relato por
Guillermo Menéndez Turata

 

S

i te soy sincero, querido lector, nunca creí que mi anodina vida fuera tan apasionante como para merecer ser plasmada por escrito en una novela. Piénsalo: ¿a quién puede interesarle la vida de un mediocre escritor incapaz de hallar palabras adecuadas de las que poder vivir? Pese a ello, también es cierto que a lo largo de mi vida me he sentido siempre, inexplicablemente, observado por mil ojos anónimos, como si fuera un actor interpretando ante una gran multitud curiosa el papel de un afamado don nadie. Es posible que, como dice uno de mis pocos lectores, ello se deba a la existencia de un afán, oculto bajo mi cobardía innata, por protagonizar heroicamente gestas en mundos repletos de fantasía, pero no tengo mucho tiempo ahora para entretenerme buscando explicaciones psicológicas (además, no debería dar demasiada importancia a la opinión de alguien que paga por leer lo que escribo…).

¿Sabes cuál fue una de las primeras lecciones que recibí como aspirante a escritor? La importancia del conflicto. Mis mentores, célebres y consagrados autores del género fantástico-medieval, se encargaron de grabar a fuego en mi mente la regla: sin conflicto no hay historia. Ahora, que vivo (malvivo, mejor dicho) de mis relatos, como siempre soñé (bueno, no exactamente…), soy consciente de que muchos grandes escritores prescindieron de ese absoluto y crearon obras realistas carentes por completo de conflictos y a las cuales suelo referirme despectivamente empleando el término «ultradescripciones» (será mejor que hable de los escritores realistas en otra ocasión porque no me gustaría que la primera vez que hablamos presenciaras uno de mis frecuentes enfados). Que alguien sea capaz de disfrutar leyendo páginas y más páginas de interminables descripciones que no dejan lugar alguno a la imaginación es algo que yo no he sido jamás capaz de comprender. Yo, como escritor de cuentos y buen alumno, siempre concibo mis historias a partir de conflictos aunque éstos no despierten ya demasiado el interés de los lectores, cansados de tantos mundos medievales y oníricos en los que múltiples razas hablan lenguas arcanas y pelean por conseguir objetos mágicos y dominar el universo.

Espero que el inminente auge de la tecnología cuántica acreciente el apetito por lo antiguo y remoto, aunque te confieso que, como soy ya demasiado mayor y me he cansado de esperar la llegada de la fama que con tanta hipocresía anhelo (has acertado: la desdeño en público y la ambiciono en privado), he decidido emprender la escritura de un relato completamente distinto a todos los anteriores; uno con el que estoy seguro de poder convertirme en el escritor más leído del siglo. (Te lo ruego, no me juzgues: tú también traicionarías todos tus principios literarios si la pobreza te acechara tanto como a mí).

¿Por dónde iba? Te pido mil disculpas, querido lector, por divagar demasiado, y también que comprendas que me cuesta no andarme por las ramas las pocas ocasiones en que tengo la oportunidad de expresar algunos de mis más privados pensamientos. Ah, sí, ya recuerdo; con tu permiso, prosigo.

Como en mi vida no ha habido nunca conflicto alguno (lo sé: odio las novelas realistas y toda mi vida podría perfectamente formar parte de una de ellas) me veo incapaz de imaginar qué puede llevar a alguien a comprar mi biografía. ¿Tú podrías soportar haber de leer miles de páginas en las que no se narra otra cosa que la vida de un humano cualquiera? Párate a pensarlo: ¿podrías leer, pongamos por caso, unas cuatro mil páginas dedicadas a describir en detalle los movimientos que inconscientemente realizo al dormir durante una noche concreta? No creo, sinceramente, que nadie pudiera hacerlo sin ser presa de la locura que sigue al aburrimiento extremo, y, pese a ello, tengo ahora razones para creer que la lectura de mi vida es obligada en algunas escuelas y facultades (¡en las cuáles llegan a escribirse tesis enteras sobre mí!).

Mi concepción de mi propia vida cambió considerablemente tras enterarme de que cuanto había hasta entonces considerado real (incluyendo a mis pocos amigos, mis obras, mi casa, mi estudio, mi editor…) no era más que un mundo ficticio creado por un renombrado escritor del mundo real aclamado unánimemente por los mejores críticos literarios. Por supuesto que sé que eso es imposible, querido lector; pero también sé que es tan cierto como que jamás lograré entender los bellos y fascinantes teoremas de la teoría analítica de números. (No, lo siento pero no tengo tiempo: el mensaje que debo transmitirte es en este momento más importante que la distribución de los malditos números primos).

Déjame que aproveche mi condición de escritor y te cuente cómo llegué a aceptar que, irónicamente, soy un personaje de cuento (al fin y al cabo, pocas son las veces en que puedo hablar de mi vida con otra persona).

Verás, cierta mañana de primavera me dirigía, como siempre, a mi estudio para tratar de avanzar en la redacción de un relato que debía ser publicado esa misma semana y al cual había dedicado largas noches infructíferas. Tampoco es sorprendente que me afanara por llegar, pues por culpa de una nueva avería doméstica ahora irrelevante salí de casa con casi dos horas de retraso. Seguramente ésa fue la causa de que no reparara entonces en la extraña ausencia de personas en la calle; no fui consciente de ello hasta mucho después, pero te aseguro que no había nadie: ni en los balcones, ni en los coches (que permanecían parados en la calle), ni en los comercios, ni en los monumentos turísticos…; supongo que ya te lo puedes imaginar, y que ahora creerás que soñé lo que estoy contándote, que te estoy mintiendo o, simplemente, que estoy loco. Puedo asegurarte sin reparos que no soy una persona del todo mentalmente sana; te ruego, sin embargo, que me permitas continuar porque ahora mismo no estoy delirando.

He vuelto a perder el hilo… Vale, sí. Como iba diciendo, tuve que salir tarde de casa y corrí hacia el estudio sin prestar atención a la ausencia de gente. Allí, naturalmente, tampoco había nadie, pero como eso no era del todo extraño (suelo escribir solo hasta el mediodía) me encerré en mi pequeña buhardilla y no salí de ella hasta, unas cuantas horas más tarde, haber terminado por fin el manuscrito. Supe en cuanto lo hube terminado que la razón por la cual había tardado tantos días era que en realidad mi mente no deseaba poner fin a esa historia por no saber qué hacer a continuación. Pese a ello, me sentí muy satisfecho con mi trabajo.

La felicidad que me invadió al finalizar la menos aburrida de mis obras, empero, dio paso rápidamente al terror porque fue entonces cuando me di cuenta de que estaba completamente solo, envuelto en un estremecedor silencio sepulcral; solo, sí, pero con la sensación de que algo me observaba detenidamente, como si estuviera esperando el momento oportuno para dirigirse a mí. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al ver que súbitamente cuanto me rodeaba había comenzado a temblar y amenazaba con desintegrarse, como si otro mundo hubiera entrado en contacto con el mío. Creí en ese momento estar inmerso en un sueño del que enseguida despertaría, pero lo cierto es que descarté la hipótesis por no haber tenido nunca un sueño tan largo y estable.

El temblor desapareció tan repentinamente como había comenzado. A los pocos segundos oí que se cerraba bruscamente la puerta del estudio y, todavía paralizado por el miedo (¿he mencionado ya que no soy el escritor más valiente?), pude ver por la ventana de la buhardilla a una sombría figura alejarse corriendo. Como si pudiera sentir mis ojos puestos sobre ella y oler mi pavor, se detuvo en seco y giró con rapidez su cabeza hasta dirigirme una gélida mirada impropia de este mundo que despertó mis más profundos temores. Mi frágil y turbada mente, incapaz por naturaleza de lidiar con lo terrorífico, decidió entonces sumirse en un profundo estado de inconsciencia para protegerme…

Al despertar seguía un poco obnubilado pero, por fortuna, me encontré rodeado por mis compañeros (por favor, no pienses bien de mí: soy un acérrimo misántropo que detesta la compañía humana, pero si he de perderme en un mundo silencioso habitado por sombras prefiero, como buen cobarde que soy, perderme acompañado). Una vez me hube recuperado plenamente entregué satisfecho mi manuscrito, con lo cual creyeron que mi extenuación se debía al haber trabajado tanto, lo que causó que parte de mi vergüenza se tornara de pronto en orgullo.

Ajeno a los sucesos acaecidos antes de mi desmayo (siempre es bueno saber qué conviene olvidar para poder vivir tranquilamente), me dispuse a soportar con toda la afabilidad que soy capaz de fingir los comentarios del encargado de «corregir» el estilo de los textos que escribo. Lo cierto es que en aquel momento me sentía extrañamente feliz, como si me hubiera desecho de una pesada carga.

Toda sensación agradable abandonó de nuevo mi cuerpo, desgraciadamente, en cuanto me hicieron saber que alguien había dejado en el estudio un extravagante sobre dirigido a mí. De pronto, todos los extraños sucesos del día regresaron violentamente a mi memoria sin que mi mente pudiera esta vez hacer nada por protegerme. Bajé a la sala principal con cierto miedo (en serio, ¿he mencionado ya lo valiente que soy?), sin poder quitarme de la cabeza la soledad abrumadora de antes ni la extraña figura que con sus ojos había logrado infundirme tanto terror. Bajé también con la tenue esperanza de que ese sobre no fuera más que una notificación del banco debida a mis reiterados impagos durante los últimos meses; menos mal que Pandora cerró la caja a tiempo.

Cogí el sobre que yacía sobre la mesa, comprobé que, como sospechaba, no había remite alguno y me dispuse a leer el contenido, que llevaba por título «Confesión». Al principio creí que se trataba de una broma de mis compañeros, pero me quedé estupefacto al leer las narraciones de hechos acontecidos en mi vida de los cuales nadie aparte de mí podría tener conocimiento alguno. Supe entonces que el autor, fuera quien fuese, estaba en lo cierto y que toda mi vida había sido un gran engaño.

Resulta que inexplicablemente mi autor triunfó vendiendo varias novelas (fotografías literarias, más bien…) en las cuales se detallan todos y cada uno de los acontecimientos de mi vida; no, querido lector, no estoy exagerando: realmente me refiero a todos, incluidos los más insignificantes, como cientos de descripciones ligeramente distintas y desmesuradamente completas de las calles por las que transito cada día (como él me dijo, no hay dos días distintos en que, por ejemplo, la iluminación de las calles sea idéntica, así que hay que describirlas nuevamente de forma constante), y los más personales, como mis sueños y pensamientos. ¿Lo entiendes? En esas novelas, cada una con miles y miles de páginas, se detalla absolutamente toda mi vida.

Pues bien, tras haber triunfado conmigo, mi autor decidió confesarme que no soy más que un personaje de ficción creado para satisfacer la más morbosa curiosidad del ser humano y dar así fin a la mayor crisis que la literatura había conocido desde la invención de la novela muda. Al parecer, mis biografías causaron una favorable sensación y gracias a ellas el público recuperó las ganas de leer y los escritores y editores sus trabajos. Supongo que ésa es la parte bonita de la historia, aunque no me hagas mucho caso porque, al fin y al cabo, soy un ser imaginario que sueña con crear mundos fantásticos que atraigan la atención de seres no menos irreales.

Reconozco que, teniendo en cuenta la gravedad de la noticia (¿cuántas veces se entera uno en la vida de que no existe?), la asimilé con una entereza impropia de mí, pero también debo reconocer (soy tan sincero como cobarde) que al principio me infundió miedo porque supuse que la confesión de mi autor se debía a que había decidido matar a su personaje más rentable o a que se disponía a crear un anfiteatro con palabras en el que poder experimentar conmigo de formas poco agradables para divertir a sus lectores (no creas que somos más civilizados que los romanos…). Cuando, empero, le expuse mis preocupaciones (sin haber de hacer algo más que pensar en ellas, por supuesto), me tranquilizó asegurándome que mi muerte estaba escrita desde antes de mi nacimiento (¡menudo alivio!) y que no abandonaría nunca su estilo hiperbiográfico para no traicionar a ninguno de los lectores que con ilusión esperaban impacientes cada año la publicación de la siguiente novela de mi vida y acudían asiduamente a las librerías a adquirirla. Ahora bien, si dejaran de comprar las novelas, me dijo, se vería seguramente obligado a producir mi muerte antes de lo previsto (¿se debía la tristeza que al decirlo noté en su voz a mi desaparición o a la pérdida de ventas?), aunque yo no tengo muy claro que siguiera existiendo si nadie pensara en mi vida, así que creo que no habría necesidad de matarme: bastaría, supongo, con dejar que me desvaneciera a causa del olvido (¿se te ocurre acaso muerte más plácida?). Sólo espero, por simple cobardía, por supuesto, que sus lectores conserven su locura por algún tiempo, si bien no demasiado (¿te imaginas que varios autores se encargaran de prolongar mi vida para siempre? Menudo aburrimiento, ¿no?).

Ah, sí, también me explicó que décadas atrás se había programado la realización de una película con los momentos más significativos de mi vida pero hubo de cancelarse porque se calculó que sería tan larga que ningún ser humano podría jamás verla entera y para rodarla se necesitarían demasiadas décadas. Saberlo me consoló un poco porque reparé entonces en que el problema que yo tenía con mi inexistencia no era nada comparado con el problema de los insólitos habitantes del mundo real (se habrán recuperado de la crisis literaria, pero desde luego no de la crisis de la crítica).

Por cierto, ya sé que en realidad sí que existo (¿puede acaso saber uno que él mismo no existe?), aunque en un sentido especial; te lo advierto, por tu bien: no trates de comprender qué es la existencia (lo cual es especialmente complicado cuando sabes que no eres del todo real, créeme) si no quieres acabar volviéndote loco.

Perdona de nuevo por entretenerme con asuntos tangenciales a mi mensaje. Continúo.

Recuerdo que lo último que me dijo antes de regresar a sus quehaceres (supongo que tendría muchas otras personas a las que crear) fue que estaba negociando con otros escritores de hiperbiografías para situar personajes de mundos ficticios diversos (algunos, me dijo, no muy distintos a mí) en mis entornos personal y laboral. Me pregunto, por ello, si mi nuevo vecino es en realidad el protagonista de alguna otra absurda historia leída en todo el mundo (¿lo sabrá él?).

Lo sé, lo sé: te estás ahora mismo preguntando por qué te cuento todo esto. ¿Qué más te da que yo no sea más que el protagonista de un cuento? Te aseguro, querido lector, que mi objetivo no es hacerte sentir lástima por mí (aunque si ello te impulsara a sentir también interés por los relatos que publico…). Te cuento esto porque no quiero que pienses que yo soy como mi autor. No: yo, querido lector, siempre cuidaré de ti aunque nadie compre mis obras.

El autor

 

separador relato Confesión

Guillermo Menéndez Turata (Tarragona, 1994). Es Ingeniero Informático por la Universidad Rovira i Virgili (Tarragona), estudiante de Matemáticas en la UNED y de Lógica en la Universidad de Barcelona y la Universidad Politécnica de Cataluña. A finales de 2016 publicó el libro Disertaciones filosóficas. Ha participado con uno de sus relatos en el n.º 43 de la Revista Narrativas.

 Contactar con el autor: guitu1994 [at] gmail [dot] com

Ilustración relato: Fotografía por Pexels / Pixabay [dominio público]

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