Migratory laborers, Belle Glade, Florida

artículo por
Ramón del Solo

 

P

arece ser que el término barrelhouse hace honor a los establecimientos que, a manera de local de diversión, instalaban en sus campos de trabajo las compañías que explotaban las industrias de la madera y la trementina a principios del siglo XX y en la zona conocida como Piney Woods, que abarcaba los espacios cubiertos de bosque de los estados de Mississippi, Lousiana, Alabama y Texas; principalmente. Las penosas condiciones de trabajo en estos campos hacían que la tasa de accidentes laborales fuese cinco veces superior a la de la industria del acero, los trabajadores negros se apiñaban en cabañas insalubres y trabajaban en un régimen disciplinario similar al de las prisiones; no faltaban los asesinatos y los empleados eran sometidos a un trato brutal. A menudo los campos estaban rodeados de alambre de espino para evitar tanto la salida de los trabajadores como la entrada de curiosos y visitas no deseadas.

Los barrelhouses eran cabañas de madera con el suelo de tierra y con el único mobiliario de unas tablas colocadas sobre barriles que ejercían de mostrador. Allí, la compañía vendía licores con el objetivo de proporcionar a los trabajadores un poco de diversión y, de paso, aligerar de sus bolsillos una parte de la escasa paga semanal. Inevitablemente los barrelhouses contaban con un piano instalado por la empresa.

En ese escenario y en esas condiciones, ejercieron su labor un gran número de pianistas itinerantes que recorrían las instalaciones utilizando las vías férreas (principalmente la Texas & Pacific, la Southern y la Louisville-Nashville) para moverse de campo en campo, generalmente viajando de balde sobre el techo de los vagones o en el espacio entre estos. La música que interpretaban había nacido no muchos años antes y se desarrolló simultáneamente en los burdeles y casas de juegos de Storyville, en Nueva Orleans. El barrelhouse piano sería el germen de un estilo que marcaría formas tan decisivas en la música negra como el boggie-woogie, el ragtime, algunos tipos de jazz y, por supuesto, el blues.

Básicamente era una mezcla de estilos basados en el blues rural e interpretados con la intención de divertir y mover al baile de una forma ruda y eficaz. Una de sus principales preocupaciones era hacerse oír por encima del barullo reinante en el local. En unos tiempos en la que todavía no estaban definidos los estilos de la música afroamericana, su repertorio podía incluir baladas tradicionales, calipso, adaptaciones de los temas que interpretaban las bandas del naciente jazz e incluso canciones de influencia caribeña, francesa o española interpretados de manera que la mano izquierda ejecuta una serie de figuras de bajo de ocho o doce corcheas por compás, repetidas incansablemente; mientras que la melodía llega de acuerdo a unos patrones establecidos que se ejecutan con la parte derecha del teclado.

Las primeras noticias de las que tenemos referencias en cuanto a la aparición del piano en el blues y la música negra datan de las épocas en que Storyville el barrio de Luces Rojas, de Nueva Orleans vivía su época dorada, entre 1897 y 1917, cuando la prostitución fue declarada legal dentro de sus fronteras y aportó a las arcas de la ciudad unos ingresos sólo superados por los derechos portuarios.

Basin Street Down the Line

Jelly´s Blues, una estupenda biografía de Jelly´s Roll Morton escrita por Howard Reich y William Gaines y publicada por Da Capo Press, en 2003, ofrece un buena visión de lo que pudo ser el barrio de Storyville en las primeras décadas del siglo; un submundo dedicado al juego y la prostitución donde el dinero cambiaba fácilmente de mano, los chulos y los traficantes eran ciudadanos respetados que portaban un diamante incrustado en uno de los incisivos y un arma en bolsillo; las trabajadoras de los burdeles guardaban una lata abierta llena de lejía bajo la cama dispuesta para arrojarla a los ojos de cualquier cliente pendenciero y la policía sólo se hacía visible para recaudar sobornos y retirar algún que otro cadáver.

Por otro lado, era el punto donde se gestaba una nueva música negra, donde bandas y solistas actuaban cada noche en las esquinas y las puertas de establecimientos poco respetables y se juntaban regularmente a tocar con motivo de entierros, celebraciones o los desfiles del Mardi Grass.

Louis Armstrong en My Life in New Orleans definía Back’ O’ Town, su barrio, la zona para negros de Storyville, diciendo: «En el callejón había más gente de la que verás en tu vida. Había curas, jugadores, buscavidas, chulos baratos, ladrones, putas y un montón de niños. Había bares, garitos y billares, y muchas mujeres caminando por las calles buscándose algo que llevar a sus «pisos», como llamaban a sus habitaciones». Músicos autodidactas como Buddy Bolden o el propio Louis Armstrong, herederos de la tradición puramente afroamericana mezclaban sus conocimientos con músicos criollos como Jelly Roll o el trompetista Percy Humphrey, de clase media y educación «a la francesa», con una base teórica que incluía, al menos, saber leer partituras y un conocimiento de la ópera y otras músicas europeas. Ambos grupos fusionaban estilos y compartían trabajo, bebida, juerga y enseñanzas en honky tonks y conciertos callejeros. Back’ O’ Town contaba con sus propios locales de diversión que «estaban abiertos las 24 horas del día, y no era raro que un hombre fuese arrojado a la calle muerto. Entre su clientela se encontraban las mujeres públicas del más ínfimo nivel, y sus principales ingresos se derivaban de las partidas amañadas que organizaban, esperando que llegase algún pardillo para desplumarlo», en palabras de Jelly Roll.

Clarence Williams, pianista de Bessie Smith curtido también como instrumentista en esa época y en esos escenarios, en una entrevista para Hear me talkin’ to Ya, de Nat Hentoff y Nat Saphiro, aporta otros datos sobre su iniciación como pianista: «Deberíais haber visto aquellas reuniones. Hacia las cuatro de la madrugada, bajaba la clientela y las chicas se reunían con sus chulos en las tabernas… La mayoría de los chulos también eran músicos o jugadores que, en épocas de mala racha, iban allí e intentaban hacer dinero con el piano o las cartas y estar cerca de sus chicas mientras ellas trabajaban… Nos reuníamos allí día tras día, y pasábamos todas las noches tocando y cantando. Acudían pianistas de todas las regiones del sur, compitiendo para ver quién se inspiraba más y no acabábamos hasta que amanecía».

Técnicamente, el piano es un instrumento que no parece apropiado para el blues. Un piano, afinado según la escala diatónica europea produce notas fijas con una pureza ajena al blues. En otros instrumentos como la guitarra el problema se solucionó desarrollando afinaciones alternativas y recurriendo a técnicas como el slide. Los primeros pianistas de blues utilizaban la mano izquierda para crear una figura de bajos similar al walking bass y en algunos casos se cuenta que alteraban el sonido de su instrumento introduciendo papeles detrás de las cuerdas o clavando tachuelas a los macillos. Sin llegar a esos extremos podían tocar casi simultáneamente varias notas para conseguir efectos poco ortodoxos y retirar la parte delantera de los pianos verticales (que presumiblemente no estarían muy afinados ni mantendrían en buen estado el fieltro de los macillos) para conseguir un efecto de distorsión.

De muchos de los hombres que constituyen la primera generación de pianistas barrelhouse sólo conocemos el nombre, la historia no nos ha dejado grabaciones suyas. Este es el caso de Willie Drive ‘Em Down Hall, un pianista habitual de los locales (especialmente de Noonie’s) de la calle Rampart y que fue el principal tutor de Champion Jack Dupree; y de Mamie Desdoumes, una vocalista que, a pesar de faltarle dos dedos de la mano derecha, se acompañaba al piano para interpretar blues al estilo down home en los burdeles y tabernas de la calle Perdido. Jelly Roll Morton, que en 1938 realizó para la Biblioteca del Congreso unas grabaciones en las que recuerda los temas que escuchó en su infancia y adolescencia, constituye la única fuente de conocimiento de muchas de estas figuras del primitivo estilo de blues para piano de las que sólo conocemos el nombre y, en el mejor de los casos, una fotografía borrosa. Entre otros, cita a muchos pianistas de los estados sureños que mayoritariamente fueron emigrando hacia el norte durante la década de 1920; según sus propias palabras muchos de ellos tocaban indistintamente blues y ragtime, como Winin’ Boy, Josky Adams, Sammy Davis «uno de los mayores genios del teclado»; el drogadicto Alfred Wilson y el jugador Albert Cahill. También «En aquellos años de 1902, contábamos con muy buenos músicos que sólo sabían tocar blues», como Game Kid que era «andrajoso como un cerdo pero el mejor a la hora de tocar un blues», Buddy Carter, Stavin Chain, Clarence Williams y tantos otros.

Una segunda generación de pianistas de blues desarrollará su carrera en el espacio de tiempo comprendido entre la primera y la segunda guerra mundial; en los años en los que las migraciones del sur al norte tuvieron como consecuencia que la población negra se incrementase notablemente en ciudades como St. Louis, Indianápolis, Chicago o Detroit donde se fue concentrando en guetos de reciente creación. Fueron pocos los que decidieron quedarse en el entorno de Nueva Orleans, como Roy Bird, Professor Longhair, que permanecería allí para, en años posteriores, dar forma a un estilo que definiría a la música de piano que identificamos con la Crescent City; servir de maestro a Dr. John y componer temas tan conocidos como Mardi Gras in New Orleans, algo así­ como el himno no oficial de la ciudad y los conocidos y versioneados Crawfish Fiesta y Tipitina, todos ellos provenientes de otros más antiguos que había escuchado durante su infancia y juventud en los burdeles y casas de juego de Storyville. Alex Moore, un pianista de Texas que puede representar el estilo en otros estados, permaneció también en su Dallas natal, donde realizó sus primeras grabaciones para Columbia, en 1929, hasta que, mediados los sesenta, se dedicó de lleno a la música y pudo viajar por el país.

La pericia instrumental de estos hombres (que generalmente practicaban un estilo rudo, directo y sin sofisticaciones que hubiesen tenido poco efecto en locales abarrotados de un público que buscaba el sexo y la botella, la diversión de la noche del sábado), se acompañaba en mucho de los casos de grandes dosis de improvisación y de una enorme capacidad para conectar y atraer la atención del oyente mediante chistes, bromas y el relato de anécdotas reales e imaginarias, en la línea de los story-tellers que arrastra tras de sí siglos de tradición en la música africana. Cualquiera que haya tenido la ocasión de escuchar en directo a Champion Jack Dupree o a Memphis Slim en alguno de los conciertos que realizaron en nuestro país allá por los años ochenta sabe a lo que me refiero. A la capacidad de llenar el escenario sólo con su presencia y la fuerza narrativa de esas largas presentaciones de los temas en las que, a pesar de las dificultades del idioma, la convicción de que algo divertido está pasando o a punto de pasar es evidente aunque la música no haya comenzado y se limite todavía a un rasgueo descuidado sobre el marfil de las teclas. Cuando al final comienza el tema (que a menudo puede ser cortado en seco para relatar alguna historia o comentar un pasaje especialmente recurrente), ya está hecha la mitad del trabajo y tienes al público metido en situación y predispuesto a seguir al músico a donde quiera llevarle.

Al mismo tiempo que muchos habitantes de la Crescent City buscaban mejores condiciones de vida en tierras más frías en el camino hacia Chicago o Indianápolis, saltando de un barrelhouse a otro o recalando durante algún tiempo en cualquier núcleo urbano que contase con una taberna provista de piano que contratase sus servicios, músicos de otros estados e influencias emigraron también hacia el norte.

Por otro lado, y ya dentro de un entorno urbano, el piano adquirió una nueva dimensión al ser una parte importante en el acompañamiento de muchas de las grandes vocalistas del classic blues. En este contexto, muchos músicos, emigrados o nativos, ejercieron en el circuito de las tabernas, prostíbulos, rent house parties (fiestas en domicilios privados destinadas a recaudar fondos destinados a pagar el alquiler de la vivienda), y cualquier otra situación donde fuesen requeridos en el marco de las grandes ciudades. Su estilo fue modificándose y adecuándose a las circunstancias; el piano diversificó sus funciones para formar parte de pequeños combos de blues, acompañar a los vocalistas o acelerar sus ritmos para dar lugar al boggie. Grandes nombres de esa época y precursores del concepto de blues para piano como lo conocemos hoy en día fueron Jimmy Blythe, Hersal Thomas, Cow-Cow Davenport, Little Brother Montgomery, Cripple Clarence Lofton, Jimmy Yancey, que, hasta su muerte en el año 1951, llegó a actuar para los reyes de Inglaterra en el Palacio de Buckingham y fue uno de los pilares del blues en Chicago, Pinetop Smith, que en 1927 grabó Pinetop’s Boogie Woogie introduciendo el término por primera vez en el Cow-Cow Davenporttítulo de una canción y que un año después fallecería dentro de un bar de Chicago, victima de una bala perdida en una pelea en la que él no tomaba parte. Otros como Roosevelt Sykes no sólo no abandonarían nunca su pasión por el estilo sino que serían tutores de otros pianistas como Memphis Slim. Esa sería la segunda generación de pianistas curtidos en el barrelhouse.

La aparición de las Race Records, compañías discográficas dirigidas a un público negro, y el invento y popularización de los Juke Box supusieron un cambio de hábitos en la manera de consumir música de gran parte de la población afroamericana. Por un lado, a los propietarios de los establecimientos les resultaba más rentable instalar una máquina alimentada por monedas que pagar a un pianista o a un grupo. Por otro, un pianista cuyo estilo había surgido de la necesidad de cantar a voz en grito y golpeando el teclado con la fuerza suficiente para hacerse oír a través del barullo reinante en un burdel o en una casa de juegos, cuando no en un barrelhouse repleto de leñadores borrachos, poco tenía que hacer ante el novedoso hecho de poder bailar al son de grabaciones en estudio realizadas por bandas de creciente fama y numerosos instrumentistas. Sin contar con el glamour que proporciona el hecho de colocar una moneda en la mano de la chica a la que quieres conquistar y dejar que ella elija si quiere escuchar a Lonnie Johnson, T. Bone Walker, la orquesta de Duke Ellington, la de Count Basie o a Django Reinhardt «ese gitano francés de tanta fama en Europa». Habían llegado tiempos modernos.

Muchos pianistas adaptaron su estilo al requerido por la creciente industria discográfica que, particularmente en los núcleos urbanos reclamaba un estilo más acorde con su condición de «ciudadanos sofisticados». Aunque hacinados en guetos y sin haber podido alcanzar una economía saludable («¿Para qué morir de hambre en una plantación sureña pudiendo morir de frío en una ciudad del norte?», decía con sarcasmo la letra de un blues de la época) muchos de estos nuevos urbanitas renegaban de todo lo que les recordase un pasado rural y reclamaban un tipo de música que, sin perder sus raíces, se adaptase más a la nueva situación. Aunque en los años cincuenta un nuevo público, que por primera vez acogía caras pálidas, se refugiaba en los clubes de Harlem dando refugio a algunos de los supervivientes del estilo acogidos con benevolencia (lo que se dio en llamar Folk Blues) por una nueva clase social cargada de intelectualidad, la mayoría de sus interpretes se adaptaron a las circunstancias (al fin y al cabo eran maestros en el duro arte de la supervivencia) y adaptaron su estilo a otros tipos de blues más acordes con los tiempos y al gusto del público y las compañías discográficas. El barrelhouse, aunque algunos de sus intérpretes lo mantuviesen vivo durante algún tiempo, tenía las horas contadas y estaba llamado a ser un anacronismo en las fechas posteriores.

La tercera generación, simplemente no existía. A esas alturas el blues había adquirido la suficiente entidad como género como para desvincularse del jazz y de algunas músicas populares a las que siempre había estado asociado hasta el punto de ser considerado la misma cosa. Albert Ammons y Meade Lux Lewis (que en su juventud compartieron trabajo como pianistas y conductores de taxi), en Chicago, y Pete Johnson (el pianista que acompañó durante muchos años al gran Joe Turner), Jay McShann, Mary Lou Williams, y Sammy Price, en Kansas City, llevaron el boggie-woogie a un nuevo nivel de complejidad y entidad propia. Al mismo tiempo, un buen número de pianistas surgieron en los centros urbanos y, en menor medida, en algunas zonas rurales para ir creando las bases y los patrones de lo que sería el blues de Chicago, el R&B, el incipiente Rock & Roll y otros estilos bien conocidos en nuestros días.

La historia del blues no ha sido justa con sus pianistas; la romántica imagen del joven que, guitarra al hombro, pateaba los polvorientos caminos de Mississippi en busca de pactos con el diablo y gloria y fortuna en el negocio musical ha desmerecido el esfuerzo de todos esos hombres que, sentados en un taburete o en una sencilla caja de madera, alegraban el ambiente en locales poco saludables; las condiciones de vida en los sitios donde desarrollaban su actividad (en los campos de trabajo del negocio de la madera y la trementina las visitas eran con frecuencia denegadas y siempre mal vistas) hicieron que las grabaciones de campo que aportaron registros fonográficos y, más tarde, rescataron del olvido a muchos bluesmen que ejercieron su carrera en las plantaciones de algodón, no llegasen al circuito del barrelhouse. En los ’60, el predominio de la guitarra como instrumento solista tampoco favorecían el reconocimiento popular de figuras como las citadas o grandes pianistas de blues como Otis Spann, Willie Mabon, Eddie Boyd y otros muchos que estuvieron siempre a la sombra de los grandes guitarristas para los que trabajaron.

El concepto del músico que interpretaba al piano un tipo de blues y de otras formas musicales adaptadas para el baile, que actuaba en garitos de entrada casi exclusiva para una clientela de trabajadores negros y cuya función era animarles y divertirles al mismo tiempo que propiciar el consumo de bebidas alcohólicas, cuando no de otras diversiones más carnales, había desaparecido de la misma manera que desaparecieron los minstrel shows, las jug band y otras de las muchas formas y maneras que el blues tuvo de manifestarse en sus épocas mas tempranas. Sus esfuerzos y la forma de vencer las dificultades impuestas por un tiempo y unas circunstancias duras y adversas, contribuyeron de gran manera a hacer posible el blues de nuestros días, aunque sus nombres ocupen un espacio reducido en la mayoría de las enciclopedias.

Con la base que ellos crearon a fuerza de necesidad, el blues había fortalecido sus cimientos. La huella de sus descubrimientos y creaciones puede rastrearse no sólo en los músicos que les continuaron sino en gran parte de la música negra de nuestros días. Pero eso ya es otra historia.

 

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Ramón del Solo es el Director de la Revista Bluespain

Este artículo fue publicado originalmente en el n.º 5 de la revista de Societat de Blues, de Barcelona.

🖼️ IMÁGENES: (Cabecera) FSA JukeJoint, Marion Post Wolcott [Public domain], via Wikimedia Commons | (En el cuerpo del artículo, orden descendente) BasinStreetDowntheLine, By Photographer not credited. Likely George Francois Mugnier. (Early 20th century postcard; this scan via [1]) [Public domain], via Wikimedia Commons | Cow Cow Davenport, By I don´t know (Boogie Woogie History) [Public domain], via Wikimedia Commons.

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Artículo publicado en Revista Almiarn.º 36octubre/noviembre de 2007Margen Cero

 

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