artículo por
Claudio Rizo
E
s curioso comprobar que hasta en las tareas más cotidianas uno puede encontrar, sin buscarlo, una especie de túnel inesperado que le transporte en un golpe de vista a veinte o veinticinco años atrás. La mente, que gusta viajar a empellones de olores, sabores o imágenes, lo tuvo fácil aquel día para tomar el puente aéreo a mi infancia en cuanto lo vi; al instante en que ese objeto se posó entre mis manos cual pajarillo agradecido y descorrió el cortinaje del presente dejándome entrever el paisaje antiguo de una vida, la mía, iniciático y atolondrado. Me pasó hace poco, un sábado cualquiera llamado en principio a no responder a demandas sociales ni lúdicas, que me levanté con el propósito innegociable de dotar de cierta pátina de dignidad a lo que, tras un viernes jacarandoso en casa con amigos, había dejado el salón prácticamente convertido en un campo de minas o en el escenario de una reyerta entre cónyuges despechados. A eso me di, a la mañana de ese sábado, en buena lid, con saludable humor y con todavía cierto resto legañoso no bien expurgado zahiriéndome el lagrimal.
No lo suponía de okupa en casa entre la hilera de mis libros legendarios situados en un estante; más bien lo hacía abandonado a los vaivenes de un destino huidizo y desheredado de mi memoria y de mi tacto, al pobre infeliz; despeñado a un abismo ignominioso por mi falta de prevención. Confieso. Es lo que normalmente pasa si uno ha mudado varias veces de piel, por joven que aún sea, que más difícilmente recuerda qué escamas se le han desprendido en la bifurcación de un camino y cuáles otras siguen cubriéndole en el tráfago confuso y vibrante que implica el inicio de algo nuevo. En la portada de ese libro «hallado», armada de un cartón sobrio aunque magullados sus vértices como si la mala vida por él hubiera deambulado, se ve a Simon Legree golpeando al tío Tom. Vívido y luciendo realismo a toneladas, como queriendo lastimar los ojos del lector con ese látigo… Se trataba de una edición coloreada en la que H. Beecher Stowe erigió un monumento contra el racismo y que valdría en su día de albañal y depuración de las mentalidades pútridas e infectas que a la sazón moraban por aquellos predios. Los suyos. En La cabaña del tío Tom.
Al abrirlo, sus tapas emitieron un latido dolido de cancela oxidada o desvencijada que me sugirió el reparo de quien vuelve a penetrar en el sobrecogimiento de una habitación demasiados años cerrada. Adentro, en los intestinos de aquel tesoro redescubierto, escuchimizado y silencioso, se encontraba el hatillo de cuartillas que mi padre me «instó» a redactarle, y a entregarle, día a día, capítulo a capítulo, en febrero de 1986. Quién sabe si ante mi rácana predisposición a todo lo que fueran palabras hiladas sobre un papel o, más cabalmente, por cualquier otra desangelada desmotivación que apreciara el autor de mis días en cuanto lo mío hacia lo escolar.
Cosas de la vida, el párvulo que ya no era y que veía entonces el libro como la personificación del tedio y la desesperación más claustrofóbica, transitó, en un hipo, de la obligación a la comprensión… y de ahí a la devoción. En nada. Apenas semanas. Y hasta hoy, ya mayorcito, en que no hallo día válido ni rentable sin hoja de un libro de por medio que me cuente, que me hable, que me diga lo que en su santo carajo disponga…
Fue el primer libro que por mis ojos se coló, de rondón. O sea, sin permiso. Pero bendita la orden inteligente que me dio papá, buscando quizá un escarmiento merecido a mi pasotismo… cuando, sin imaginarlo, con aquel chute de aventuras y latigazos literarios que me inoculaba, estaba ya despertando entusiasmos que me acompañarían y formarían para siempre.
Claudio Rizo Aldeguer es un autor alicantino.
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Ilustración del artículo: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 62 / enero-febrero 2012 – MARGEN CERO™
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