relato por
Gonzalo Campos Suárez

C

ogió el diccionario al llegar a casa y buscó con calma, dilatando el momento en el que la letra «i» le susurrara a los ojos toda suerte de definiciones que, flanqueadas por rutilantes sinónimos a modo de escarapelas, regalarían a su ego maltrecho unos instantes de paz. Se demoraba en cada página, saltando de una a otra con suficiencia, sabedor de su poder absoluto sobre aquel anaquel de palabras, bulbo primigenio de su lengua.

Instruido.

Un mozo había sido el que horas antes le había entregado la  nota.  Al  llegar  a  su  escritorio  se  detuvo  en  silencio. Cocotte —apelativo con el que había sido bautizado por sus compañeros de la Oficina de Asuntos Sociales— elevó sus anteojos tras recibir una vaharada de bergamota y flor de azahar, que emanaba de un sobre que parecía albergar en su interior el mismísimo bosque de Brocéliande. La dejó a buen recaudo en el interior de su abrigo y tras finalizar la jornada salió a la calle.

Caminaba jubiloso bajo las farolas de gas, acariciando a cada instante la lana que cobijaba aquella carta. Se regodeaba esperando el momento idóneo para diluirse en su lectura.

Pigalle ardía de bullicio; restaurantes y locales se agolpaban en la colina como sombras impetuosas. Penetró en Le Rat-Mort, pidió una jarra de cerveza y luego una segunda. Pagó con una moneda de dos sous. Permaneció sin hacer nada, echando de cuando en cuando una mirada furtiva al techo, a la pintura de Goupil. A su lado, un extraño individuo ataviado con una hopalanda azul y un sombrero de astracán apuraba un ajenjo mientras garabateaba unos trazos al carboncillo. En una mesa cercana, dos mujeres entradas en carnes degustaban sendos bíter entre retumbantes risas. El joven camarero sudaba sobrepasado por la clientela.

Cocotte asistía al espectáculo desde su privilegiada atalaya. El humo cargaba el ambiente, dotando a la atmósfera de un fulgor denso que adormecía los sentidos. Una tercera jarra hizo el resto.

Muy señor mío,

No está una acostumbrada a toparse con individuos como usted. En cuestión de unos minutos ha resuelto un asunto que me impedía dormir y me había robado el apetito desde hacía meses. Tratar así a las personas no puede más que granjearle satisfacciones. En un mundo en el que una mujer sola cuenta poco, que un resuelto adalid preste su capa en instantes de zozobra, convierte a aquel que lo hace en protagonista de un recuerdo imperecedero. No puedo más que deshacerme en mil gracias por solucionar con esa diligencia un problema tan acuciante. Seguro que esta noche cenaré con voracidad y disfrutaré de un dulce sueño.

Sin duda es usted un hombre instruido.

Afectuosamente suya,
Mlle Juliette.

La leyó repetidamente, analizando cada frase, cada palabra, cada sílaba: No está una acostumbrada…, un resuelto adalid…, protagonista de un recuerdo imperecedero… Regocijado por aquellas lisonjas se dejó embargar por una flameante vanidad que lo hacía flotar como una pluma a varios metros del suelo. Un adjetivo, instruido, coronaba el inventario de agasajos. Pero se preguntaba: ¿Exactamente a qué se referirá? ¿Tendrá que ver con mi presteza? ¿Tal vez con mi entendimiento, mi capacidad de razonamiento y mi juicio? ¿O quizás se trata de un modo de nominarlo todo a un tiempo? Y por otro lado: ¿Será posible que tras estas palabras se esconda algún tipo de afecto que no se atreve a mostrarme a las claras? Daba vueltas y más vueltas a sus dudas sin llegar a ninguna conclusión.

Instruido.

Sumido en redundantes divagaciones comenzó a sentir los efectos de la cerveza. Se incorporó para abandonar el lugar, lo que acrecentó un mareo inicial. Buscaba ansioso la puerta. Atrapado entre paredes de humo y rostros extraños repetía aquella palabra mientras avanzaba entre una marea de piernas en dirección a la salida: instruido, instruido… Tras un último escorzo dio un largo sorbo a la noche enfrentándose como un licántropo a la Luna. Tomó un simón y regresó a casa.


* * *

Continuaba allí, deslizando el dedo por el papel que escondía el gran secreto, la clave de bóveda, el germen de la catarsis. Lo atravesó un temblor al dar con ella.

Instruido.

Que tiene buen caudal de conocimientos adquiridos.

Conciso y rotundo, pero, ¿únicamente eso? En algún lugar de la biblioteca se escondía un diccionario de sinónimos. Se lanzó a por él ávido de explicaciones. No era suficiente; para nada era suficiente. Había más, lo notaba por dentro; había más, mucho más que aquellas simples palabras.

Instruido.

Ilustrado, sabio, erudito, docto.

Estaba a punto de desfallecer. Algo no encajaba. Eran términos burdos, huérfanos de alma, vocablos estériles. ¿Y la forma verbal?

Instruir.

Formar, educar, enseñar…, y por fin encontró lo que ansiaba:

ILUMINAR

Se sintió abrumado por la dicha. Tocado por la varita del destino había descifrado sus más íntimos secretos. Ocho letras nada más —¿era posible?— penetraron por sus ojos como flechas almibaradas disolviéndose en lágrimas. Gracias a ellas, sí, gracias a ellas había topado con el Santo Grial de su existencia.

 

* * *

La primera en recibir sus atenciones fue Mireille, una prostituta del Salón de la Rue des Moulins, que había sido multada por ejercer el oficio sin pasar los controles de salud del gobierno. Se llevaba las manos a la cara, enjugándose las lágrimas con un pañuelo ajado que extraía a cada rato de una de las mangas de su vestido. Sin recursos económicos, le habían advertido de que si volvía por sus fueros acabaría en la cárcel. No habría un segundo aviso.

Cocotte la calmó, le sirvió un vaso de agua y se explicó largamente con palabras dulces. La despidió con un: No se preocupe, deje el asunto en mis manos. Está usted hablando con un hombre instruido. Permítame que la ilumine

Se desvivió día y noche por solucionar el problema de aquella chica, hasta que consiguió que le retiraran la multa y que pasara sin contratiempos el preceptivo chequeo.

Continuó de la misma forma durante los meses siguientes. Corrió la voz por París de que había un funcionario de la Oficina de Asuntos Sociales que ayudaba a mujeres con problemas; no pedía nada a cambio. Todas llegaban al principio recelosas, pero tras su: Permítame que la ilumine…, abandonaban el lugar convencidas de haber alcanzado por fin la solución a sus pesares.

Su éxito no cayó en saco roto, pues llegaron a oídos del Ministerio toda suerte de alabanzas dirigidas a la figura del tal Alphonse, que no se sabía de dónde diantres había salido. En breve fue ascendido. Nadie volvió a referirse a él como Cocotte, sino como Monsieur Alphonse. Desde su nuevo puesto, de gran influencia, su fama creció de forma desaforada hasta que, como ocurre frecuentemente, su generosidad fue tornándose vanidad. No tuvo la mesura suficiente.

Aprovechó esa seguridad impostada para alcanzar otras metas. Se desposó con una conocida actriz que acudió a su despacho, a la que anonadó con un meloso discurso administrativo repleto de frases hechas y culminado por su ya clásico: No se preocupe, deje el asunto en mis manos. Está usted hablando con un hombre instruido. Permítame que la ilumine

 

* * *

Una tarde de agosto paseaba a orillas del Sena cuando creyó escuchar un grito a lo lejos. La luz del atardecer cegaba sus ojos, reflejada en las aguas que corrían furiosas por su cauce. Se quitó un elegante bonete negro y secó su frente; respiró profundamente sabiéndose feliz y dueño de sí. Volvió a oír el mismo alarido, pero por más que miró, no logró localizar su origen, así que, tras calarse el sombrero con mimo, dobló el pañuelo y siguió su camino.

La mañana siguiente apuraba un café y un brioche mientras ojeaba el París-Journal. Se quedó de piedra al ver la noticia:

«Un niño de seis años muere ahogado en el Sena»

Leyó el titular repetidamente. ¡No era posible! ¡Seis años! ¡AHOGADO!  ¿Fue  quizás  aquel  grito?  ¿Por  qué  no  hiciste nada? —se preguntaba atormentado—. De repente lo arrasó el recuerdo del instante en el que en vez de prestar atención al auxilio de un niño desamparado, a punto de ser digerido por aquellas aguas crueles, retocaba el lazo de su corbata y ajustaba el pañuelo en el bolsillo de su chaqueta, demorándose en un repugnante ritual dirigido al enardecimiento de su ego. Se observó por un momento convertido en el mismísimo diablo, asistiendo voluntariamente a la ejecución de un inocente. Bajó a la calle y compró uno tras otro todos los diarios disponibles. Quería saber más; quería que alguien advirtiese del error. No, no podía haber ocurrido tal cosa, porque si era así estaría condenado sin remedio.

Durante un tiempo se siguió hablando de la noticia, hasta que llegado un momento la historia del niño ahogado perdió lustre y fue sustituida por otra. París olvidó, pero Cocotte no. Había sido sentenciado a vivir cargando sobre su conciencia con aquel pesado fardo, día tras día, como si se tratase del propio Sísifo. Se ausentaba del trabajo para vagar por las calles que recorría alicaído arrastrando los pies. Nadie sospechaba lo que le ocurría. Comenzó a beber; inicialmente algún ajenjo suelto para levantar el ánimo, pero la cosa fue a mayores. Pasaba el día entero en Le Rat-Mort, mortificándose cada segundo con el recuerdo de aquella tarde de agosto. Ingería frenéticamente aquel licor de color similar al de las aguas del Sena. Debía beber lo que el pequeño —ante su inacción— antes de morir ahogado. Era preciso; estaba dispuesto a todo para sentar justicia.

Despedido finalmente del trabajo ante sus repetidas ausencias y su embriaguez, abandonado a su suerte por su esposa, que comenzó a frecuentar nuevas amistades, un día faltó a su cita puntual con «la hora verde» en Le Rat-Mort. Nadie le echó en falta.


* * *

Mademoiselle Juliette paseaba a su perro con sus andares habituales de dama elegante, cuando se detuvo un instante frente a una floristería; unas orquídeas blancas llamaron su atención. Las miraba embelesada, imaginando su fragancia a través del cristal. Tres hombres cambiaban impresiones justo a su lado.

—Hay que hacer algo con esta situación —dijo uno de ellos con gesto serio. Los otros dos asentían convencidos mientras miraban el periódico que el primero mantenía abierto de par en par—. Otro mendigo ahogado —continuó—. Hoy en día no hay forma de leer la prensa y toparse con una historia alegre.

Mademoiselle Juliette, que escuchaba la conversación, interrumpió:

—Disculpen caballeros, ¿es cierta esa noticia?

El que sostenía el periódico respondió:

—Completamente  cierta,  señorita.  Por  ese  maldito  río pasan   más   almas   que   por   la   mismísima   Laguna  Estigia —Mademoiselle Juliette afirmó con gesto rotundo sin saber muy bien a qué se refería.

—Desde luego que sí —respondió—, se nota que son ustedes unos hombres instruidos. Adiós señores.

Y se alejó con su andar refinado, mientras a su lado caminaba Colette, dando saltitos y agitando el rabo, feliz por sentirse la mascota más querida del mundo.

 

relato Gonzalo Campos

Gonzalo Campos Suárez. Es médico de profesión y colaborador habitual en distintas revistas literarias (La bolsa de pipas, El toro celeste), dramaturgo y productor teatral en Microteatro por dinero (Málaga). Su pieza corta Strindberg 1888 – La más fuerte, adaptación simbolista del original del autor sueco, ha sido representada en Madrid y en Málaga, dentro del XXXII Festival Internacional de Teatro.
El relato aquí publicado forma parte de un libro inédito pendiente de publicación. 

Contactar con el autor: gcs76[at]hotmail.com

 Ilustración relato: Foto por Matteus Silva, en Pexels

relato Gonzalo Campos Suárez

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