relato por
Adriana Tuffo
S
alimos a jugar para liberarnos de nuestras madres y de las otras mujeres, de las tías, las hermanas, las muchachas que ayudan en la casa como Assunta y Josefa. Son horas de alegría y de alivio, cuando terminamos las tareas que nos dan las tías, porque desde que llegó el mal no hemos asistido a la escuela. Pocos niños son los que van a clases, aquellos que por alguna razón creen que no se contagiarán. Nosotros no fuimos desde que en la cuadra se murió el Ale, un chico de seis años, rubio, medio colorado al que apodamos Alemán, Ale, Colo, era bueno, pero muy debilucho, como dice mi madre.
Jugamos al tejo, con la rayuela que nos dibujó mi madre en la vereda, a las escondidas entre los portales y los árboles añejos, recorremos las calles cercanas donde crecen los árboles más frondosos, buscamos pichones en los nidos de palomas, gorriones o calandrias. Siempre alguno quiere voltear un nido, se entusiasma por dejar desvalidos a los pobres bichos y empieza la batalla con los que queremos salvarle la vida a los que aún no han levantado vuelo. Entonces, para salir de esa situación y no terminar a las trompadas, yo propongo y si jugamos a las bolitas, o mejor nos vamos porque la vieja de enfrente nos está mirando sentada en su sillón.
Cuando el mal se llevó a la Maritrini, nos dimos cuenta de que estábamos cerca de ser las próximas víctimas, mi madre dijo que los niños se queden en casa y no fuimos más ni a la escuela, ni a clase del profesor Santos, un señor de manos sucias y grandes anteojos, quien nos acercaba al mundo del arte impartiendo sus rudimentarias técnicas de dibujo y pintura. Yo no quiero ser pintor, pero no me viene mal hacer esos mamarrachos que emocionan a mis tías y exagerando me auguran un brillante futuro. La que pinta bien es mi prima Carmencita, una niña pálida de trenzas negras y ojos achinados por las fiebres repetidas. Los cuadros de ella están colgados en todas las paredes, sobre todo en la sala, donde hay una especie de altar. La pobre fue la primera.
Mi padre no está con nosotros, es viajante, hace comisiones o maneja los camiones de alguna empresa que viaja al país vecino. Casi no lo vemos, no hace tanto tiempo que estuvo en casa, pero voy perdiendo el recuerdo su rostro, sí tengo memoria de su voz diciéndome quedáte quieto Tomás pero qué chico éste y yo hacía lo posible por escucharlo decir esas palabras, que era lo peor que podía pasarme, recuerdo sus manos tocando mi cabeza, jugando con mi pelo, sacudiendo el flequillo Tomás estás hecho un hombre vas a ser profesor o martillero público siempre hablando dale que dale qué chico éste. La última vez que lo vi fue la noche en que velamos a Carmencita, estaba con gesto triste junto al ataúd de la niña más pequeña de la familia. También aparecieron los tíos, los hermanos de mi madre, todos lúgubres. La muerte está dando un tinte negro a mi familia, nos tiene amarrados como a presas.
La casa está de luto, pero no es la única en el pueblo. Las mujeres se encargan de teñir las prendas, en todos los patios se prepara una hoguera para calentar agua en tachos o en grandes ollas, es una costumbre que los más chicos no entendemos; la muerte se empeña en recordarnos que está presente y la gente la acepta sumisa. Todo se tiñe, como si la tristeza por la ausencia de los seres queridos se empeñara en quedar impregnada en el color de las telas, hay que olvidarse de usar camisas floreadas, las faldas coloridas, los abrigos claros, las rayas, las flores, los cuadros han quedado absolutamente prohibidos; nosotros también llevamos luto, en el brazo. Cuando nos olvidamos de Carmencita, jugamos a los militares, formamos una fila, marchamos con paso firme levantando el brazo cortado en dos por la cinta negra para saludar a un general imaginario, lo hacemos siempre que no nos vea la tía Olga, porque nos acordamos de que un día le pegó un cachetazo a Josesito, su hijo, cuando lo vio levantar el brazo derecho y saludar así.
La mujer del sillón nos mira jugar, mientras escucha la radio, cuando podía caminar nos regalaba golosinas, le buscábamos el gato o le dábamos las cartas a cambio de caramelos o de trufas de chocolate y coco. Ahora ella está allí y nosotros acá, como en la rayuela va y viene por la casa, en la vereda buscamos llegar al cielo.
En mi casa ha crecido el silencio, no se habla mucho, porque las mujeres andan tristes y los niños solemos jugar afuera para olvidarnos de la muerte. Cuando le tocó a Maritrini, la hija de Josefa, empezamos a pensar que las madres tenían razón en no querer que saliéramos a la calle.
Maritrini siempre andaba con nosotros, era uno más, no tenía los modales de las niñas, ni lloraba cuando se raspaba las rodillas, se aguantaba un empujón o un grito, trepaba los árboles, subía a los techos a buscar la pelota, saltaba los tapiales, era la primera en robarle las mandarinas a las Calois. Cuando comimos la fruta no nos importó que estuviera verde, nos hizo mal, seguro que fue por las mandarinas, fue la fruta dijo mi madre a la tía Olga, no va a pasarles a ellos también.
No dijimos que habíamos estado en la casa del Ale, recorriendo las habitaciones vacías, tocando aquí y allá, que nos quedamos con sus cosas, la gorra, la pelota de cuero, el camión de madera, el yo-yo, no quisimos que nos dieran el sermón que teníamos aprendido de memoria que no tienen que andar por donde pasó la muerte, que bastante ya tenemos en casa con lo nuestro. No queríamos que nos dieran esos tés horribles que hacen y esos ungüentos raros que nos pone Assunta en la panza cuando decimos que nos duele, aunque sea para no comer alguna comida que no nos gusta. Cuando empezaron los movimientos extraños en el vientre, los cuatro supimos que era como lo de Maritrini, diarrea, fiebre, calambres, vómitos. Se va la vida por el culo. Es así como se fueron todos. La muerte no tiene pudor, ni respeto por los vivos.
Adriana Tuffo. Vive en Argentina y se ha dedicado a la enseñanza de la lengua y la literatura.
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🔗 Web de la autora: La insoportable levedad
(http://adrianatuffo.blogspot.com.es/)
🖼️ Ilustración relato: Textura por the3cats / Pixabay [dominio público]
Revista Almiar – n.º 95 / noviembre-diciembre de 2017 – MARGEN CERO™
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