relato por
Pedro M. Martínez Corada
A
ura Esthela nació en Ecuador la misma noche que murió la gata Flora. Fue en el plenilunio, cuando los dioses de la tierra y del cielo se reúnen para celebrar la armonía de las esferas del universo. El padre de Aura decidió poner este nombre a la bebita de pelo negro cuando vio la luna pálida, envuelta por un círculo de luz lechosa. Después bebió un trago de cerveza y le dijo a su compadre Franklin:
—Lo de la gata es buen presagio, créemelo. La niña llegará muy lejos…
Cuando tuvo veinticinco años Aura se marchó a España, días antes del Carnaval de la Mama Negra. Le debe todavía mil dólares a un señor de Saquisilí, que acaba de reclamar a su padre el pago de una cuota atrasada del empréstito. Hoy, sin falta, tiene que conseguir la plata para mandarla.
Son las seis de la mañana y Aura pulsa el botón del número cuatro en el panel del ascensor. Mientras sube recuerda cuando de niña iba al Caño Gordo a por agua y soñaba con trenes plateados que la llevaban a la ciudad. Es el primer apartamento que va a limpiar en el día. Podría haberlo hecho por la tarde, el dueño se ha ido de viaje, pero hoy tiene que aprovechar el tiempo. Aprieta el bolso contra el costado y siente cómo cruje el resguardo blanco que le dieron ayer en el banco, el justificante del último pago a la policía. Si todo va bien, en diez días tendrá tarjeta de residencia, un salvoconducto de plástico para entrar en el futuro.
Abre la puerta del piso, su apartamento preferido. Hay periódicos tirados en el suelo y vasos pringosos sobre la mesa de cristal del living, mas no le importa. Busca con la vista a la gata grisácea, panzuda como un oso de peluche y grandes ojos azules, pero no la encuentra. Tira el bolso sobre el escueto sofá, apaga el descuidado televisor, y se agacha un poco:
—Misi, misi, misi…
La gata, redonda como un melocotón, está debajo de la única cama del apartamento, observando fijamente a una cucaracha negra que acaba de caer desde el somier. Los ojos azules se le contraen hasta que casi forman una fina línea recta. El bicho está panza arriba y mueve con desesperación las patas y las antenas, intentando girarse. La gata no le quita ojo, alguien diría que con aire divertido, y eriza la cola aterciopelada. Espera. Al fin, el insecto consigue dar la vuelta y corre hacia el rodapié en busca de la guarida. La gata se lo traga de un bocado.
—Misi. Misi, misi… —Aura está en el pequeño cuarto de baño, regado con toallas en la bañera y el suelo.
Debajo de la cama, la minina cierra los ojos, se relame y con una de las patas delanteras se frota el hocico. El tránsito del cuerpo ovalado hacia el estómago termina y asoma la faz entre los faldones del edredón nórdico. Aura, que sale del baño, la ve:
—Cariño, ¿dónde estabas? Ya sé, quieres jugar… Ven. Ven aquí…
A Aura le gusta la gata. La quiere como si fuera propia. Cuando la ve firma un armisticio con el mundo. La gata ronronea y se frota contra las piernas de la mujer que siente el pelo suave del animal. Aura se deja caer en el sofá, la gata le salta encima del regazo y le lame las manos. Es una lengua caliente, húmeda, áspera. Aura se olvida del cuarto de baño, de la pileta del fregadero llena de platos manchados de grasa y acaricia las orejas de la gorda, erizadas como si fuera a haber tormenta. Los ojos azules del félido la miran, magnéticos como una constelación equinoccial, brillantes como los fuegos artificiales del Carnaval.
Durante unos minutos acaricia las patas y la tripa del animal, que ofrece la panza y las tetillas gustosa. Minutos que, sin embargo, son horas de vida recordada. Los padres, los hermanos, tan lejanos; la roja línea del horizonte en las tardes en que comían queso de hoja y ayuyas y el Curiquingue, el Capariche y el Caporal recorrían con sus disfraces las calles carnavaleras.
Es un momento que se concede Aura, todos los jueves, en el minúsculo apartamento, donde a veces llora un poco. Ella querría ser enfermera. O mejor doctora, en un gran hospital como los que salen en televisión, para ayudar a la gente, casarse y vivir en una casa con jardín y hacer cuy asado a sus padres. Pero se tuvo que ir sola a España, tras pedir un préstamo al señor de Saquisilí, después de darse cuenta de que nada había por hacer en el pueblo, que tenía que buscar otra vida.
Aura pone en el cedé un disco de Maná, mientras comienza a fregar los platos. Hace dos meses que no ve al dueño del apartamento, sólo alguna nota en la puerta, de cuando en cuando, da razón de que él existe.
Casi está terminando la canción Hechicera, cuando suena el teléfono. Aura se sobresalta un poco, pero menos mal que no se le cae la ensaladera que está enjuagando. Salta el clic del contestador y oye una voz de mujer que grita entre ruidos de coches:
—Javier, es el tercer recado que te dejo. Hoy es once de marzo y todavía no me has ingresado el dinero de Marta. Sabes que lo necesito… Como sigas haciendo el cabrón se lo digo al juez —Marta debe ser la niña rubita de una de las fotos que hay sobre la repisa de la mesa plegable, piensa Aura.
—Misi… Misi…
La gata no sale a despedirle cuando se va. Ya le dio su ración de cariño hace un rato. Otra vez está debajo de la cama, vigilando el rodapié con sus ojos azules como el cielo de verano sobre el Cotopaxi. Aura cierra con cuidado la puerta del apartamento y acaricia de nuevo el bolso. Tiene que darse prisa o perderá el tren para la estación de Atocha. Sonríe en el ascensor pensando que dentro de poco quizá pueda traer a sus padres: cada vez hay más apartamentos que limpiar.
La gata cierra los ojos y dormita. Hace ya mucho tiempo que se acostumbró a la soledad.
🎙 Lectura del relato en el programa ‘Breus’, 106.9 FM (Ràdio Kanal Barcelona) · Locutor: David Morales
Pedro M. Martínez Corada (Madrid, 1951). Escritor y fotógrafo. Director de la Revista Almiar. Ha publicado el libro de relatos Nunca llueve sobre el Sáhara (Mandala & Lápiz Cero, 2008) —en el que se encuentra el relato aquí publicado— y participado en las antologías Vampiros, ángeles, viajeros y suicidas (Kokoro Libros, 2005); Inventarĭum (Margen Cero, 2013); Martínez en tertulia (Café Literario Editores, 2014) y Archipiélago 988 (Cuadernos del Laberinto, 2022).
🖥️ Web: martinezcorada.es
Ilustraciones: (Relato) Diseño basado en una fotografía de Valter Zhara (en Pexels)
Retrato del autor: Fotografía por Diego Martínez ©
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 97 · marzo-abril de 2018
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Sigue siendo uno de los mejores cuentos que has escrito y que yo he leído. Dos soledades compartidas y un amplio abanico de sentimientos sugeridos. No se puede decir más con menos. Un relato en estado de gracia.
Comparto con Carmen que la Soledad de la Gata, es un relato genial y lo de la soledad compartida. Gracias Pedro.