dejo, que tengo que ir a trabajar. Espero no haberle molestado.

―No se preocupe, tenga usted un buen día.

―Gracias, hasta luego.

―Hasta luego.

Mientras me deseaba un buen día aquel hombre me sonrió.

Aquella tarde volví del trabajo y el hombre seguía allí. Quise saludarle desde lejos pero no dirigió su mirada perdida hacia donde yo me encontraba. Subí a mi casa y, al igual que el día anterior me dispuse a merendar en la terraza. Los niños jugaban en la plaza. Sus madres charlaban allí sentadas, y aquel hombre simplemente no hacía nada.

De repente, sin motivo aparente, una madre se levantó del banco interrumpiendo bruscamente la conversación que mantenía con sus compañeras y vociferó:

―¡Eh, usted! ¿Qué se cree que está haciendo?

Me di cuenta que se dirigía al hombre que no hacía nada. Este miraba a un lado y a otro buscando el destinatario de aquellos gritos hasta que se dio cuenta, sorprendido, de que iban dirigidos a él. La madre hizo un gesto a una niña, que debía ser su hija, para que se dirigiera hacia sus compañeras de charla, y se colocó delante de aquel hombre y le siguió gritando.

―¿Qué se cree qué estaba haciendo, sinvergüenza?

No podía oír lo que el hombre decía, pero daba la sensación de no saber de qué le estaban hablando.

―¡Estaba mirando a las niñas, cerdo asqueroso!

Me di cuenta de que el hombre abrió los ojos como platos. Por sus gestos pude darme cuenta de que negaba rotundamente que hubiera estado mirando a las niñas. Yo había estado observando la escena mientras merendaba. Era cierto que no había estado muy atenta, pero no me dio la impresión de que miraba a nada ni nadie en concreto, igual que el día anterior. La discusión entre madre y hombre siguió hasta que, para mi sorpresa, la mujer asestó una bofetada al hombre, para acto seguido dar media vuelta y marcharse de allí cogiendo de la mano a su hija. El resto de madres la imitaron y en unos instantes en la placita únicamente quedó aquel hombre, sentado, acariciando con su mano la mejilla donde había recibido la bofetada.

Cuando Rubén llegó se lo conté. Él oyó la historia con una mezcla entre curiosidad y extrañeza.

―¿Y estaba mirando a las niñas?

―A mí no me ha dado esa impresión, aunque es cierto que no estaba demasiado atenta.

―Bueno, cualquiera sabe, aunque lo haya hecho o no, ciertamente es extraño que un tipo se quede sentado casi dos días enteros en un banco sin hacer absolutamente nada.

Aquella noche oí un ruido en la calle que me despertó. Me levanté y me dirigí a la terraza, no quería asomarme a la ventana de nuestra habitación porque tendría que subir la persiana y el ruido despertaría a Rubén. En la terraza me oculté tras las cortinas y observé horrorizada cómo cuatro sujetos, con el rostro cubierto con sendos pasamontañas pateaban al hombre del banco, que rodaba por el suelo, acurrucándose con el único objetivo de amortiguar los golpes lo máximo posible. Estuve a punto de emitir un grito, pero Rubén apareció detrás de mí cubriéndome la boca. Le había despertado al levantarme, y me había seguido porque también le habían llamado la atención los ruidos.

Una vez el hombre del banco no podía moverse de tantos golpes como había recibido, Rubén y yo pudimos observar claramente cómo uno de aquellos sujetos tomaba una garrafa en sus manos. Por las ropas que llevaba y su figura reconocí a aquel hombre. Le había visto más de una vez en la placita con su mujer y su hijo pequeño. Era el padre del niño que había ido a recoger el balón a pies del hombre del banco. Derramó la garrafa sobre el pobre hombre. Por el olor nos dimos cuenta de que era gasolina. Rubén tapaba mi boca y evitó que gritara pero no pudo evitar que se me saltaran las lágrimas. Al darse cuenta de lo que iba a ocurrir quiso evitarme aquella horrible imagen. Me introdujo en el salón y me acostó en el sofá recostándose sobre mí. Me susurraba al oído.

―Tranquilízate. No hagamos ruido. Tranquilízate. Sé que es horrible, pero por favor, tranquilízate.

Levanté la vista. La terraza estaba a nuestra espalda pero las llamas iluminaban toda la estancia, y pese a los esfuerzos de Rubén por evitarme aquel horror, pude oír claramente los gritos de dolor y desesperación del hombre que no hacía nada.

 

separador texto José Manuel Mariscal Eligio

 

José Manuel Mariscal Eligio. Autor natural de Sevilla. Fue finalista del VII certamen de relato corto para jóvenes talentos de Booket, publicándose su relato Pedazos en la antología Tiempo de relatos VII (Editorial Booket, 2010); ganador del II Premio Blogosur (2012) en la categoría de Mejor Blog Sevillano de Deportes por el blog Amigos de Colusso Vs. Amigos de Kukleta (junto a Rafael Lamet) y finalista del II Certamen de relatos de terror La Mano Fest (2014) por el relato El niño. Participó, asimismo, con el microrrelato Nada en 80 Microrrelatos más (Mundopalabras, 2013). Tiene dos novelas publicadas: Dioses de Barro (Amazon, 2012) y Todopoderoso (Valinor, 2015). Participa en diversas publicaciones en Internet, entre otras: Revista Tiempos Oscuros, n.º 3 (Julio 2014) y Revista Penumbria, n.º 21 (Septiembre 2014).

📩 Contactar con el autor: jose28483 [at] gmail [dot] com

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 Ilustración portada: Caballos, por speedx / Pixabay [dominio público].

 

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