poemas por
César Javier Altamirano
Acusé al miedo,
aquella vez en Salta, morí de miedo
y lo llevé como un estigma sobre toda la vida.
Los changos rodeaban la escalera.
Descalzos.
Y se inmolaban contra el agua que caía desde las cataratas
despacio fui sintiendo los pasos contra la vereda
que crujía de miedo contra el cuerpo.
Descalzo.
Me arrastraba con él en mi vientre y quería
vivir como ellos.
Disfrutar del sueño de las rocas pegadas en el fondo del río,
tocarlas y salir despedido hacia la superficie
despertarme y sentirme fuego.
En la cúspide de aquel palmo de piedras,
me hundí para siempre en el silencio,
en la cruz no develada de mis pensamientos.
Hoy ruedo tras el estigma mágico de aquel sitio
y recuerdo tras la ilusión
la vida de prejuicios.
Quedarán en el pasado,
cuando vierta mi luz
contra el ánima de aquel río oculto.
Aquellos changos
se batían contra la pureza de sus cuerpos.
Quisiera volver a encontrarlos y disfrutar como nunca
el devenir de los veranos
cubiertos de figuras olvidadas
y que se junten nuestras vidas en el silencio
hermoso de las aguas profundas.
M
e inclino ante ti, molino del viento,
que quiebras las palabras del Quijote.
Una máquina revuelve girasoles en el espacio,
y un pájaro ciego e inmortal
eleva a una mujer a un silencio sin estrellas.
Vuela con sus brazos quebrantados,
y su cabello azul y ensortijado, despeina luces.
Allá en el cerro San Javier,
los planeadores de la vida,
elevan el suelo a la esperanza.
Detrás hay historia,
la bruma del amanecer esconde
héroes, pájaros y música.
Hay rastros de espinillos,
cardones y espuma en el agua.
Desde el cerro,
bajan a las nubes
tormentas de gloria
que amasaron en tantas batallas de paz
La mujer se resiente en el aire,
pero despega.
Son tiempos donde el aire incandescente
de este meteoro de Dios
consagra la estirpe de los milagros.
Ya tú, Dios,
acomodarás las piezas
para que esta mujer en pena
se junte con el sol y con Güemes,
y alivien los planes
de esta ciudad,
donde cabalgarás, Juana,
con el sol.
D
esde la oscuridad voy buscando
cielos que me entiendan
en el espesor de árboles infinitos.
Sobre la luz de las primeras ventanas del sol
de este suelo sembrado de hojas crecientes.
Atento al espacio abierto de la mañana
huelo desde la ventanilla la planicie esmeralda de esta soledad.
Nubes desiertas arrogan ciclos de verano,
entre fantasmas que sucumben a suelos desbordados,
pido que la lluvia no nos entregue
lágrimas otra vez.
Siento que la voz de los árboles
va a llevar peces a mis cataratas.
En la redondez de la tierra
con muros atornillados
en esas minas violetas,
ronda un torrente de piedras desgastadas.
En el contraluz de la cueva,
ríos de genios filtran silencios.
Cuando voy llegando
veo al Libertador enmascarar soles.
Infinitamente me entrego
a este horizonte.
Repleto de selva y ansiedad
entrego mi cuerpo a volver a sentir.
Y entonces si evoco esa media mañana
cuando solo, desde la barandilla
al final de esas pasarelas,
ruego que nunca muera Dios
en estos misterios.
Que suelte imperios de belleza.
Y me invite a soñar con ellos
para siempre.
El señor de Iguazú
Los dedos del señor de los cielos
están aquí.
Aunque la garganta me anuncie
que el ceño de mi cintura
se va a sumergir desde el balcón,
mi cuerpo, mi mirada
se recuestan sobre el infierno de este sueño.
La lluvia cae.
Infinitas estocadas de duelo,
entre mis ojos y esa garganta
dicen del Diablo; digo de Dios.
Tan solo la magnificencia de Cristo
puede hacer que esos vencejos
vuelen y sobrevuelen, el puñal de agua
que penetra esta profundidad.
Yo me agarro a la mano de una niña
que el cielo me regaló aquí, Iguazú.
En esta selva hoy torrencial
me agarro y me deslizo hacia ella,
y me elevo a esa luz tan poderosa
que es un cisma en mis pensamientos,
socava huellas de imágenes anteriores.
Yo te siento y escucho Iguazú.
En el tren, el ciclo de los pájaros
retorna con colores incandescentes
coatíes, selva y fantasmas
sobrevuelan el carnaval de estos rieles.
La niña, ya no lo es.
Es una diabólica mujer de ojos azules,
piernas temblorosas y largas
y cabello del silencio.
Yo te prometo que cuando este avión
se recueste sobre la selva exterior,
los labios de estos dos estigmas
convertidos en santidad,
este tiempo,
se convertirán en señales
de un desgarro intenso.
y eterno.
El cielo firme sostiene la enorme nervadura
de esta franca e infinita raíz,
de agua de ríos.
La noche se hace eterna y lúcida
y tus ojos no se despegan de mi mente.
La secuela de tu luz está aquí.
Elaboro en mis pensamientos
cielos y selva.
Noches de hielo y cansancio,
lunas rodeadas de vapor.
Hay pronto en mí, imágenes
de calles zigzagueantes.
Puestos de ternura y calor
ómnibus llenos de locura,
y de nuevo cielos
llovizna, soledad, amor.
Y tal vez por todo esto
te extraño tanto.
Sí. Solo tu imagen
acerca mi distancia
a la vida.
Y cuando te veo
Dios, eres esa voz
que me eleva.
Iguazú, tú, el ave acorazada
de plumas con colores
incandescentes.
Y en tus pies
llevas a mi niña.
Hoy ya mujer
penetrante y voraz.
Ojos verdes, de rocas que penden
de un ciclo de mitos alunados.
Brillo de amatista.
Y me acompañas
hasta el final.
César Javier Altamirano. (La Plata,1964). Poeta inédito, ha difundido su obra a través de periódicos, concursos (fue premiado en el Certamen Nacional de las artes y de las ciencias en la editorial Cátedra) y antologías tales como Escritores al fin del milenio, editado por la municipalidad de La Plata. Manteniéndose al margen de los circuitos, construye una obra singular e interesante en los siguientes títulos en espera: Salta y la luz, Desde el Umbral de la Revolución, El Milagro, El mar y Los niños, Lerma y los Silencios.
Revista Almiar – n.º 104 | mayo-junio de 2019 – MARGEN CERO™
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