Cementerio de barcos

Alejandro Caputi


portada relato Cementerio barcos

I

Esta historia probablemente no sea otra cosa que la bifurcación de otra historia lejana, como toda historia inútil.


II

Charlie fue el primero en abrir los ojos. Los pasos sonaron apagados, la puerta no. La noche anterior habíamos roto 39 botellas en un cementerio de barcos. Yo estaba demasiado cansado y acabábamos de conocernos, una combinación antigua.

Para cuando pude sacar la cabeza de la cama, todo estaba en su lugar. Las paredes continuaban siendo amarillas y las grietas asquerosas estaban en todos sus ángulos. La única botella de vino que quedaba estaba colocada en el marco de una ventana y yo estaba demasiado mareado para ir a buscarla. La puerta se abrió nuevamente. De alguna manera eran las 3 de la mañana.

—Es increíble cómo se reduce al hombre a su existencia individual —Charlie estaba respirando como un orangután con el corazón jodido, una chica morocha de unos veinticinco años gastados había entrado con él—. Nuestras generaciones pasadas ya no son un privilegio, son un obstáculo. Estamos atrapados en un equilibrio perfecto y precario.

La chica empezó a moverse por la habitación posándose a través de distintos muebles rotos por entre los que podía ver sus muslos carnosos y hasta la más mínima palpitación que terminaba en un culo incoherente y redondo como la historia de un crimen italiano. Se removió un poco más por la habitación y se situó al lado de la ventana. Me sonrió como una anciana. Agarró la botella de vino.

III

Una noche antes de acostarme recordé —por causas poco aparentes— una clase de armonía que tuve en el Conservatorio. Yo era otro alcoholescente inútil, fanático de la estética de la desesperación. Remeras negras lisas, jeans, toppers escritas con edding y ojos muertos.

Un tipo canoso estaba sentado erguidamente delante del piano y explicaba que Mozart en sus últimas sonatas utilizaba —mediante superposición de terceras mayores y menores— el acorde de VII disminuida como tensión máxima en los compases de desarrollo de estas obras. La tensión era tan grande que inmediatamente había que volver a la tónica y reposar. El oído del siglo XVII no aguantaba y vomitaba; era saludablemente necesario volver al primer grado y descansar la audición.

El viejo delante del piano volvió a tocar este acorde de VII disminuida. Lo repitió innumerables veces. Las teclas se estremecían repitiendo el mismo sonido. Las terceras mayores y menores se retorcían en mis oídos de 16 años, hasta que algo sucedió; ese acorde ridículo había dejado de ser tensionante. Seguía sonando —el tipo delante del piano no se rendía, ponía cara de pelotudo a cuerda y seguía martillando a más no poder— pero aquel sonido ya no me causaba estimulación alguna. Para mi era igual de tensionante que un acorde mayor o algún bolero que le gustara a mi vieja.

A continuación no pude más de darme cuenta el curso que había tomado el desarrollo de estimulación nerviosa en la civilización occidental. El acorde de VII disminuida era hoy por hoy una estupidez comparado con la distorsiones usadas por Hendrix a finales de los 60´s o la capacidad anestesiante que tenía el Theremin en la música electrónica unas décadas después. Esto no tenía que ver con un desarrollo artístico. Estos tipos no eran artistas. Tanto Mozart como Hendrix eran manipuladores extremos del sistema nervioso. La única diferencia entre ambos residía en que los 186 años que los separaban habían colmado gran parte de la estimulación nerviosa involucrada en el placer. Hendrix no tuvo otro remedio que triplicar la apuesta de Mozart y tocar la guitarra con sus dientes, a veces ubicarla detrás de su espalda y a veces prenderla fuego; tensión máxima.

El clásico fuego jodiendo una Fender Stratocaster en el festival de Monterrey´67 no era una expresión artística. Era el agotamiento de los placeres sexuales. El desenlace natural de la sobrecultura occidental. Un retorno al culto brutal.

Me serví una medida de un whisky cualquiera y logré dormirme. El hombre se había minimizado a los objetos que lo mataban.

IV

Unos meses mas tarde recibí un mail de Charlie. El negocio del LSD y los libros robados iba mejor que nunca. Ahora el aditivo pulposo era Sarah. La borracha con su culo incoherente era ahora su novia y cogían alrededor de 10 veces todos los días.

Según las concretas descripciones de Charlie en sus mails, ni bien se levantaban a la mañana para desayunar y esnifar un poco de coca, Sarah no dudaba en tomar ventaja de la somnolencia matinal para comenzar arrodillándose lentamente hacia la bragueta de Charlie, sacar la pija suavemente y empezar a lamer el frenillo debajo de la cabeza sólo con la punta de la lengua. Luego se colocaba toda la pija entera haciendo unas succiones fuertes hacia adentro. La penetración comenzaba unos 10 minutos después. A Sarah le gustaba estar acorralada contra una pared, de espaldas a Charlie, sintiendo la pija entrando fuertemente en la parte inferior de entre los dos cachetes de su culo. Nunca lo hacían en la cama.

Le escribí inmediatamente a Charlie para que nunca más me escriba un mail.

V

Me gustaba la idea de escribir con auriculares. El ruido se sintetizaba en palabras extrañas. Es todo lo que puedo decir. Todo se había reducido a eso.

Pasaba horas enteras caminando por una pequeña habitación escuchando Shelter From The Storm, de Dylan. Parte de mi mano izquierda se había inmovilizado gradualmente. Pensaba en mujeres inexistentes de otro tiempo y nunca apagaba los cigarrillos que ya había prendido anteriormente. Eran mis últimos placeres sencillos.

VI

El 4 de agosto Charlie le regaló un portaligas y alguna que otra lencería sexy, que ahora no recuerdo, a Sarah. Esta pretendió disfrutar de todo aquello y hasta llegaron a mostrar afecto humano entre ellos.

En octubre Sarah comenzó a engañarlo. Entre la lista estaban algunos de sus mejores amigos, entre lo cuales yo —claramente— no estaba incluido por haberlo conocido tan fugazmente. Nunca supe si a Charlie le molestó. El tipo se volvió taciturno y emocionalmente sencillo. Comenzó a usar sacos negros y botas largas. Rara vez salía de la casa.

Cuando Sarah quedó embarazada Charlie se refugió en películas chatas y empezó a reunir escritos. La mayoría contenían números estúpidos y palabras crípticas que nadie entendía por el solo hecho de que no tenían que ser entendidas.

La noche siguiente al aborto soñó que nadaba en un mar de vidrios y no se sorprendió mucho al respecto.

VII

Un martes a la madrugada yo estaba escribiendo una nota suicida y un cuarteto para glockenspiel y dos violines. El timbre sonó una sola vez y comprendí que era la hora exacta en la cual nos volveríamos a ver.

—Vos y yo estamos en el mismo punto —alcanzó a decirme Charlie en la puerta del edificio—. Por nuestras venas corre agua muerta.

No llegué a asentir. Algo se había roto dentro de él. Nos quedamos mirando entre nuestros ojos vidriosos un espacio igual a la eternidad. No tardé en darme cuenta que Charlie había comprendido los alrededores de las emociones extremas. Los últimos pasajes del amor y la muerte.

Decidió alejarse en ese preciso momento sin que yo notara exactamente hacia dónde y fue como si una extensión de mi personalidad se eliminara. Era la segunda vez que lo veía, y no fue difícil para mí intuir que era la última.

Subí a mi departamento. Dejé un cigarrillo prendido sobre el marco de la ventana para alguien en donde yo había dejado de ser y me tomé un baño frío.

Habíamos roto 39 botellas alrededor de un cementerio de barcos en nuestro primer día. Nos habíamos entendido bien.


Alejandro Caputi
(Buenos Aires, Argentina; 1985).
«Lector y escritor por consecuencia y enfermedad. Realicé talleres de poesía independientes en Puan. Inumerables lecturas antágonicas de Ezra Pound, Ungaretti, Arthur Rimaud y centenares más cambiaron mi vida. Escribir me mantiene por el camino. El único y último que me queda».


Contactar con el autor: alejandrocaputi [at] hotmail.com

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