entrevista por
Rolando Revagliatti
Graciela Maturo nació el 15 de agosto de 1928 en Santa Fe de la Vera Cruz, capital de la provincia de Santa Fe, la Argentina. Es Licenciada y Profesora en Letras por la Universidad Nacional de Cuyo y Doctora en Letras por la Universidad del Salvador. Fue Investigadora Principal del Consejo Nacional de Investigaciones (CONICET) entre 1989 y 2003 y, durante varios períodos allí, miembro de la Comisión Evaluadora de Filología, Lingüística y Literatura. Fundó en 1970 el Centro de Estudios Latinoamericanos, en 1989 el Centro de Estudios Iberoamericanos de la Universidad Católica Argentina y en 2009 el Centro de Estudios Poéticos Alétheia. Fue directora de la Biblioteca Nacional de Maestros (1990-1993) y pertenece a distintas instituciones: Asociación Argentina de Fenomenología y Hermenéutica, Centro de Estudios Eugenio Pucciarelli, Centro de Estudios Hispanoamericanos de Santa Fe, Asociación Argentina de Estética, Asociación de Poetas Argentinos, etc., y también a la Cátedra Vaticana, constituida en el marco de la Universidad Católica Argentina, quien la ha designado Profesora Consulta. Es cofundadora y vicepresidente de la Comisión Argentina del Instituto de Estudios Coloniales del Cono Sur. Ha actuado como Jurado en concursos universitarios, y de concursos literarios nacionales, provinciales y municipales, así como del Premio Internacional Rómulo Gallegos, en 2009. De entre las numerosas distinciones recibidas, destacamos el Premio Ensayo Provincia de Santa Fe (1967); Premio Discepolín (1983); Premio Esteban Echeverría (1995); Premio al Mérito de la Universidad de Zulia (2008); Premio de Honor de la SADE (2008). Fue incluida en antologías nacionales y latinoamericanas y poemas suyos han sido traducidos al francés, gallego, griego e italiano. Algunos de sus libros en el género ensayo son Claves simbólicas de García Márquez (1972; segunda edición ampliada en 1977); Introducción a la crítica hermenéutica (1983); La mirada del poeta. Ensayos sobre el conocimiento y el lenguaje poético (1996; segunda edición ampliada en 2008); Marechal: el camino de la belleza (1999; Premio Fondo Nacional de las Artes); La opción por América. Ensayos sobre la identidad cultural de América Latina (2009); Cortázar: razón y revelación (2014); La poesía. Un pensamiento auroral (2014). Publicó los poemarios Un viento hecho de pájaros (1960; Premio Laurel, 1958); El rostro (1961; segunda edición en 2007; Premio Municipal Mendoza 1960); El mar que en mí resuena (1965; segunda edición en 2003; Premio de la Sociedad Argentina de Escritores); Habita entre nosotros (1968; Premio Bienal de Literatura 1965-1966); Canto de Eurídice (1982; Mención de Honor de la Organización de los Estados Americanos 1967); El mar se llama ahora con tu nombre (1993); Canto de Orfeo y Eurídice (1996; Premio Leoncio Gianello de la Asociación Santafesina de Escritores 1997); Memoria del trasmundo (1996; segunda edición en 2000); Cantata del Agua – Habita entre nosotros (2001). Además, en 2008, con prólogo de Enrique Corti, el Fondo Nacional de las Artes editó su Antología poética, y en Venezuela, con prólogo de Enrique Arenas Capiello, en 2009 se editó su Bosque de alondras. Obra poética, 1958-2008.
1 – A tus dieciocho años estabas residiendo en la provincia de Mendoza, y antes en la provincia de Entre Ríos, en tu provincia natal y en la actual Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Cuatro zonas. ¿Evocarías para nosotros a la que fuiste hasta entonces?
GM – No sé a quién puede interesar mi vida personal, pero te digo que pasé mi infancia, hasta los 13 años, en Buenos Aires (ciudad que es donde más he vivido, porque a los 40 de mi edad volví a vivir en ella, hasta el presente). Pese a mi nacimiento en Santa Fe, fue la muerte de mi madre el motivo de ese cambio de escenario para los años de la infancia. Mi padre siguió en Santa Fe, como profesor de la Facultad de Ingeniería Química, pero mi hermana y yo nos criamos en Buenos Aires, primero en Parque Chas, después en el barrio de Versalles, del que recuerdo los bellos jardines y el aroma de los tilos. Yo era una niña precoz, entré a la escuela con cinco años, y después me hicieron saltear el tercero, porque estaba adelantada. Inicié el secundario en el Liceo 2, junto al parque Lezica; tuve excelentes profesores, algunos me llevaron hacia las Letras. Terminé el secundario en Santa Fe, donde pasé la adolescencia compartida con el Instituto del Profesorado de Paraná, en el que cursé dos años. A los 16 conocí al entrerriano Alfonso Sola González, que me llevaba 11 años y ya vivía por entonces en Buenos Aires. Cuando cumplí los 18 nos casamos y nos fuimos a Mendoza. Si con mi padre descubrí la ciencia, la música y la política, con Alfonso descubrí la poesía.
2 – Con Sola González (1917-1975), entonces, la poesía. Y porque la he leído, fragmentariamente, en medios electrónicos, sé que tenés una hija que, además de arquitecta, es también poeta (y novelista): María del Rosario Sola. ¿Nos proporcionarías una impresión sobre las poéticas de cada uno de ellos? ¿Tenés, Graciela, otros hijos escritores o vinculados con algún quehacer artístico?
GM – En la Universidad de Cuyo hice mi carrera de Letras. Mi marido dictaba las cátedras de Literatura Argentina. Conocí a Leopoldo Marechal, que era su amigo y maestro. Lo invitábamos muy seguido a Mendoza, y lo visitábamos al venir a Buenos Aires, como también a Ricardo Molinari, Carlos Mastronardi, Oliverio Girondo, Olga Orozco. Sola González era un poeta «del 40» y su poética era clásica y elegíaca, al menos en sus cinco primeros libros. Ahora la Biblioteca Nacional ha publicado su Obra poética, con el agregado de poemas inéditos, y se ve aflorar en ellos nuevas modalidades, más coloquiales, incluso satíricas y humorísticas. Sin embargo su poética sigue, de fondo, ligada al humanismo místico que caracterizó a aquella generación.
Entre mis hijos, que son seis (ya que lo has preguntado), ha habido al menos tres que han escrito poesía. María Fernanda, que escribía poemas en su adolescencia; Cristóbal Sola, que tomó la vía de una narrativa poética (En la otra orilla, Ediciones Último Reino, 2004 y En las viñas, Ediciones Culturales de Mendoza, en prensa) y Rosario Sola, que ha publicado un libro de poesía (El humo de los músicos, Ediciones Ríos al Mar, Paraná, Entre Ríos, 2000), una plaqueta de poesía (Música de invierno, 1982) y una novela (La luz de la siesta, Ediciones El Robledal, Salta, 1999).
Creo que Rosario recibió la influencia de su padre, pero su poesía tiene su sello propio. La caracteriza la sed metafísica, y una gran riqueza imaginaria. Ella ha formado parte del Grupo Último Reino, conducido a partir de 1979 por Víctor Redondo. Mario Morales fue el maestro del grupo, que se proclamó neo-romántico.
3 – Es apenas de refilón que supe que declaraste que alentabas la creación de cátedras de Poética. ¿Cómo las propondrías, cómo deberían plantearse y desarrollarse?
GM – A partir de 1968 inicié una nueva etapa de mi vida en Buenos Aires. Al poco tiempo me incorporé a la Universidad de Buenos Aires, a la Universidad del Salvador y más tarde a la Universidad Católica Argentina, y fundé un Centro de Estudios Latinoamericanos, que conduje durante casi veinte años con Eduardo Azcuy. Desde todos esos lugares he estado muchos años elaborando una teoría poética que necesariamente me exigió revisar y discutir varios tramos de la teorización y la crítica literaria. Advertí que la mía era una tarea muy pesada como para elaborarla individualmente, y llamé a otros poetas y profesores, a filósofos, antropólogos, etc., para conformar una corriente adversa al positivismo y al nominalismo. Nos hemos apoyado en vertientes de la Filosofía moderna como lo son la Fenomenología y la Hermenéutica.
Había que empezar por el cuestionamiento de nociones que se impusieron en los estudios literarios —y que lamentablemente siguen instaladas—, como por ejemplo la teoría del signo lingüístico, la teoría de los signos o semiología, que de ella deriva, etc. Pienso que un poeta no puede aceptar la definición de la palabra como aproximación arbitraria y convencional de un significado y un significante. En fin, sería pesado insertar aquí esa discusión, solo te digo que la corriente humanista que encabecé, pretendió no solamente modificar los estudios literarios sino el campo de las ciencias del hombre y de la cultura. Algo fuimos avanzando a lo largo del tiempo; al viajar por varios países de Europa y América pude advertir que fuera de la Argentina hallábamos un mayor interés y respeto por estas cuestiones.
Ligado a esto se encuentra —y aquí voy a tu pregunta— que haya propuesto por mi parte cierto desplazamiento desde la Estética a la Poética. La Estética es una disciplina tardía en Occidente; ha sido elaborada, a mi ver, desde la mirada del espectador de la obra de arte. La Poética es anterior, y aunque algunos la consideren como una «ciencia del poema», tiene su punto de arranque en el acto mismo de la creación. Antes de hablar del poema hay que hablar del poetizar, del sujeto poético, de su horizonte de pensamiento. Porque la Poesía es un modo de pensamiento antes de ser palabra. Un pensamiento que abarca la afectividad, la intuición, el sueño, la imaginación, las experiencias no ordinarias de ciertos niveles de conciencia.
Promover cátedras de Poética en las universidades es llevar la poesía a sus fuentes espirituales y en consecuencia promover un cambio profundo de perspectiva. Por mi parte he llevado esa propuesta a universidades argentinas, colombianas, venezolanas, uruguayas. En la Universidad de Congreso, una universidad privada de Mendoza, con el consenso del Rector pude instalar en el 2013 la Cátedra Marechal, que si bien está destinada al estudio de la obra marechaleana, hace lugar en general a la Poética desde la perspectiva aludida. También en la Universidad de La Plata, dentro de la Cátedra de Cultura Andaluza que dirige el poeta Guillermo Pilía, hemos creado el Aula María Zambrano, a través de la cual planteamos el tema de la Razón Poética, impulsado por la pensadora española.
Podría hablar mucho más sobre el tema pero sería abusivo. También puedo remitir a varios de mis libros (personales y grupales). En otra oportunidad, si te interesa, lo seguiremos profundizando.
4 – En una ocasión, acaso en 1985, en el taller de escritura de Enrique Medina, tuve ocasión de compartir una reunión con el autor de esa maravillosa novela que es Zama: Antonio Di Benedetto (1922-1986). Además de haber estudiado su obra, lo has tratado antes y después de su exilio. Quién mejor que vos para referirse a Di Benedetto como persona y como escritor.
GM – Fui gran amiga de Antonio Di Benedetto; lo conocí a poco de llegar a Mendoza, alrededor del año ‘50, cuando iniciaba su carrera periodística y literaria. Desde sus comienzos se revelaba como un autor exigente, dueño de una mirada y un lenguaje propios. Alfonso (Sola González) lo invitó a la Universidad de Cuyo, y desde entonces fue un amigo de mi casa. En el ‘76 los militares lo pusieron preso; fue víctima de absurdas acusaciones, y en los lugares de detención donde estuvo nunca pude comunicarme con él. Tenía algunas noticias por medio de Juan Jacobo Bajarlía. Cuando logró ser excarcelado le aconsejaron irse del país; se despidió por teléfono, y no quiso que fuera a verlo antes de partir. En sus últimos años produjo obras muy singulares que echan luz sobre su cautiverio.
Volvió en el ‘84, y estaba muy descontento del trato recibido por parte de algunos funcionarios. Nos vimos varias veces; alcancé a invitarlo a mi cátedra de Teoría Literaria en la UBA, y les habló a mis alumnos, pero su voz debilitada no alcanzó a ser grabada. Antes de su regreso me había elegido como prologuista de un volumen de «textos seleccionados por su autor», de Editorial Celtia. Yo le alcancé mi prólogo, que lo alegró. Murió en el Hospital Italiano, después de un tiempo en estado de coma, poco antes de aparecer el libro en el cual debí consignar su muerte. Antonio Di Benedetto es uno de los grandes escritores argentinos, su obra está a la altura de Juan Rulfo, de los mejores cuentistas y novelistas latinoamericanos.
5 – Has dirigido la revista de poesía y poética Azor (Mendoza, 1960-1965) y Megafón (San Antonio de Padua, provincia de Buenos Aires, 1975-1989), órgano del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Argentina. Más allá de lo que se trasluce de los enunciados, Graciela, ¿qué propuestas conllevaba cada publicación periódica, qué se logró, quiénes fueron difundidos?
GM – Siempre estuve ligada a la poesía, fundando grupos, colecciones, revistas. En Mendoza, alrededor del año 58, fundé el grupo Amigos de la Poesía en el que intentábamos, con Elena Jancarik y Fanny Polimeni, vincular a los poetas mayores de Mendoza, como José Enrique Ramponi, Ricardo Tudela, Nacarato, y otros venidos de afuera: Sola González, Abelardo Vázquez, César Mermet, con las nuevas generaciones. De ese grupo nació la revista Azor, que tuvo 5 números, vinculada a otros grupos de Buenos Aires y las provincias. Promovimos cierto movimiento alrededor de la poesía, y creamos la Colección Azor, donde se publicaron algunos libros. Marechal nos entregó para ella, sus Claves de Adán Buenosayres, que publicamos a comienzos de 1966, juntamente con los trabajos de Julio Cortázar, a quien por entonces estudiaba, de Adolfo Prieto y el mío sobre esa novela.
La otra revista que dirigí es Megafón, que fue el órgano de difusión del Centro de Estudios Latinoamericanos. El Centro tuvo su inicio en 1970, y publicó un volumen grupal dentro de la Revista de Filosofía Latinoamericana, en 1975, antes de presentar su propia revista Megafón, impulsada por un franciscano que realizó una gran obra, Fray Juan Alberto Cortés. Desde su nombre esa revista estuvo ligada al espíritu marechaliano. No era ya una revista de poesía, aunque la tuvo siempre como uno de sus ejes; pretendía canalizar estudios filosóficos, poéticos y antropológicos dentro de una dirección humanista y americanista. También participábamos en la conducción de la Editorial Castañeda, donde publicamos cuatro obras de Marechal, tres de ellas inéditas. La revista y las ediciones tuvieron mayor difusión en otros países que en la Argentina, que atravesaba los años del Proceso Militar. Ahora han comenzado algunos estudios sobre esas actividades, que si bien concluyeron de modo institucional, prosiguen siempre en otras formas, bajo otros rótulos. No pudiendo con el genio, hace unos años volví a crear un nuevo centro de estudios con otro grupo de poetas: el Centro de Estudios Poéticos Alétheia, que ofrece cursos y conferencias en distintos lugares.
6 – Saber que estás preparando una edición anotada, crítica de Rayuela para la Academia Mexicana de la Lengua, me impulsó a buscar en mi biblioteca, el espectacular volumen homenaje titulado Cortázar (Fundación Internacional Argentina, Buenos Aires, 2004), el cual incluye tu ensayo Julio Cortázar: la creación como goce y aventura. Has sido amiga de él durante años. ¿Qué es posible que compartas con nosotros hoy, ahora, para nuestros lectores en la Red, de aquel vínculo?
GM – A Cortázar empecé a leerlo muy joven, a mi llegada a la Universidad Nacional de Cuyo, donde estudié. Habían pasado casi dos años desde su retiro de esas aulas, por razones políticas; yo venía a descubrir los apuntes y la fama del joven profesor de Literatura Francesa, melómano, integrante de un grupo de aficionados al jazz, amigo del helenista Ireneo F. Cruz, con quien hablaban de «mancuspias» y otros delirios. Todo se enlazaba en una trama: Cruz había sido profesor de Griego, en las aulas de Paraná, de Sola González, Diego Pro, Ricardo Pantano y otros discípulos que lo acompañaron después en su gestión como Rector de la UNCU, designado por el presidente Perón. Este es el nudo del apartamiento de Cortázar, y a la vez, de nuestra llegada a Mendoza. Por mi parte, joven alumna de Letras, me puse a leer al disidente Cortázar, que ya publicaba cuentos y había escrito su escolio sobre la Oda a una urna griega, de John Keats, un trabajo ejemplar de comentario poético que luego expuse en la Universidad de Buenos Aires. Esto habla de mi temprana independencia política, que he tratado de mantener a lo largo de toda mi vida. No se confunda esto con una falta de compromiso político, sino con la convicción de que la creación y la vida intelectual deben ser libres, y no estar al servicio de ningún poder.
Cortázar es entre nosotros el máximo ejemplo de la Razón poética que perseguí y elaboré en distintas instancias, compartiendo sus mismas fuentes. Mi primer trabajo crítico fue tema de una tesis doctoral no defendida en su momento (me doctoré con otra tesis), pero sí publicada por ECA en 1967: Proyección del surrealismo en la literatura argentina. (Ahora se reedita, ampliada, con el título El surrealismo en la poesía argentina). Nadie se ocupaba por entonces —los años 59, 60— de este tema. Quiero decir que estaba preparada, por mi conocimiento de Cortázar y del Surrealismo, para comprender una obra como Rayuela, novela surrealista, súper-realista, que venía a demoler la novela literaria, y la literatura misma. A partir de ese libro decidí iniciar una investigación sobre toda la obra de Cortázar. Sola González, que no lo trató personalmente, había compartido con él ámbitos de reunión, amigos y revistas, en los años de Buenos Aires; él me dio a conocer la revista Huella, dirigida por Castiñeira de Dios, donde se había publicado en 1941 el artículo Rimbaud, firmado por Julio Denis. Solo me quedaba escribirle al Consulado argentino en París: así se inició nuestro diálogo, después proseguido en forma personal, del cual quedan sus 36 cartas, publicadas en los tomos de su correspondencia y en mi último libro sobre el autor, Cortázar: razón y revelación (2014). Allí las he incluido, superando largos años en que hacerlo me parecía un gesto ególatra.
Para mí Rayuela sigue teniendo plena vigencia. Discrepo de la opinión difundida de que Cortázar «cultiva el mito burgués del artista», frase que suena despectiva e incomprensiva de su mundo. A no ser que admitamos positivamente como «mito» la larga consideración del artista (consideración que fue órfica, trovadoresca, renacentista, romántica, simbolista, surrealista) como iluminado y maestro.
Vicente Huidobro ha repetido una frase de Emerson: «El artista es el sabio verdadero», y por mi parte la suscribo sin caer en excesos. Rayuela, por vías oblicuas y humorísticas, apunta a esa zona, que sigue guardando su reserva para oídos poéticos; espero que mi edición sirva al menos para señalar ese rumbo de lectura.
7 – Del poema Junio 1968, de Jorge Luis Borges, seleccioné estos tres versos: «(Ordenar bibliotecas es ejercer,/ de un modo silencioso y modesto,/ el arte de la crítica.)». Primero: ¿qué te suscita la afirmación?… Segundo: ¿cómo ordenás tu biblioteca y qué estarías, a tu modo, ejerciendo?
GM – Ordenar una biblioteca es algo hermoso; aunque el desorden puede tener su belleza, siempre existe algún grado de orden para que ella exista. No creo que sea solo el arte de la crítica el que propone un cierto orden a una biblioteca: es también el amor, la proximidad con ciertos autores, el reconocimiento de familias espirituales, como puede ser la que forman Emanuel Swedenborg, Poe, Baudelaire, Rimbaud…
Cuando uno trabaja la biblioteca se desarma, se desordena, solo están ordenadas pulcramente las bibliotecas públicas. Fui durante tres años directora de la Biblioteca de Maestros, del Ministerio de Educación. Leopoldo Lugones, hasta su muerte, la había dotado de libros muy valiosos relativos a la época colonial; quise hacer un catálogo comentado, pero no hubo tiempo, cuando me otorgaron el subsidio ya estaba dejando la biblioteca.
8 – ¿Cómo te parece que han operado en vos las influencias de determinados autores —¿cuáles?— en tu propia poética? ¿Hay que darles paso?
GM – Por supuesto, hay que darles paso. Más que de influencias yo hablaría de afinidades, como la de Cortázar con Keats, por ejemplo. Yo nunca hablo de un «deber ser» de la poesía, cada autor vive la experiencia poética a su manera, hay quienes tienen como punto de partida la experiencia personal, y otros parten de experiencias de lectura.
Yo me cuento más bien entre los primeros, pero he tenido grandes maestros a los que he releído constantemente. Mi «poética», si no suena presuntuoso hablar de ella, es bastante clásica, sobre todo en una primera época. Puedo admitir ecos de Garcilaso, Gabriel Bocángel, Luis de León, como también de Enrique Banchs, Mastronardi, los poetas del Cuarenta, Sola González, Olga Orozco. En los últimos años escribí poemas más coloquiales, pero siempre he seguido fiel al ritmo, a cierta musicalidad del verso.
A los poetas hay que leerlos en su idioma; he leído a los románticos franceses, a los simbolistas, los surrealistas. El surrealismo me interesa más como una propuesta filosófica que como modelo de poesía.
9 – ¿Creés que la teología y la metafísica, como pensaba la escuela de Frankfurt, también son literatura fantástica? ¿La mística ha influido en la literatura fantástica?
GM – Estoy muy lejos de lo que piensa la escuela de Frankfurt. Puedo escucharlos cuando hablan de economía o de política, pero a mi ver no han tenido gran afinamiento para apreciar la poesía, y tampoco la mística. Por eso esas disparatadas afirmaciones de que la teología y la mística son literatura fantástica. Solo puede hacer esas afirmaciones un racionalista extremo, o un positivista, para quien la verdad surge de la ciencia empírica (y aun en este caso, se trataría de la ciencia del siglo XIX, porque la ciencia del siglo XX ha superado la contraposición materia/energía y mostrado la legitimidad de un pensamiento de opuestos).
La literatura fantástica moderna nació en tiempos del positivismo. No era exactamente una reproducción del cuento folklórico, que siempre presentó casos maravillosos, milagrosos o simbólicos; obedecía a la mentalidad del escritor moderno, dubitativo entre la desmitificación científica y su propia intuición de la realidad. El autor fantástico abogaba secretamente, en el siglo del positivismo, por otra realidad física, psíquica y antropológica, pero su labor queda como un devaneo estético, que produce la fruición del lector sin que se piense en una relación de la obra fantástica con la realidad.
El siglo XX trajo transformaciones muy profundas en el campo de las ciencias y de la filosofía. En el campo de la filosofía, se produjo una revolución significativa con la fenomenología de Edmund Husserl, su descendencia en la Fenomenología Existencial (Heidegger, Sartre) y otras secuelas importantes que han influido en las vanguardias y el surrealismo. Para decirlo de alguna manera simple, se valoriza en la filosofía un saber de experiencia, apartado de las ideologías, y sobreviene desde el campo filosófico una valoración del pensamiento poético, al que María Zambrano llama Razón Poética.
Estas son las regiones entre las cuales me muevo desde hace muchos años, y he producido varios libros teóricos en esta línea: La mirada del poeta, Corregidor, 1996, y 2ª edición ampliada, 1997, por Amargord, Madrid; Los trabajos de Orfeo, 2008, Universidad de Cuyo, Mendoza; La poesía. Un pensamiento auroral, Alción, 2014, Córdoba.
En cuanto a la mística, habría mucho que hablar; tendríamos que dedicarle otra entrevista. Por ahora te digo que el conocimiento místico está en la base de todas las religiones, pero también del arte y de los descubrimientos científicos.
10 – Te voy a formular, Graciela, adaptándola, una pregunta que oportunamente Antonio Jiménez Paz le extendiera al poeta David Eloy Rodríguez: ¿Cada libro tuyo de poesía publicado es una aventura independiente o por sus contenidos y estructura formal los considerás relacionados unos con otros, como un todo, una progresión manifiesta de la poeta Graciela Maturo?
GM – Considero más apropiada a mi poesía la segunda opción. Paralelamente con la vida se desarrolla la poesía, al menos en mi caso. Nunca me he preguntado, para el caso de la poesía, sobre qué voy a escribir, porque la poesía no tiene «temas». Desenvuelve un no-saber, expresa las inquietudes y preocupaciones del alma en el mundo. Y tampoco cabe preguntarse sobre la estructura formal, porque ella surge espontáneamente, de acuerdo con lo anterior. Por supuesto, no hay que tomar esto al pie de la letra. Comprendo que en algunos casos se pueda elegir el modo de la escritura: componer una elegía, una balada, un haiku, un soneto, demanda un conocimiento de formas dadas, una cultura del verso que no todo poeta tiene. Por mi parte no he escrito sonetos, pero los estimo muchísimo.
11 – Te constará, probablemente, que hay, digamos, «endebles» poetas o versificadores, que tienen, sin embargo, desde hace décadas, buenas lecturas, que son admiradores de poetas «sólidos». ¿Qué creés que les sucede?
GM – Ya te dije, respondiendo a otra pregunta, que para mí la poesía no nace —o no nace solamente— de la lectura. No basta con leer a buenos poetas cuando no existe en alguien una movilización espiritual e intelectual. Por eso digo siempre que la poesía no empieza en la página. Es el vivir del poeta, desde la intensidad de sus percepciones, emociones e ideas, el que genera un cierto «pensamiento» singular, ligado a imágenes, a ritmos, que reclaman ser proferidos o comunicados. Por eso, más que hablar del poema o de sus rasgos propios, prefiero hablar del poetizar, del vivir poético.
12 – En la contratapa de su libro Fractal, Luis Benítez reflexiona: «El cuidado de la unidad de estilo ha sido entendido como aspiración, como logro del autor, como madurez de su obra. Pero sin embargo, cuando llega a su apogeo sólo tiene como futuro el decaer. Ello, porque ya no puede ofrecer el espectáculo de un dinámico desenvolverse, mutarse, metamorfosearse y, en consecuencia, lo que hace es detenerse». ¿Qué te suscitan estas líneas? ¿Es algo que te has planteado?
GM – No, nunca me lo he planteado, porque creo profundamente en el estilo como la forma propia y adecuada de ese pensamiento poético del que he hablado. Y lo llamo pensamiento sin confundirlo con el pensamiento racional.
Para mí la causa de la pobreza poética advertible en los últimos tiempos —aunque sean muchos más los que escriben y publican— proviene de que escriben desde una posición muy racionalista, que no permite aperturas o revelaciones. Jorge Enrique Ramponi, de quien fui amiga, hablaba siempre de un «estado de canto», una cierta alteración de la conciencia habitual que no siempre se daba, pero cuando ella existía promovía la palabra rítmica, la proliferación de las imágenes, la riqueza de la visión poética y en consecuencia del estilo. Preguntarse por el estilo desde la pura racionalidad es quedar fuera de lo poético.
Por supuesto, más allá de la propia voluntad, se dan en cada uno de nosotros ciertos cambios de expresión, acordes con los cambios interiores. Y también, a cierta altura de la vida, podemos reconocer la persistencia de muchos rasgos. Un habla, un «idiolecto» como dicen los filólogos, una cierta manera de mirar, una fidelidad a recuerdos o predilecciones infantiles, etc. En ese reconocimiento nos vamos afianzando, y hallando parentesco con otros escritores, a los que citamos y amamos.
13 – ¿Algo que pudieras denominar «presentimiento», te parece que pudo inducirte a concebir una obra?
GM – Sí, desde luego que sí. Ya habrás visto, desde el comienzo del diálogo, que no me caracterizo por la defensa conceptual de la actividad creadora, sino todo lo contrario. De modo que presentimiento, sueño, visión, experiencias insólitas, todo ello forma para mí un bagaje personal que se relaciona con mi poesía. Más aún, he cultivado un pensamiento teórico —en cátedras, en espacios académicos o de investigación— que reconoce un ida y vuelta desde lo poético a lo filosófico. Esto quiere decir que he aceptado las posibilidades de una Razón Poética expandida en la vida universitaria, desde la poesía. Es la gran discusión pendiente en las aulas, en las Academias. La Poesía, la Filosofía, la Ciencia, ¿deben seguir siendo compartimentos estancos, sin comunicación entre sí, o existen posibilidades de establecer puentes entre ellos, para un conocimiento del siglo XXI, sin pérdida de la especificidad y rigor de cada uno de ellos?
Graciela Maturo selecciona seis poemas de «El mar que en mí resuena» para acompañar esta entrevista.
II
Ardo despacio y puedo
contemplar mi llama.
Mis manos de rara estirpe que entrelazan las flores
y dibujan las cifras.
Mi exacta piel, mis ojos
que recogen la luz para inventar las formas.
Ardo despacio
lumbre de amor de sangre de misterio.
Este es mi valle nocturno.
La jaula de hechizos desde donde creo
que alguien sueña por mí.
IV
Los signos me acompañan
mis extraños amigos
fieles a una desconocida arquitectura
a la que estoy uncida desde el hueso.
Me miran rostros, pájaros, ramajes,
altas constelaciones.
Una piedra sellada por la música
es un signo de amor indescifrable.
Siento el pavor de un reino que no me pertenece
pero busco sus huellas.
Señales, talismanes,
estamos anudados por un pacto secreto.
X
El ritmo me consuela, me atormenta.
Siento el hondo vaivén de los telares
la gran respiración de los animales del espacio.
Caigo hacia dentro y muero en cada instante.
Me divido y reúno,
vuelvo a erigirme en alguien que responda a mi rostro
a buscarme en palabras
perdida, recobrada,
descendida hasta el centro de vértigo y espanto que
me cava los huesos
crecida hasta los cielos en mi dulce marea.
Uncida a otros silencios, a otras voces,
alzando,
destruyendo.
Sintiendo el fiel latido de la tierra que vive,
del engañoso día que abre y cierra sus puertas.
Cuándo cesa este ritmo que es mi hermoso castigo.
Mis manos trazan signos que borrará la lluvia.
XI
Un sol extraño sube
desde el fondo del sueño
Una espuma de sal mezcla sus turbias flores
al polvo de mi frente. Débil, sola,
centella la verde
raíz
naciendo y ya mirada por los ojos
sin pausa de la muerte.
Paso junto a la luz
fantasmal de unos árboles.
Una abeja me zumba en el alma,
hoja vellosa y suave
lengua ardiente.
Soy la ola que rueda desde un nudo brillante
y la semilla, condenada a ser.
Arde la nuez de fuego
espléndida y atroz en su violencia
rodando hacia la arena del mar enamorado.
XII
Aguardo en las tinieblas
la voz que ha de llamarme por mi nombre,
la llama que trascienda mis huesos y me arrase.
Entretanto vivir, esta costumbre.
Alzar en cada día las cenizas ardientes
donde se purifican la sangre y el orgullo.
Vienen los verdes brotes y confunden
las aguas inmutables.
Giran las hojas, las constelaciones.
Caída entre las palmas giro también, a ciegas.
Del lado de la luz arden hermosamente
los niños con su cruel inocencia, los objetos
que guardan en su brillo algo de nuestras manos.
Mirada, flores, alas,
talismanes que ruedan
en tanto un dios me habita y permanece
y entreteje mi sombra con su sombra.
XIII
Qué amor voraz acecha nuestras barcas
las dulces aguas de la tierra
sus metales pacientes
Las flores cantan su mortal delirio,
arde la hierba suave
y una espiral secreta en mi oído recuerda…
Bajo el hondo rumor de la fábula terrestre
gran ataúd de leños y de flores
quebrado, a la deriva
cantando hacia su muerte.
Entrevista realizada a través del correo electrónico, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Graciela Maturo y Rolando Revagliatti, julio 2015.
* * * * *
Rolando Revagliatti nació en 1945 en Buenos Aires (ciudad en la que reside), la Argentina. Publicó en soporte papel un volumen que reúne su dramaturgia, dos con cuentos y relatos y quince poemarios, además de otros cuatro sólo en soporte digital. Todos sus libros cuentan con ediciones electrónicas disponibles en http://www.revagliatti.com
Sus 185 producciones en vídeo se hallan en: https://www.youtube.com/rolandorevagliatti
ⓘ ILUSTRACIONES EN EL ARTÍCULO: Fotografías y tapas de libros remitidas
por el autor de esta entrevista. © de sus respectivos autores.
Revista Almiar – n.º 81 / julio-agosto de 2015 – MARGEN CERO™
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