relato por
Claudio Rizo
E
sta mañana me asomé a la ventana, como pocas veces. Tengo la fea costumbre de levantarme hecho un rayo, como si el día fuera para mí una competición, contra el tiempo o contra mí mismo. Ni yo lo sé. Pero corro. Café, tostada y aseo, todo en apenas treinta minutos. En cambio hoy detuve la maquinaria, sin querer, dándole un golpecito, apenas sutil, al botón de cámara lenta en la seguridad de que nada habría más allá de esas prisas que conspiraban contra mi tranquilidad.
Era sábado. Rompía un cielo uniforme y liso; cualquiera diría que en las alturas fuera a disputarse aquel fin de semana una partida de billar entre ángeles que habían quedado para echarse unas cervecitas y unas risas a cuento del juego. Entonces decidí acercar la mesa corredera a la ventana, con ese café, esa tostada y el semblante relajado. La mesita era un modesto tablero, de esos cuyos miembros te venden desmontados, en bolsas separadas y que a cualquiera medianamente mañoso le distraería su montaje si acaso una hora, pero que a mí me tuvo toda la tarde de un viernes enfrascado en su infinito universo de tornillos, roscas y ruedas imposibles. Recuerdo que tras montarla, por un instante me creí ser capaz de cualquier cosa. De levantar con mis propias manos una casa, incluso un palacio de palillos sobre un estanque manso.
Al poco del primer zarpazo al pan, observé desde mi piso a través del cristal la imagen de una mujer de cierta edad que caminaba distraída, de la mano de otra, bastante más joven, como canturreando… o quizá contándose cosas, a sí misma, quién sabe, por la acera de enfrente. Entonces la reconocí, desde arriba… y supe que se trataba de la misma mujer con la que me había tropezado un mes atrás, tras una noche de esas que a las mil me marco entre pecadillos de licores y acaloradas discusiones en un bar… y ya, volviendo, de retirada a casa, vencido y empujando los pies con mis propias manos.
Portaba aquella noche un bolso fino, la mujer. Muy aparente. Aunque por sus andares, vacilantes, mirada difusa y ropajes levemente ajados, pensé que bien pudiera ser un bolso de falsificación perfecta adquirido en la Explanada alicantina por quien cree vivir una vida que no tiene, o por quien, simplemente, vive la que sueña en su particular espacio reservado a la fantasía. Me topé con ella en un cruce esquinero. Y le di la sonrisa, la que se entrega sin complejo en la madrugada. Y ella me devolvió, la suya, vacilante… Ofreciendo:
—¿Un cigarro, joven?…
—Atrevimiento tiene vuecencia —se me ocurrió soltar…
A las tres de la mañana, justo cuando el campanario gritaba el parte horario, ocupamos el banco de un parque sobre el que se precipitaba la escarcha de una primavera que no se atrevía del todo a enseñar su mejor cara. Treinta años, o cuarenta, intuí, separaban nuestros dos vagabundeos de callejeo, cruzados y unidos en aquel momento por el humo del cigarro que serpenteaba a nuestro alrededor como una tela de araña que nos invitaba al diálogo…
Me contó que había servido a grandes y dignas causas, siendo joven, algo más que yo entonces. Que había sido doncella… asesora de reyes, animadora de fiesta y hasta profesora de una bonita escuela levantada en lo alto de una montaña inexistente, a donde acudían los niños a aprender las tablas de multiplicar, o a leer El Quijote, y donde luego, al final de cada clase, deglutían fornidos churros calientes con chocolate, o buñuelos, en el mejor de los casos, si era festivo. Vivía sola, me dijo. Ahora, que estaba jubilada, leía novelas. Y era feliz. A su manera. Madrugaba, tanto que todavía con la necesidad de darle a la luz artificial para seguir el rastro de las aventuras, infidelidades o cuentos de hadas sin final entre las hojas de un libro que quizá quedó la noche anterior abierto de par en par sobre su pecho poco antes de dejarse ir entre los vaivenes del sueño.
Aquella mañana, esa y no otra, en la que decidí desterrar de mis costumbres la palabra ‘prisa’ y, oteando desde mi ventana, reconocí su silueta bajo aquel cielo en el que los ángeles jugaban al billar, la imagen de aquella mujer, abajo, en la calle, sujeta a la mano de otra, posiblemente la de su hija, que la protegía, me recordó que hay mundos, tantos como personas, invisibles, muchas veces; extraños… pero especiales y luminosos para quien decidió atrapar la vida y sus colores desde los ojos de una infancia eterna…
Claudio Rizo Aldeguer es un autor alicantino.
@ Contactar con el autor: claudiorizo[at]hotmail[dot]com · FB: facebook.com/claudiorizo
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Ilustración del relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 63 / marzo-abril de 2012 – MARGEN CERO™
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