relato por
Gonzalo Campos Suárez

 

A

vanzaba hundiendo el pavimento en las raíces de la tierra. Polvo y guijarros salían disparados por el efecto rotatorio de las orugas sobre aquel vetusto suelo castigado por los proyectiles y las bombas.

Los vecinos asomaban tímidamente las cabezas a través de las ventanas. El miedo a un terremoto que sepultase sus casas les puso el corazón en un puño. Pero no, eran los escoceses, regresando tras el armisticio: Camiones de transporte, jeeps, motocicletas con sidecares acoplados y, encabezando el desfile, Matilda. De su cañón Ordnance Quick-Firing de dos libras pendía la Cruz de San Andrés, que oscilaba en el aire por efecto de la brisa. El cortejo iba flanqueado por filas de soldados que, desprovistos de marcialidad alguna, parecían un grupo de artistas itinerantes más que un ejército. Fumaban y reían, felices de encontrarse ya a salvo y camino de sus hogares. Soltaban lindezas a las aldeanas, incluso a las menos agraciadas, que se sonrojaban ante las miradas reprobatorias de sus maridos y sus padres.

Se dirigieron a la iglesia, de cuya torre colgaba la campana sorprendentemente intacta, pues la construcción de piedra había desaparecido por completo. Comenzó a tañer, y los escoceses pensaron que era en homenaje a su llegada, pero se equivocaron. Hubo quien, empujado por la vanidad del que cree haber liberado a un pueblo, se animó a saludar a los oriundos sin recibir casi respuesta. Gestos torcidos les devolvían miradas recelosas y expectantes. Desaparecían de repente en el interior de las viviendas, para volver a aparecer después, con una pipa o un cigarrillo prendidos en sus bocas.

Giraron siguiendo el muro que continuaba lateralmente la fachada, cuando la comitiva se detuvo. Dos soldados aprovecharon para tontear con una joven que acarreaba un cubo de leche recién ordeñada. Consiguieron beber un poco haciendo un cuenco con sus manos. Otros se sentaron en el suelo y apoyaron sus fusiles en los laterales de los vehículos. Uno incluso aprovechó para echar una cabezada.

Pasaban los minutos y no se movían. El capitán comenzaba a irritarse cuando observó que se le acercaba el sargento Atkinson con aspecto desasosegado.

—Mi capitán —dijo, con tono solemne—, tenemos un problema.

El capitán se irguió sobre su asiento como un resorte, para hacer más patente la diferencia de rango: «Hable, sargento». Éste tragó saliva: «Hay un obstáculo en la carretera y Matilda no puede avanzar». «¿Cómo…? —respondió, al tiempo que el sargento se iba haciendo más y más pequeño—. ¿Y viene usted a molestarme por tamaña minucia? ¡Soluciónelo ipso facto y no regrese hasta haberlo conseguido!, ¿está claro?». El sargento se cuadró y salió corriendo en dirección al tanque.

Parte de la escolta había tomado la curva, pero el resto permanecía aún en la calle principal, por lo que no podían ver lo que ocurría más adelante. El chófer del capitán se debatía entre pedir permiso o no para estirar las piernas, cuando su superior, perdida la paciencia, estalló en un grito que silenció a todo el batallón: «¡Que venga aquí el sargento… y que venga ya!». En pocos instantes apareció de nuevo junto al coche. Se quitó la gorra en claro signo de sumisión, y mirando al suelo dijo: «Mi capitán, no hay manera; he intentado razonar con él, pero nada. Quizás  debería  usted…».  «¿Cómo…?  —al igual que la vez anterior—. ¿Es que ahora tengo que hacer su trabajo…? ¡Narices, quítese de en medio!» —y descendió del vehículo encaminándose con inquebrantable decisión al epicentro del conflicto—. «Si quieres que las cosas se hagan, hazlas tú mismo» —pensó, al tiempo que marchaba dando largas zancadas.

A escasos metros de la cabecera había formado un gran revuelo. Cuando advirtieron la presencia del capitán se apartaron.

—A ver, ¿qué es lo que pasa?

El cabo McLeod estiró el brazo y señaló el callejón. El capitán siguió la dirección que le indicaba hasta que su mirada se topó con la de un anciano que, sentado en una silla de enea, los apuntaba con una escopeta. Dio un paso para dirigirse hacia él.

—No lo intente capitán, no habla inglés.

Alguien dijo que el soldado Scott chapurreaba el italiano, así que lo mandaron buscar. Estaba durmiendo junto una higuera. El sargento lo despertó a puntapiés y se lo llevó casi a rastras.

El viejo seguía igual, impertérrito, sosteniendo el arma a las puertas de su casa.

—Dice que está harto —voceó el soldado Scott, tras acercarse y escuchar lo que le decía aquel hombre al oído. Volvió a agacharse para entenderlo mejor—: Que está en su porche y que no piensa levantarse.

El capitán realizó un gesto de incredulidad. ¿Era cierto lo que acababa de escuchar? Iban con el tiempo justo para el embarque, y un vejestorio les estaba obstaculizando el paso. Hizo el ademán de acercarse, pero el anciano al ver su intención disparó al aire. Se detuvo en seco. No había ganado la guerra, manteniendo el pellejo intacto, para recibir ahora un balazo. Los demás pensaban de la misma forma.

El sargento Scott trataba de convencerlo con distintos argumentos, pero el viejo se mantenía inalterable apuntando a Matilda con su escopeta. Si apreciaba algún movimiento sospechoso volvía a disparar al aire, para recordar a todos qué ocurriría si alguien intentaba hacerse el valiente. Lo miraban preguntándose si sería capaz de apretar el gatillo. Entornaba los párpados, que de vez en cuando se frotaba con la mano izquierda, mientras con la derecha sostenía el arma sin bajar la guardia, sin flaquear un segundo, para no dar opción a pillarlo desprevenido.

Había regresado a su casa tras seis meses de ausencia. Tuvo que abandonarla cuando el bombardeo. A su vuelta la había encontrado destrozada y saqueada. No le quedaba nada salvo las ruinas. Su esposa, con la que había celebrado las bodas de oro dos años atrás, había fallecido durante aquel tiempo de huida en el que enfermaron por el frío y el hambre. La guerra le había arrebatado todo. Sólo le quedaba aquel amasijo de ladrillos rotos, paredes descascarilladas y madera desvencijada, a punto de venirse abajo. Debían buscar una alternativa porque él no se movería de allí ni un milímetro. Estaba en su derecho. Eran su casa, su porche y su aldea. Ellos no podían exigirle nada. Que diesen la vuelta, porque no pensaba retirarse de su sitio hasta que decidiera acostarse.

El capitán, hombre dado a soluciones perentorias, indicó al cabo McLeod que ordenase apuntar con el cañón a la casa del anciano. El soldado Scott le informó de que debía deponer el arma y dejar libre el callejón. En caso contrario, su casa sería devastada por Matilda.

—¡El ejército del Rey Jorge no se detiene ante nada! —el soldado Scott  traducía  palabra  por  palabra  la  verborrea  imperialista  de  su capitán—. Está usted atentando contra el ejército aliado, atentando contra el orgullo y la dignidad de una nación. Como súbditos del Rey, no podemos tolerar su ignominia —Scott no sabía traducir al italiano las palabras orgullo, dignidad e ignominia, pero jamás habría revelado su limitación—. Por tanto —continuó—, le damos diez segundos para abandonar su postura y plegarse a nuestros requerimientos. Si persiste en su intención, daré la orden de abrir fuego.

Y comenzó la cuenta atrás: «Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡FUEGO!».

Pero no pasó nada. El soldado Crane, responsable del cañón, se negó a ejecutar la orden. Fue puesto bajo arresto por el capitán. La multitud se disolvió y el jefe del batallón notó por primera vez desde el comienzo de la incursión, desde el desembarco en Sicilia, cómo sus hombres le daban la espalda. Sin embargo, el viejo no esbozó gesto alguno. No aireó su victoria. Su actitud era decidida. Diríase que no se hubiese movido de su sitio si el tanque hubiese disparado finalmente. Aquel hombre era intocable, pero ellos aún no lo sabían. Podría haber permanecido allí hasta caer muerto. Su decisión era inexorable, inequívoca, más recia que el blindaje de la propia Matilda.

No existía otro camino. Ese callejón daba acceso al puente. De no atravesarlo perderían más de una jornada en el rodeo. El capitán tomó del brazo a su sargento y dieron un paseo por los alrededores. Estaba desconcertado, pero debía buscar una solución. Era un tipo listo y sabía que, tras lo ocurrido, el uso de la fuerza le haría perder autoridad sobre sus hombres que, cansados de tanta guerra, se habían decantado del lado del anciano, de sus demandas, más cercanas a las de la tropa, que ansiaba regresar a sus hogares junto a sus familias, sus mujeres y sus hijos.

Le ofrecieron dinero, a lo que el viejo respondió con su silencio. Le hablaron de reconstruir la casa. Su Majestad se haría cargo de los gastos para que pudiese retomar su vida. ¿Qué quería, pasar el resto de sus días como un mendigo? ¿No prefería disponer de una vivienda digna, donde poder dar descanso a un cuerpo castigado como el suyo? De nuevo, el silencio se erigió en protagonista.

Y llegó la noche.

Esperaban que el anciano, agotado, claudicase. Cuando ya casi no se veía nada, por fin se movió. Todos prestaron atención a lo que parecía el prolegómeno de su rendición. Pero lejos de ceder, revolvió en el interior de una bolsa de tela que reposaba a sus pies, de la que extrajo un candil que prendió con ayuda de un encendedor de gasolina. Luego se incorporó sobre la silla de enea y volvió a adoptar su postura inicial, en la que lo habían encontrado por la mañana.

Cayeron extenuados como fichas de dominó. Unos antes y otros después terminaron durmiendo al raso, esperando el amanecer y el devenir de los acontecimientos. El capitán resolvió retomar las disquisiciones al alba, y se acopló como pudo en la parte trasera de su jeep. Toda su vida recordaría aquella noche de Walpurgis, atravesada entre funestas pesadillas.

Se incorporó con la espalda contracturada sin haber pegado ojo. Un velado manto de luz iluminaba tímidamente el cielo. Abandonó el vehículo y se dirigió con paso decidido a donde se encontraba el viejo. Se detuvo a escasos metros. Observó en su rostro los estragos de la vigilia: Sus ojos reposaban sobre dos enormes bolsas, templaba y mantenía apretadas las mandíbulas. La escopeta daba cabezazos apuntando a cualquier sitio. Le costaba mantenerla derecha. Parecía que iba a desplomarse de un momento a otro. Se quitó la gorra de oficial y le preguntó: «Buen hombre, ¿qué puedo hacer por usted?». Éste, elevó sus ojos y lo miró fijamente. Pasaron aún unos segundos: «Pídame perdón», le contestó. El capitán, después de un instante, apretó la gorra y bajó la cabeza: «Por favor, perdóneme», respondió. «¡De rodillas!», gritó el anciano con la poca energía que le quedaba. El capitán no dudó un segundo y se arrodilló frente a él. Luego lo hizo el sargento y más tarde el cabo McLeod. Uno tras otro imitaron a su capitán y clavaron las rodillas en el suelo pedregoso. Se mantuvieron muchos minutos así, nadie osaba levantarse. Cuando pasó un rato, el anciano se tambaleó y cayó golpeándose la cabeza. Sangraba profusamente. El capitán corrió hacia él y le sujetó el cuello. Lo depositaron en el interior de su vivienda, le curaron la herida, y se hizo una colecta entre todos que depositaron convenientemente en uno de sus bolsillos.

Cuando el batallón retomó la marcha y ya enfilaba el puente, el capitán ordenó que se detuviera. Se incorporó sobre el cuerpo de acero de Matilda y desató la Cruz de San Andrés, que él mismo desplegó sobre el cuerpo de aquel hombre durmiente —a sus ojos, la esencia misma de la dignidad—, que habitaba en aquel momento un sueño:

El sueño de los justos.

 

relato El viejo y Matilda

 

Gonzalo Campos Suárez. (Palma de Mallorca, 1976). Es médico y escritor. Ha participado en las antologías de narrativa breve Generación Subway y Cuentos de Navidad (Editorial Playa de Ákaba, 2015), así como en Miradas sin fronteras (Ediciones En Huida, 2015). Ha colaborado con distintas revistas literarias en España y Latinoamérica: La bolsa de pipasAriadnaAlmiar -Margen Cero- (relato El halago), El toro celesteMinificción. Sus cuentos han aparecido también en prensa escrita: Diario El País, Diario Sur. Es dramaturgo y programador artístico de Microteatro Málaga. Autor de las obras Strindberg 1888 – La más fuerte y Humulus el mudo, ambas adaptaciones de los originales de August Strindberg y Jean Anouilh, que han sido representadas en Madrid y en Málaga dentro de los Programas Oficiales del XXXII y XXXIII Festival Internacional de Teatro (circuito «OFF»). Su pieza original Celoso azul, ha sido publicada en el número 85 de la revista de teatro Ñaque.

📧 Contactar con el autor: gcs76 [at] hotmail [com] com

📷 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez © (De la muestra Belchite)

 

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