Cuéntanos un viaje en...

Ascensor

Autores publicados:

· Carmen López León · Esther Zorrozua · Cecilia Ortiz · María A. Moreno · Mary Carmen · Adriana Serlik · Sofía Campo Diví · Graciela Pucci · Luis V. Ferrada · Selene · Juan Rincón Ares · José Manuel Godoy · Alz · Conrado Arranz · Susana Duro · José Romero P. Seguín · Marisol · Mistery

COMUNICACIÓN

—¡Fuera de aquí!, ¿no ve que esto es una escalera de caracol?

—Ya lo sé, pero no veo por qué tengo que irme, al fin y al cabo no lleva a ninguna parte.

—Ni tampoco viene de ningún sitio, ¿no se había fijado?

—Entonces, ¿qué hacemos aquí?

—No sé, es mi propia vida y puedo girar sobre mí mismo tanto como me plazca, ¿no le parece?

—Ya me había dado cuenta, también es mi vida, pero ¿qué hacemos juntos?

—No tengo ni idea, aunque podríamos averiguarlo, ya que hemos coincidido de alguna forma.

Yo estoy en mi plano inconsciente ahora y veo palomas negras y una serpiente escarlata.

—No puedo ver eso, yo estoy en el plano consciente y eso no tiene ningún significado para mí.

—Quizás si bajara a este nivel, podría entenderlo.

—¿Lo entiende usted?

—En el plano inconsciente no se entiende nada, simplemente las cosas son, y ya está. Ahora la serpiente se ha transformado en una cinta de raso anudada al cuello de las palomas.

¡Qué extraño!, estoy tratando de llegar un poco más alto y la escalera se distorsiona y me obliga a bajar de nuevo.

—No es fácil llegar a nivel de la supraconsciencia, ya lo he intentado un par de veces sin alcanzarlo.

—Quizás no esté usted debidamente preparado. Yo he practicado con técnicas orientales.

—¡Qué tontería, mirar tanto hacia oriente!, los griegos ya conocían la ataraxia hace miles de años en el Mediterráneo.

—¿Cree que podríamos probar juntos?

¡No, hombre! Llegamos por separado, aunque allí si que nos encontraríamos, es un nivel de comunión universal.

—No sé... no sé. En el nivel del inconsciente, ¡sí que se está solo!

—Tremendamente solo, rodeado de angustias y temores.

—Ya volaron las palomas negras con su lazo escarlata en el cuello.

—Ahora bajo yo y me encuentro una gran caja de cartón, vacía, en la que alguien está echando cubos de agua.

—¡Pero eso no es posible!, no podrá contenerla.

—Ya, pero es así y la caja se está reblandeciendo por los lados, aunque contiene toda el agua, echen la que echen.

—Acabará por romperse y lo inundará todo.

—Cuando llegue ese momento estaré en el nivel consciente, donde está usted ahora.

—En el nivel consciente no podremos seguir hablando, olvida que no nos conocemos.

—Por supuesto, ¡no puedo dejarle entrar en mi vida!

—Ni yo lo pretendería, señor mío, ¡faltaría más!

(Planta TREINTA Y DOS.— abriendo puertas).

—Adiós, buenos días.

—Buenos días.

Carmen López León

 

Su padre y mi madre habían estado a punto de casarse, pero no lo hicieron. Ahora, el azar los había reunido viviendo en el mismo edificio, cada uno emparejado de otra forma y ambos con hijos adolescentes, él y yo, a quienes nos habían fustigado sin piedad con aquel episodio de su pasado forzándonos a convertir en realidad aquello en lo que ellos fracasaron.

—Sería estupendo que nuestros hijos se casaran entre sí —oíamos ambos a menudo, como una especie de mantra inexplicable al que no nos sentíamos vinculados.

Cada vez que coincidíamos en el aquel ascensor con tres caras de espejos, nos ruborizábamos e instintivamente nos dábamos la espalda. Creo que hasta llegar al 3.º, donde yo me apeaba, ni siquiera respirábamos, atentos sólo a espiarnos con cuidado a través de los quiebros del azogue, evitando siempre cruzar nuestras miradas, pero estudiando indirectamente y de manera recíproca al objeto de aquel plan anacrónico de nuestros progenitores. Ni se nos ocurría cruzar una frase.

El ascensor se convirtió en nuestra cámara de las torturas. Con el tiempo, aprendimos a evitarnos, a turnarnos mediante un pacto mudo a subir andando, yo hasta el 3.º o él hasta el 6.º Luego, él se echó novia y yo empecé a salir con un compañero de la facultad. Nuestros horarios dejaron de coincidir. El ascensor fue perdiendo, poco a poco, su carácter claustrofóbico, de trampa mortal.

Quizá fue una pena, porque el vecino del 6º tenía una carrocería de lujo y alguien me habló de sus muchos encantos personales. Creo que yo también llegué a gustarle un poquito.

Hoy en día, tanto él como yo, emparejados con otras personas, hay veces que volvemos a coincidir en el ascensor, que ya no tiene espejos, cuando vamos a visitar a nuestros ancianos padres. Nos sonreímos significativamente, portadores de aquel secreto de juventud, y la gente que comparte cabina con nosotros, nos mira con extrañeza, sin entender qué es lo que nos hace tanta gracia.


Esther Zorrozua: esther_zorrozua[at]euskalnet.net

La he vuelto a ver, me dice mi compañero conteniendo el aliento. Le respondo una tontería y sigo con mi ordenador. Insiste en hablarme del encuentro. Que sí, que bueno que es eso, contesto por decir algo. Se va.

Y el recuerdo llega como tantas veces.

Entré al edificio corriendo, como siempre. El ascensor a punto de cerrarse, mi grito hizo aparecer una mano que detuvo la puerta, y entré. Fue entrar en otra dimensión, galaxia, paisaje, éxtasis.

Hasta el piso treinta, me escuché decir. ¿Treinta? No hay más que doce, contestó.

Misteriosamente el ascensor se detuvo, o fueron mis deseos de hacer eterno el viaje.

Dos horas después nos rescataron los bomberos.

Ni me había enterado, ella tampoco, de que corríamos peligro ahí adentro. Hablamos mucho, a oscuras. Sin vernos, prestando atención a la voz, a las palabras, A los silencios. Al salir nos separamos, es decir ella siguió con su camino y yo, sin saber dónde ir.

A la semana siguiente pregunté en la oficina dónde ella tenía que haber ido.

Con mucho empeño logré saber la dirección de su oficina. El encuentro no podría haber sido mejor.

Seguimos juntos por tres meses, dulces tres meses, intensos tres meses, tres meses como nunca.

Conocí su familia. El mundo se desmoronó.

Su padre, era mi padre también. Cosas de los mayores. Esas cosas que hacen cuando no piensan. Familias paralelas creo que le dicen. Tampoco olvido ese momento. La cara de ese hombre, al que golpeé muy fuerte. No se defendió.


Nos quedamos vacíos los dos. No nos teníamos el uno al otro.

Ella vino a mi oficina varios días después. Debido a la mala entraña de nuestro padre, tuvimos que tomar una decisión. No nos importó.

Decidimos seguir juntos en la vida, sin niños e hicimos lo que era necesario, cada uno.

Ahora tenemos tres, que hemos adoptado. Vinimos a vivir a Barquisimeto, Venezuela. Un amigo de la familia nos ayudó, él también vive en la ciudad de los atardeceres, bellos colores anunciando que el día vendrá otra vez.

Mi compañero insiste, qué me dices, la he vuelto a ver, me escucho decir, pregúntale primero quién es el padre.

(A Marian, mi amiga, de Salamanca, que le gustan los cuentos de ficción ficción)

Cecilia Ortiz: ceortiz03[at]yahoo.com.ar

Vivía en el tercer piso donde los gritos y los portazos eran la canción de bienvenida a propios y extraños. En las habitaciones diminutas nos soportábamos ocho personas, un gato de raza indefinida, ocho cactus y tres geranios maltrechos. Pero a la salida, en el pasillo, la madriguera del conejo blanco me aguardaba para llevarme abajo, abajo, abajo. Era un ascensor cubierto de madera que rechinaba lastimosamente al bajar. Era un cuadrado fantástico que viajaba a la casa del sombrerero loco y al reino de las cartas de corazones. En el piso más bajo del edificio, sobrevivía una mujer escéptica, de mirada aguamarina y ademanes extraños y suaves. Seguro murió, cuando me marché, era vieja, tan vieja como el océano gris.

Huía en ascensor de los ruidos, de la rutina, de la fealdad de mi vida, hecha de frío y de hambre nunca satisfecha. Abajo, abajo, abajo, vivía una dama anciana, extraña y poco dada a hablar de naderías que me dejaba penetrar por unas horas en su mundo de mágico silencio. Recuerdo que tenía violetas en jarrones blancos y una tortuga enana y anaqueles que se curvaban como espaldas de viejo por el peso de las historias. Recuerdo que la hallaba casi siempre fumando un cigarrillo tras otro, tomando una taza de té y otra y otra. Recuerdo que me acariciaba el pelo cuando partía hacia el ascensor, camino de la estridencia y de la opacidad de los días del tercer piso. De entre todos los recuerdos, hay uno que por sí solo era capaz de arrastrarme al ascensor aunque estuviese enferma o no soportase el hambre. En medio de la sala había un gran baúl de madera que ella abría para mí. Repleto de postales amarillas por el tiempo, el baúl guardaba los restos del naufragio, pero esto lo comprendí mucho después, no entonces. Yo leía absorta las dedicatorias de las tarjetas postales: Con cariño para Julita, Déle recuerdos a sus padres, No la olvido, He conocido Berlín, Pasaré por España el mes que viene, Puede decirle a su señor padre si puede recibirme...

Abajo, abajo, abajo. Había un mundo insospechado, hecho de maderas del naufragio y de pedazos de sueños rotos.


M.ª Antonia Moreno Mulas: amormul35 [at] hotmail.com

...En dos oportunidades, hemos compartido, además, un pequeño, fugaz y dulce, recorrido en ascensor... No estábamos solos, casi nunca estábamos solos pero sí nos sentíamos juntos. El espacio reducido, la luz artificial y el no saber hacia donde mirar, queriendo mirar sus ojos, apenas nos hacía olvidar la devastadora distancia que nos separaba y que, irremediablemente, siempre nos separaría. Sin embargo, aquellos instantes el el ascensor, sin espejos, parecían querer decirnos que seguíamos vivos, que este amor, tan imposible, no sabía sino crecer.

...Pienso mucho en aquellos momentos, encerrados entre la armadura verde de un triste ascensor, en la sonrisa clandestina, en la oculta esperanza de que se detuviera y con ello, se detuviera también el tiempo, un tiempo que, como el ascensor, nos obligaba a viajar en vertical y a contracorriente.


Mary Carmen: ruizdobado[at]wanadoo.es

Ese día subí preparada y dispuesta a pasar el tiempo necesario: una botella de agua mineral, el periódico, algo para comer.

Estabas mal pero decían que había que tener la esperanza de que lentamente mejorarías.

Cuando bajé, sólo la terrible desesperación de haberte perdido para siempre.

De no poder nunca volver a escuchar tu voz.

Diecisiete años diciéndome que me querías.


Adriana Serlik: lalectoraimpaciente [at] yahoo.es

Y si..

Parecía decidida a llegar hasta el final cuando entró en el ascensor unos segundos antes. Y sin embargo no había hecho más que ponerse en marcha cuando empezaron sus vacilaciones y sus dudas.

Había esperado durante meses que se llevara a cabo aquel encuentro, había soñado con aquel momento; pero ahora no estaba tan segura de lo que iba a hacer.

Le había conocido en una charla de chat unos años antes y le pareció sencillamente maravilloso, parecía el hombre perfecto, alto, atlético, moreno semicano. Al menos eso le había dicho y así lo mostraban las múltiples fotos que le había enviado durante esos años. Sus charlas a través del Messenger habían sido deliciosas. Sin duda que había disfrutado con aquella amistad.

Pero cuando el ascensor se puso en marcha, a ella le pareció el efecto contrario. Cuanto más subía el aparato más le parecía bajar al sótano de la desilusión, al infierno del miedo y de las dudas. Y comenzó a hacerse preguntas.

Recordó a Ícaro y se le antojó que comenzaban a derretirse sus alas para seguidamente caer irremediablemente al hondo del abismo de la decepción. Y si… ¿Y si las cosas no fueran como ella las había soñado?, ¿sí él no fuera más que fruto de su imaginación o de su necesidad?, ¿si le había mentido y no era quien decía que era?

El ascensor subía casi sin hacer paradas y eso acortaba los minutos que tenía para tomar su última decisión. Miró a su alrededor, sus compañeros de viaje, absortos en sus pensamientos, parecían ajenos a todo.

Se detuvieron en el piso noveno y entonces a ella le entraron ganas de salir corriendo y comenzar a correr escaleras abajo, pero algo la detuvo en su interior. Comenzó de nuevo el ascenso; había superado la primera ocasión para huir, pero no por ello habían desaparecido sus cavilaciones y sus dudas.

Y si… ¿y si en aquella dirección resultaba no vivir nadie?, ¿si era todo una broma cruel del destino?, ¿si el se decepcionaba al verla y decidía no abrirle la puerta?

Comenzó a pensar que hacía mal en ser tan confiada. Que era una loca por seguir adelante con aquella aventura. Sin embargo una fuerza interior la animaba a seguir adelante.

El ascensor seguía subiendo, parecía que ya no había marcha atrás, cuando se detuvo en el piso quince y todas aquellas personas la dejaron sola. Así que tuvo que seguir su viaje a solas con sus pensamientos. Y si…

De nuevo aquellas dudas. Y si resultaba todo falso, si tampoco existía la puerta C, si él en realidad era un monstruo, un enfermo, un tarado, un loco…

Miles de preguntas se agolpaban en su cabeza como queriendo hacerla reflexionar. Y todo comenzó a girar a su alrededor. Pero… ¿cómo iba a sentirse ella si aquello resultaba una cruel mentira del destino?, ¿y si sólo habían querido reírse de ella?...

Había llegado al piso veinte, su destino. … Se abrieron las puertas… y sin dudarlo dos veces, levantó su mano y pulsó el botón de la planta baja.

Respiró aliviada... en un segundo lo vio todo claro. Y conforme el ascensor bajaba a velocidad de vértigo, decidió que prefería que aquella historia y aquel hombre permanecieran en su recuerdo tal y como los había soñado... Al salir a la calle tropezó con un hombre moreno, atlético, semicano. Y si... ¿Y si fuera él...?


Sofía Campo Diví: scampodivi[at]hotmail.com

Al abrir la puerta me invadió la sensación de siempre, la hice a un lado, dieciocho pisos por escalera eran demasiados, respiré hondo y me encerré en la caja elevadora.

En la botonera marco el 18 “E”, sube rápidamente, ocupo mi mente en tonterías, miro el indicador: piso 10; respiro con cierto alivio a pesar de mi ahogo.

De pronto todo es oscuridad, se detiene el ascensor, un frío recorre mi cuerpo y transpiro copiosamente, paralizada trato de mover el brazo para alcanzar la botonera, nada de mí responde, un grito mudo asoma a mi garganta, me aturde el silencio, la soledad que siempre está conmigo me ha dejado sola.

Alguien acaricia mi pelo, unas manos rodean mi cintura, siento besos en mi cuello. Sigo sin poder moverme, dedos ansiosos caminan por mis caderas, vuelan hacia mis senos y otra vez a mis cabellos, recorren, bailan, cosquillean, abren los botones de mi camisa, se internan en el rojo sostén que ya no sostiene...

Una mano ágil desciende y socava mis humedades, refugiada en mí acelera el ritmo, la pequeña muerte sobreviene, un grito de placer estalla en la garganta.


Se enciende la luz, el ascensor comienza a moverse, mi soledad y yo nos miramos.

Piso once, siete pisos más arriba espera mi terapeuta.

El ascenso es rápido, la campanilla anuncia la llegada, desciendo al palier confortable, frente a mí el departamento 18 “E”, sin necesidad de llamar me recibe una sonrisa amplia, qué bien estás hoy, cómo estuvo el viaje en ascensor, pregunta Javier, in-cre-í-ble, respondo mientras me siento frente a él.


Graciela Pucci: gdpucci[at]hotmail.com

TODA UNA VIDA

Toda una vida atento al ascenso y descenso de los valores. Preocupado de cómo subían y bajaban los papeles bancarios, los documentos de la bolsa de comercio y las cuentas de las grandes compañías. Una existencia guiada por el único interés de ver ascender a los gerentes, en su vertiginosa, agitada y loca carrera profesional, para luego, irremediablemente, descender nuevamente al mundo llano. Toda una vida preocupado de los metales, del plástico, de los números y el bronce, sin más gesto de humanidad que un movimiento de cabeza en respuesta a algún saludo... es el residuo de mi vida como ascensorista.

Luis Valentín Ferrada Walker: lvferradaw[at]hotmail.com

Viajecito en el ascensor del Hotel Hiltage

Puedes poner cara de desprecio, camarero infeliz. Si te parece poca la propina a mí me pareció horrible la comida y tu servicio. Eso murmuraba yo cuando entré en el ascensor en el sexto piso. –Mucha vista, mucha vista desde acá arriba, pero carísimo para un Pato a la Champaña, pura grasa.

El ascensor era muy grande; pero sólo estaba Aquiles en una esquina, recostado, sollozando por la muerte de Patroclo. —Deja de llorar como un niño —le amonesté, agregando: —Soy del siglo XXI, y puedo asegurarte que su muerte fue un eslabón que te catapultó a la Historia. Recobró su entereza, me puso en la cabeza su dorada celada empenachada en rojo, y desapareció. En eso ya llegaba el ascensor al quinto piso. Allí noté a un muy angustiado General, el Persa Jerjes.

—No te preocupes —me sentí en la obligación de decirle—. Los Espartanos solo llevarán 300 hombres a Las Termópilas. Sin decir palabra me puso en la mano su estandarte y galopó a la batalla.

Al nivel del cuarto piso, en otra esquina, encontré a Miguel Ángel en el momento de quitar el mármol sobrante de la frente de Moisés.

—No —le recomendé—, esas salientes semejan cuernos perfectos; tendrían ocupados a los teóricos por los siglos venideros, ¿no crees? Asintió, moviendo su cabeza rodeada de blanca cabellera, y me regaló una maqueta, hecha en madera, de un misil norteamericano actual, tierra-aire.

En el mismo momento en que se abrió y volvió a cerrarse la puerta del ascensor en el tercer piso, el vaquero tejano de polvoriento sombrero decía:

—Sírvanme otro tequila —y golpeaba el vaso en la barra del Saloon borroso por el humo, atestado de ebrios y tahúres. A pesar de las notas de ¡Oh! Susana que el pianista arrancaba, obviamente, del piano, yo pude escuchar el silbido de la bala justo a tiempo para dar un empujón al cow-boy. No pude evitar, porque tenía ambas manos ocupadas, que me colocara, agradecido, su guarda calzón de cuero de oveja; ya que no le acepté una pepita de oro.

Como experimentaba algo extraño, aunque no podía precisar qué era, deseaba salirme del ascensor. Pero me quedé inmóvil por un piso más, de manera que Nicolás, el Zar de Rusia, que se paseaba angustiado por la inminente Revolución Bolchevique, se quitó su manto de armiño de Siberia y lo colgó de mis hombros confundiéndome con su edecán.

En el primer piso dejé el ascensor; ya frustrado mi viaje a la planta baja. Crucé tambaleante el pasillo y, en el salón de recepciones donde se estaba realizando una fiesta, me recibió una ovación, papel picado, serpentinas, y gritos de ¡Primer Premio!, ¡Primer Premio a la mejor vestimenta! Quise avanzar para recibir el trofeo. Pero caí; la bala perdida del Saloon del Far West había impactado en mí. El padre de Hamlet me ayudó a levantarme y me consoló: —Verás que, después de todo lo que soportamos en el mundo, no es tan malo ser un fantasma.


Selene: selene79_9[at]ciudad.com.ar

El ascensor de la izquierda

Siempre creí que el ascensor de la derecha era más rápido a pesar de que, en realidad, son clónicos. Por eso cada día, al salir a la seis y veinte muchos de la madrugada para trabajar lo llamaba desde mi piso doce y hacía esfuerzos frenéticos por pesar más y restarle unas décimas al estresante viaje de bajada.

Durante el fin de semana y las vacaciones, usaba el pacífico ascensor de la izquierda para salir al cine o a pasear con mis amigos. Así ha ocurrido durante dos años.

Hoy, sin embargo, se averió el ascensor de la derecha y tuve que bajar al trabajo en el otro. Mis compañeros han tardado más de una hora en averiguar que lo que había de nuevo en mí este lunes no era un peinado ni una camisa.


Juan Rincón Ares: jrinconares[at]terra.es

Me desperté en un habitáculo muy pequeño. Olía raro. Estaba desconcertado y aturdido, pero intenté recomponerme y a la vez que mis ojos, poco a poco, se hicieron a la oscuridad, me di cuenta que estaba dentro de un ascensor. Sin saber porqué, pulsé el botón que conducía a la primera planta.


Cuando el ascensor paró, sus puertas se abrieron y descubrí un paisaje desolador. El pasillo de lo que parecía un lujoso hotel estaba totalmente destrozado. Las macetas tiradas por el suelo con la tierra manchando plintos y azulejos, las paredes rayadas por rotuladores de colores... Al girar mi cabeza hacia la izquierda pude comprobar como un hombre enchaquetado daba saltos girando sobre sí mismo en el aire hasta acabar en el suelo. Cerca suya, un mujer con aire sofisticado propinó una sonora bofetada a un señor mayor porque éste, al parecer, intentaba darle besos cariñosos en la mejilla. Todo esto acompañado de gritos incoherentes y un ambiento enloquecido que, a pesar de su insensatez, provocaba en mí un estado de ternura quizás incentivado por un agradable olor a talco que flotaba en el ambiente. Y el ascensor se cerró.


Sin que yo hubiera pulsado botón alguno, se puso en marcha, y se paró en el segundo piso. Al abrirse la puerta, un hombre se abalanzó hacia la puerta y entró corriendo al ascensor, escondiéndose tras de mí. Al volverme, pude ver como el hombre tenía un rostro bastante afeminado, tal que parecía una mujer. Le pregunté qué estaba haciendo y con nerviosos ademanes me señaló el pasillo con la cabeza. De repente, tres hombres, mucho más fuertes y varoniles, se acercaron con aire amenazante propinando insultos sobre el que se aferraba a mi espalda. Me empujaron y caí al suelo. Mientras los tres matones le pegaban, alcé la cabeza desde el suelo y comprobé como tres mujeres se reían despiadadamente de mí y me señalaban, mientras que un hombre mayor (muy parecido al del primer piso) intentaba intimar con una preciosa chica que le daba reiteradas calabazas. Un olor agrio inundó la estancia y, marcháronse los tres matones con el hombre afeminado, el ascensor se cerró.


Antes de que me diese tiempo a reaccionar de mi estupor, la puerta volvió a abrirse en la planta tres, pero esta vez ningún hombre se lanzó hacia mí, porque todos parecían muy preocupados, andaban de un lado a otro comentando sus problemas y sus quehaceres. Una pareja bastante bien vestida hablaban por el móvil entre ellos hallándose cada uno a menos de dos metros de distancia del otro. Una mujer mal peinada con mono azul forzaba una sonrisa hipócrita ante un anciano que, con su mano, buscaba algo más que amistad en el cuerpo de aquella. Y al fondo del pasillo, un psicólogo parecía muy interesado en lo que un hombre (también ricamente vestido) le contaba con la parsimonia del que ha contado muchas veces la misma historia. Un dulzón olor con pinta de colonia barata me embriagó hasta casi marearme, y acto seguido, se cerró la puerta.


Se paró el ascensor en la planta que el botón encendido indicaba, la cuarta, la última. Al abrirse ya tenía curiosidad por ver que dispar paisaje me iba a encontrar, acostumbrado ya, a mucho revuelo y alboroto.


Pero no fue así, la serenidad se masticaba en el ambiente. Había tantas personas que atestaban el pasillo. Unos jugaban a las cartas, otros paseaban con la mirada perdida, y si agudizaba un poco el oído, podía escuchar un leve sonido constante, como si fueran quejidos, pero muy apagados. Al echar un rápido vistazo, me percaté de una cosa. Allí había gente que parecía sufrir mucho, pero todas tenían una sonrisa en la boca, cosa que me proporcionó una serenidad inusitada en este extraño viaje que iba acorde con el aire que se respiraba en ese pasillo. Y la puerta se cerró.


El ascensor se puso en marcha y a pesar de no haber ningún botón que indicase la presencia de algún piso más arriba del que hacía cuatro, se paró al poco de ponerse en marcha. La puerta se abrió de sopetón y alguien o algo me empujó con fuerza hacia dentro de la habitación. Ésta estaba completamente oscura, no se veía absolutamente nada. Miré desesperado y con miedo al pasillo y encontré una habitación que desprendía luz por entre las rendijas de la puerta. Me acerqué como pude y pensé en llamar, pero el miedo que sentía a lo desconocido (y a la oscuridad, reconozco) me hizo girar el pomo y abrir la puerta. Cuando me acostumbré a la luz yo ya estaba dentro de la habitación, la puerta estaba cerrada y a mi alrededor estaban, saludándome, todas las personas que había visto en los pisos anteriores; el hombre afeminado con la cara amoratada, los tres matones, la mujer del mono azul, el anciano, el hombre dando saltos y las tres mujeres que, en una esquina, seguían señalándome y riéndose de mí.


José Manuel Godoy Macías: mdcxxi [at] hotmail.com

Desde niña he tenido sueños con ascensores. En la oficina se ríen cuando les cuento.

Me subo a ellos y se van desmoronando. Se van destruyendo las paredes y se empiezan a caer las tablas, me voy cambiando de lugar hasta que quedo de puntillas en la última tabla.

Otras veces me subo y se detiene entre dos pisos, veo el agujero de la puerta pero no me atrevo a salir. Tengo miedo que arranque y quede atrapada.

Es en ascensores que se encuentran diversos personajes de mi vida. Personas que nunca se conocieron, personas que vivieron en distintos tiempos. Veo gente niña que hoy es adulta, con adultos que hoy son niños, con personas en su edad real. Todos están allí juntos en el ascensor.

Todos con esa «expresión de ascensor». Serios, mirando el piso por el cual vamos pasando.

No encuentro relación entre ellos, hay gente que hace mucho que no veo, gente con quien me peleé ese día, gente que extraño. Creo que nunca hay extraños. Y en estos casos que no hay interrelación entre los personajes yo no estoy.

He soñado con ascensores que viajan horizontalmente a grandes velocidades y dan vuelta bruscamente en las esquinas de los edificios. Edificios con ascensores con puertas en los cuatro costados que hacen que no sepa para dónde ir. Ascensores que no me permiten salir, que cierran y abren sus puertas rápidamente como burlándose de mí.

Lo bueno de estos sueños es que nunca termino herida. Paso por distintas sensaciones según el ascensor: miedo, indecisión, ternura. Pero siempre me despierto antes de caer.

El sueño me ronda todo el día. Aún no he logrado saber qué significa. Porqué más allá de que recuerde el sueño no traslado esas sensaciones a la hora de subir a uno en la realidad.

A veces creo que mi inconsciente debe estar lleno de ascensores que se mueven en todas direcciones y alguno logra subir a mis sueños.

Ahora saben porqué se ríen mis compañeros.


Alz: monyr[at]adinet.com.uy

INFLUJOS

Escribidme, ¡venga escribidme! Pero antes escuchad lo que me ocurrió un día en el gran torreón de viviendas militares que moja sus pies en el sucio Manzanares. Hacía un enorme calor, como estas soporíferas tardes de agosto en la gran capital donde el vapor proveniente del suelo y la contaminación propia del tráfico se confunden y provocan ese sudor grasiento que se acumula en la frente.

Pues así es como entré en el portal de la casa de mi abuelo no sin antes mirar a uno y otro lado de la calle, angustiado tal vez de que alguien se hubiera fijado en el aspecto aletargado que poseía. Atravesé el zaguán conforme a la rapidez que la situación provocaba y llamé la atención del concurrido vecindario que se agolpaba frente a la puerta del ascensor por mi manera de caminar con las piernas solapadas. Una sirenita de tiempos modernos, pensé.

Qué mala suerte la mía. Allí estaba ella, por fin sola, la nieta del militar de aires fascistas que me mira airadamente de arriba a abajo cada vez que me lo encuentro. La niña que provoca que todos los veranos acuda con frecuencia a ver a mi veterano militar y pase la tarde asomado al balcón, mirando como ella toma el sol mientras escucho a mi abuelo jactarse de los provechos del aire acondicionado para captar mi atención.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes caballero.

Odio este formalismo castrense que confunden con la educación. Había tres personas, pero sólo atendí el resonar de su timbre. Nos embutimos en el forjado vehículo trepador que se empeñan en llamar ascensor… como si fuera incapaz de bajar. Éramos cuatro y se encendieron cinco lamparitas. No entiendo nada pero me molesto y sudo más. La miro, no pierdo detalle ni sensación de ninguna de las partes de su cuerpo. Parezco enderezarme pero mi forma física no me lo permite del todo. Ella me mira de reojo, como alguna que otra vez de lejos ya hizo. Creo que le gusto, aunque hoy la noto más distante. De pronto me mira, asombrado observo que dirige su mirada hacia mi pantalón y su rictus pierde rigidez al dibujar una sonrisa cargada de entresijos. Me ruborizo y no sé dónde mirar, pero me doy cuenta de que nos hemos quedado solos. Estamos en su piso, se abre el ascensor y me despide con un abierto y feliz hasta luego que da paso a una elocuente risa. Mi corazón late con fuerza. He olvidado porqué me encuentro aquí pero ahora me siento más relajado, sonrío. Salgo como en una nube del ascensor y delante de la vetusta puerta de madera recuerdo su mirada y miro mi pantalón. «Joder, me meé».


Conrado Arranz: kon25vk[at]yahoo.es

La luz pequeña que se colaba por la escalera enfocaba justo la puerta. No fue necesario llamarlo con insistencia porque apareció enseguida, puntual, con su porte robusto y su andar cansado, como quien viene de un largo viaje. Titubeó unos minutos, se balanceó levemente al llegar frente a mí, y se detuvo finalmente esperando que llegara y me dejara rodear por su figura austera y casi paternal. Me dejé estar, como suspendida, mientras iba repasando las últimas semanas. Un vértigo, ésa es la palabra justa, me dije, un vértigo absoluto, excitante, lleno de adrenalina, mi cerebro no paraba de funcionar a ritmo sostenido, planeando, organizando, imaginando el momento final.

El primer lapso pasó rápidamente, casi no lo noté. Luego otro, otro y otro más. Hasta que finalmente se abrió como se abre ante nuestros ojos el camino en un día soleado, cuando por delante nos espera un sitio desconocido, pero lleno de promesas y soñado durante mucho tiempo.

Respiré hondo, revisé mi peinado y tomé con decisión firme el portafolio. Al fondo del corredor, me esperaban para la entrevista. La propuesta era la coordinación editorial de una revista que corrijo hace cuatro años... Mi respiración fue casi un suspiro... No había pensado en esta posibilidad, y ahora la vida me regalaba esta oportunidad.

Nunca es tarde, le dije, mirando su boca abierta que parecía estar esperando algo más, vos y yo podríamos haber sido descartados, en estos tiempos en que todo tiene que ser de última generación, sin embargo acá estamos, vigentes y seguros de nosotros mismos.

Lo despedí y comencé a caminar hacia mi futuro, mientras desde abajo alguien gritaba furioso: ¡Ascensoooor!


Susana Duro Rodríguez: sduro[at]arnet.com.ar

DUETTO DE INOCENCIA

Mamá, mamá ¿verdad que el ascensor vuela como Supermán? Malditas bolsas me rompen las manos. Mamá, ¿verdad que los ascensores los inventó Dios? Y los precios cómo están, en el cielo, sales con un billete de cincuenta y vuelves con unas monedas. Mamá, ¿los ascensores sueñan? Mamá, ¿por qué se llaman ascensor todos los ascensores? Como no le suban por encima del convenio a Manuel las vamos a pasar moradas. Mamá ¿los ascensores deberían tener forma de pájaro? Porque lo que es a mí, no me suben ni un céntimo más, eso seguro, pedazo de cretino el jefe. Mamá ¿de mayor puedo ser ascensor? Pero de todos modos por intentarlo no va a ser. Mamá ¿la escalera le tiene manía al ascensor? Es lo que queda. Mamá ¿el ascensor es vergonzoso?, se tapa la cara. Aunque da más que rabia tener que mendigar lo que, ya no sólo por ley, sino por el más elemental sentido de justicia social nos pertenece. Mamá ¿el ascensor se puede volver loco? Pero qué coño es eso de la justicia social, quién la conoce, un cachondeo, eso es lo que es. Mamá y ¿si el ascensor no se para en el sexto y sigue y sigue hasta el infinito? A la calle deberíamos salir, como antes, como siempre, pero ahora no hay lo que hay que tener. Mamá ¿al cielo se sube en ascensor? Y mucha culpa tienen en esto los sindicatos que se han vendido. Mamá, mamá, ¿el ascensor parece triste? Es triste, bien triste, al fin y al cabo ellos eran el motor de la conciencia de clase. Mamá ¿por qué no llueve nunca en el ascensor? Claro que nunca llueve a gusto de todos. Esos botones de ahí, son para viajar en el tiempo ¿verdad mamá? Porque aún hay quien los defiende. Mamá ¿si pulso ese de la campana vienen los bomberos?, y si toco ese que tiene dos puertas dibujadas ¿a dónde vamos? Funcionarios deberíamos ser todos. Mamá ¿por qué nos vemos quietos en el espejo si el ascensor se mueve? Pero todos no lo podemos ser, además, quién carajo la vela iba a trabajar entonces. Mamá, mamá, ¿los ascensores son más listos que papá? Manuel podía pedir un ascenso, lleva en la empresa más años que la puerta de entrada, y nada, ahí sigue de oficial de segunda. Mamá ¿verdad que este ascensor es nuestro? Pedir, pedir, como si fuera fácil, si ya lo dice él y no sin razón, «pedir, lo que voy a tener que pedir es que no me echen como a un perro». Mamá esa luz se enciende y se apaga, ¿estará enfermo el ascensor? Lo cierto es que más vale pájaro en mano que ciento volando. Mamá ¿es cierto que los ascensores también se mueren? Porque si lo echan me muero. Mamá ¿por qué el ascensor no tiene escaleras? Pero ya está bien, tanto miedo, y más miedo, y venga miedo, y estas jodidas bolsas matándome las manos por culpa de la maldita prisa que se me ha metido en el cuerpo, porque bien que podía posarlas en el suelo, pero como tengo prisa no puedo, me parece que si lo hago voy a perder un mundo. Mamá ¿cuando coge vacaciones el ascensor? Pero la cuestión nos guste o no, es esa, no perder tiempo. Mamá la señora Braulia le tiene miedo al ascensor, además de rabia, le llama maldito trasto asesino y se santigua al entrar en él. El tiempo, la distancia, los pagos, la reangustia, que mal enjuagamos en una quincena de días en Benidorm. Mamá ¿a qué los ascensores no son un invento del demonio? Esta vida está endemoniada. Mamá me parece que ya nos trajo. Por fin. Mamá ¿el ascensor no come? Ahora a hacer la comida a toda prisa. Mamá ¿te ayudo con las bolsas? Debería hacerle más caso al niño. Mamá ¿te abro la puerta? Mira hijo el ascensor es… Mamá ¿tú crees que me dará tiempo a ver los dibus? Hijo te decía que el ascensor es sólo una… Mamá, mamá, ¿por qué tenemos que ir a comprar todos los días? Para comer. ¿Y para qué comemos? Para trabajar. ¿Y para qué trabajamos mamá? Para comer hijo, para comer, y déjalo ya que me vas a hacer llorar.

José Romero P. Seguín: alfonsep [at] terra.es

Feliz y contenta llegué al destino que la vida me había marcado.

Todo un largo mes preparando el tan anhelado viaje a la playa.

Por fin el día había llegado, me registre en el lujoso hotel de cinco estrellas elegido por mis padres para su querida hija, deseaban que mis vacaciones de verano fueran inolvidables, y vaya que lo fueron.

Al subir al ascensor el chico llamado botones presionó el número quince, mi habitación se encontraba en el último piso de la torre.

De pronto un extraño sonido se iba haciendo cada vez más fuerte, tal pareciera que azotaban una y mil veces más las puertas de aquel ascensor.

Inesperadamente la luz se apagó, el aire acondicionado dejó de hacer lo suyo y aquel maldito aparato dejó de moverse.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo de principio a fin.

El botones y yo atrapados sin salida, la alarma comenzó a sonar con un fuerte timbre de ambulancia, mi acompañante cayó en un estado de shock, gracias a su fobia por los espacios cerrados.

Así que me dispuse a darle la ayuda necesaria, afortunadamente mis cursos de primeros auxilios servirían.

El apagón sólo duró unos cuantos segundos que se convirtieron en una eternidad.

Pude sacar adelante a la víctima y en cuanto el elevador abrió sus puertas de par en par, mi corazón igualmente abrió sus alas de par en par acogiendo la satisfacción de haber salvado una vida.


Marisol: marisolenriquez[at]hotmail.com

«Escribir cuentos es cosa fácil. Basta con propiciar el ambiente y el argumento», pensó mientras sacaba de su bolso la montaña de papeles, trastos y accesorios que la acompañaban en sus idas y venidas por la ciudad.

Los amontonó en mitad del habitáculo estrecho, oscuro y envejecido que renqueaba subiendo los vetustos pisos señalados por números de metal dorado.

Acarició con suavidad el viejo encendedor de baño de plata con firma importante y contempló la magia de la pequeña llama azulada «Nunca falla», se dijo y lo guardó en la palma de la mano tras encender la primera chispa en un viejo documento ya caducado.

Ni recordaba porqué lo llevaba, poco importaba, nada de lo que llevaba encima tenía más valor que el del papel que le gustaba sentir amigo y cómplice para sus lecturas anacrónicas.

La llama fue subiendo y cuando el humo empezaba a llenar el viejo ascensor, apretó con pereza la alarma.

A lo lejos los bomberos hacían sonar angustiosas las sirenas.

El edificio era una vertical roja de llamas.

Ella, acurrucada en un rincón de la caja donde escribió su primer y único cuento, se olvidó de poner la palabra

«FIN».


Mistery: yallegue2002[at]yahoo.es

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ESTE VIAJE ESTUVO PUBLICADO HASTA EL 25.09.04

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«Cuéntanos un viaje en...», es una sección ideada y coordinada por Carmen López León (http://mural.uv.es/carlole/)

- Ilustración: MarinaBaySandsHotel-lift-20100730 by Jacklee.
Own work
.. Licensed under CC BY—SA 3.0 via Wikimedia Commons.

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    Revista Almiar (2001-2019)
    ISSN 1696-4807
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