Cuéntanos un viaje en...

caballo



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Carmen López León · Mary Carmen · Mistery · Adriana Serlik · Juan Rincón Ares · Issa Martínez · Esther Zorrozua · Cecilia Ortiz · Aida Z. Pierce · José Romero P. Seguín · Yajalón · María Antonia Moreno Mulas · María del Carmen Guzmán · Nita Moreno Paz · Alejandro Tobar · María Elena Sancho · Eduardo de Benito · Calisto · Janneth · Silvia Salto Aguirre


De pronto, el recuerdo apareció nítido en mi cabeza, y comprendí porqué dibujaba compulsivamente caballos.

La feria llegaba a mi ciudad en noviembre, y se instalaba en la Alameda, cruzando el puente del Real. Mi padre me había llevado de la mano y decidió montarme en un hermoso caballo negro de largas crines y enhiesta cola con su lomo de azabache brillando al sol, aunque yo estaba realmente aterrorizado porque era muy grande y estaba frío, y me mareaba el constante giro del tiovivo al mismo tiempo que subía y bajaba rítmicamente. Pero no protesté.

Trataba de seguir con la vista a mi padre que sólo era una borrosa figura que reía satisfecho a mi paso, como reía toda la gente a su alrededor, señalando con el dedo; máscaras informes de bocas enormes desencajadas por la risa, mientras yo me sentía condenado a ser una atracción más en el parque ferial.

De golpe, supe que el caballo me estaba esperando desde aquel noviembre de mi infancia, para huir juntos de las falsas coordenadas en las que se desarrolla mi vida. Que tengo que rescatarlo para no seguir girando ante la mirada vacía de los otros, de mi familia, que exhibe el rictus de orgullo ante mi éxito y de los críticos que tanto parecen admirar mis cuadros, que los analizan, otra vez señalando con el dedo, y se ponen su máscara de especializado interés hacia mi y hacia mi obra:

—Los impresionantes caballos, los fantásticos caballos, los esperpénticos caballos, los monstruosos caballos de este jovencísimo artista.

Omnipresentes caballos, sólo caballos... entre la niebla, bajo las aguas, rodeados de una vegetación exuberante, remontando la estela de un relámpago, cruzando laberintos, entre desfiladeros o arrebatados por un rayo de sol, caballos en mundos nuevos en busca de libertad.

***

El feriante se presentó en Comisaría y contó que cuando estaba a punto de poner las lonas, a eso de la medianoche, se acercó un muchacho, al que no había visto nunca anteriormente y le pidió que le permitiera montarse sólo un instante y así, ante sus propios ojos, el caballo y el chico se habían puesto en movimiento. El agente tomó la declaración preguntándose que sustancia estupefaciente habría consumido aquel hombre.

***

Atravesando el arco gótico de las Torres de los Serranos, entra en la ciudad un joven montando un hermoso alazán. Las vetustas piedras, iluminadas por la luna, no se sorprenden, ellas son de un tiempo en el que existía la magia.

Carmen López León

Tan hermoso, recorriendo palmo a palmo, serenamente, aquel lado de la orilla el alazán parecía sonreír, como recordando una vieja canción de amor cargada de recuerdos. Sus ojos negros brillaban con la luna de noviembre. Sin jinete, sin bridas, libre, mirándose en el espejo del agua que corría tranquila en el arroyo... Entonces la vio, justo en la otra orilla, la yegua castaña más bonita que hubiera conocido nunca. Saboreó su aroma desde lejos, la miró y la volvió a mirar, deseando tenerla más cerca, deseando acariciarla y soñó, dormido y despierto, soñó un sueño imposible.

Le llamaba, ella constantemente le llamaba y él contestaba. Recorrieron las dos orillas a paso ligero, trotando a veces, paseando, rozándose sus ojos, reflejándose en el arroyo, espejo de su amor y su deseo. Atravesaron bosques y cañadas, llanos y colinas, sin alejarse del agua... de aquel pequeño arroyo que marcaba su viaje, tan pequeño y que nunca pudieron cruzar.


Mary Carmen
ruizdobado[at]wanadoo.es

!Déjame que me suba allá donde la libertad cabalga!
Le pondré nombre de estrella y su piel será mi piel prolongada.
Las venas vibrarán al unísono, y yo, mujer-centaura, no volveré a pisar más caminos que los caminos de plata de los sueños.
!Cabalga Lucero que la fantasía es nuestra!

Mistery
yallegue2002[at]yahoo.es

Lo observé crecer, pasaba todas las mañanas en mis paseos por la orilla del río, junto a la finca.

Lo observaba moverse y correr libremente por el campo y lo imitaba, era un potrillo y yo una niña que me escapaba en cuanto podía, para conocer el mundo.

El mundo era ese espacio entre el pueblo y el borde de la finca y el río.

Esa mañana de junio no lo vi y al volver al pueblo pregunté a tía Ursulina por él.

Me contestó que ya estaba listo para llevarlo al matadero.


Adriana Serlik
lectora[at]telefonica.net

Galope mortal o... muertos por ignorantes

Mandó sembrar de margaritas con pétalos impares todos los caminos que separaban la casa de su caballero preferido de su propia torre. Quería estar segura de que el «me quiere, no me quiere, me quiere.....», le favorecería en cada ocasión en que su caballero consultara al azar sus sentimientos. Sin embargo, al caer cada tarde, veía a su pretendiente marchar galopando mientras lloraba desconsoladamente bajo el yelmo y bajo su ventana quedaba un lecho de pétalos de margaritas rotas.

La educación prudente de ella le impidió dar el primer paso pero cuando el caballero, frustrado por lo que leía en los augurios decidió suicidarse lanzándose con su caballo desde la torre del homenaje, ella apenas tardó unos minutos en tomar el suyo propio, dar espuelas al blanco corcel y saltar por el mismo hueco vacío, dejando para siempre su timidez y su secreto entre las baldosas del patio.

Él nunca supo que ella lo amaba apasionadamente y ella nunca fue informada de que los zurdos, como su caballero amante, usan la mano izquierda para empuñar la espada, toman las riendas con la diestra y al deshojar una margarita empiezan siempre por «no me quiere...».


Juan Rincón Ares
jrinconares[at]terra.es

Toluca, en México, es un bello bosque, siempre verde sin importar la estación del año. Los lugareños alquilan caballos para ganarse la vida, mientras la mayoría de las mujeres venden comida mexicana típica. La Marquesa, es un sitio muy hermoso; está situado en la carretera hacia la ciudad. En realidad es un lugar de recreo familiar muy visitado los fines de semana. Aquel domingo acudimos a pasar un buen rato.

A mí me gustó una hermosa yegua de pelaje roano, no era fina, pero tal vez alguno de sus padres sí, pues tenía buena estampa. Me gustaría decir que yo la escogí a ella, pero para sincerarme, creo que fue ella quien me escogió a mí. Me miró con sus enormes ojos y acercó su hocico a mi mano, dulcemente me acarició con sus belfos restregándolos suavemente. Me conquistó, así que me monté en ella e inicié mi paseo.

Por la altura en la que se encuentra el lugar, es un sitio muy frío, al menos lo es para quienes estamos acostumbrados a vivir en la ciudad, donde las temperaturas son bastante agradables aún siendo invierno. La yegua parecía conducirse sola. Su paso era suave y podía disfrutarse de la belleza boscosa del paisaje. Aunque el día era nublado y el viento frío, el paisaje resultaba totalmente relajante.

Sentir entre mis piernas la fuerza del animal me hacía sentir segura. La yegua que conocía bien el camino, me llevó hasta un claro entre el bosque, era una especie de hondonada natural, a lo lejos se distinguía una laguna. El noble bruto se paró justo al empezar a abrirse el claro, como esperando que le diera la orden. Lo hice. Apenas un ligero roce con los talones sobre los ijares y salió despedida. Mi gorro de invierno quedó tirado en el camino y mis cabellos se soltaron y danzaron al ritmo del viento, el que sentía en la cara con una fuerza increíble. El placer que corría por mi sangre era indescriptible, la soledad tan sólo acompañada por la naturaleza, el esfuerzo de mi cuerpo por mantenerse sobre el lomo del caballo.

Ese sentir cada parte del cuerpo, como si se descubriera que se tiene por primera vez. Se olvida el frío para sólo dar paso a la exquisita sensación de libertad plena; a una comunión del cuerpo humano con el del animal en estampida. Cuando llegamos a la laguna, la yegua se acercó a beber y yo me apeé. Al contacto con la tierra, mis piernas sintieron como la sangre corría por ellas hasta los pies. Creo que estaba tan agotada como la yegua. Me recosté sobre la hierba y cerré los ojos. Poco a poco el ritmo de mis latidos se normalizó y volví a sentir el frío del aire traspasando mi chaqueta. El regreso fue en calma, apacible, disfrutando la experiencia vivida pero demasiado excitada aún para repetirla.


Issa Martínez
ceramica65[at]yahoo.es

Desde lo alto de la grupa la vida se ve de otro modo. A ella le habían nacido sobre una montura y pocas veces había sentido la necesidad de poner pie en tierra. Mientras fue pequeña, una yegua torda fue a un tiempo su padre, su madre, su mesa y su lecho.

Ahora que se había convertido en mujer, vivía encaramada sobre un caballo alazán. Esta vez no iba a ser suficiente con cruzar la pradera al galope. Tendría que trepar por la cordillera arriba y descender hacia el otro lado, a la región de los rápidos, donde habitaban las zahoríes de las cuevas de sal. Ellas le extirparían sin riesgo el pecho sobrante. La herida cicatrizaría en pocas lunas con ayuda del peyote y jamás volvería a tener problemas para colocarse el carcaj. En adelante, sería una más en el ejército de intrépidas amazonas de su tribu y lucharía junto a los hombres para defender su territorio.

Desde la montura de un caballo el mundo se ve más grande y los sueños más cerca.

Esther Zorrozua
esther_zorrozua[at]euskalnet.net


GALOPE

La llanura, bajo el último sol,
era casi abstracta,
como vista en un sueño.

J. L. Borges



Abro los ojos, todo es borroso. Seco mis lágrimas. Veo el alazán, galopa hacia el oeste, las crines brillantes; el polvo sube por la espalda de mi hombre que se aleja. Recostada en el poncho, aún tibio, miro cómo la luz amarillenta derrama claridad sobre las montañas, lejos, delante del caballo que ya no puedo ver.

Me acerco al río, el agua es fresca, mi cuerpo tirita mientras se moja. No puedo mover las manos, que quietas, se resisten a olvidar el abrazo (decidimos que fuera el último), me sumerjo con deseos de no salir. El llanto desbarata el intento. Salgo del agua, me visto con desgano; ya aparecieron las primeras estrellas y la noche es clara.

Mi zaino se arrima, conoce los hábitos, con su cabeza indica qué debo hacer. Lo acaricio antes de montar. Distante, la luz de mi casa se insinúa en las ventanas. Me esperan, lástima, no tengo ganas de hablar. Estarán sentados alrededor de la mesa. No tengo hambre. Siento frío, el viento sacude mi ropa y entre las telas húmedas murmuro un llanto, contengo lágrimas, aprieto los puños. La luna presiente mi estado de ánimo y se oculta. Me abrazo al cuello del animal, él fue testigo de los encuentros furtivos. El silencio palpita en el campo, mi corazón se detiene. Unos ladridos anuncian que llegué. La puerta se abre y esa silueta oscura, que no quiero ver, aparece en la galería. Los perros aparecen detrás, colas quietas, orejas caídas. La voz ronca me acusa, amenaza. El zaino se inquieta, gira despacio. La tranquera está abierta. Grito.


Mi caballo galopa veloz, sabe que el alazán es rápido.


Cecilia Ortiz
ceortiz03[at]yahoo.com.ar

Pegasso.

Mi caballo es mi mágica aventura.

Es el sendero calido que nunca me depara una amargura. Cuando viajo con él a contrapelo, siento que estoy volando, que todo es bueno.

Cabalgo por llanuras y espacios coloridos, en donde son hermanos, hasta los forajidos.

Y cuento las estrellas y los árboles, esperando llegar a un buen camino.

Mi caballo es mi aliado y compañero, es dentro de todo un mágico universo, a quien más quiero.

Mi caballo me lleva y me acompaña, a los mares profundos, a escarpadas montañas.

Puedo trotar con él cantando mis canciones, y remontar el vuelo rebasando, la luna; varias constelaciones.

Mi caballo, me escucha, mi caballo, me espera, soy con el una sola, mi Pegasso, mi Estrella.


Aida Z.Pierce
aidaa111a111[at]yahoo.com.mx

LAS TRIBULACIONES DE QUIRÓN

Condenados estamos inseparable compañero, a cabalgar juntos por toda una eternidad, y esa rayana inmisericordia que con nosotros practican los dioses merece ser enjugada con algo más que mutuas desatenciones y continuos reproches. Yo soy jinete y tu caballo, pero, y ambos lo sabemos, bien pudiera ser también lo contrario; y es por ello que entiendo que no debemos desoírnos con tan pertinaz insistencia. Y hoy tengo algo importante que reprocharte, vital diría, y te lo hago, y me gustaría que me prestases, en la medida en que tu capacidad de discernimiento te lo permita, la debida atención; porque has de saber cuanto antes que tus viciosos ojos de lascivo caballo, van incendiando sin compasión, y para mayor desvergüenza, ningún recato, las etéreas ninfas de los hermosos atardeceres, despojándolas en rojas llamaradas de lujuria de la menor brizna ternura, y con ella de ese dulce consuelo del que tan necesitados estamos.

Verdad es que nosotros, tú y yo, no somos ni hombre ni tampoco caballo, pese a ser insigne el caballero y también insigne la bestia, y es que como todo lo creado, somos capricho de un orden tan odioso que, nos equilibra sin entendimiento para sentir y disentir a su vez de lo sentido inundándonos de contradicción; y tan malvado a la vez que no duda en señalarnos con la cruz de la más pérfida de las indiferencias, es decir, que somos, pero que bien pudiéramos no ser y todo sería igual, y ese amargo pesar aqueja por igual a hombres y caballos, haciéndonos aún, si cabe, más terribles en las razones y en las coces.

Y hoy, ahora, como ayer y como siempre cabalgamos ambos en el ambo que es el anverso y reverso de este mismo ser, por este desolado campo embebidos uno en los arcanos del saber y el otro en los lúbricos salmos de la carne. Y bien quisiera decir que yo soy tú y que tú eres yo, pero no alcanzo a distinguir después de tantos años de confusa cabalgadura, quién con más contumacia sostiene a la bestia y quien con más juicio a la razón, quizá seamos a la postre dos bestiales razones al servicio de ese error que nos unió en esta dual y orgullosa anatomía de tan dispares voluntades.

Pero dejémonos de estériles diatribas que ya oigo en los lindes de la fronda los ligeros pasos del aplicado Aquiles, buscando sin duda humanas enseñanzas y no equinas controversias.


José Romero P. Seguín
alfonsep[at]terra.es

Al principio pensé que aquello, era solamente una ilusión o un sueño en la mente de papá, eso de que cabalgaba de pueblo en pueblo con la esperanza de poder vender la mercancía, definitivamente no se me hacia para él...

—Iba de Yajalon a Tila, de Tila a Potiojá, de Potioja a Salto de Agua —decía mi padre— cabalgaba dos o tres horas seguidas... —repetía como en sueños y yo, sólo me atrevía a esbozar una tímida sonrisa— blanco, de gran alzada, con un lucero pardo en la frente, las crines largas y la cola casi rozando el suelo, mis pernas sujetas a los estribos, mis talones hincados en los ijares... ni en las mejores películas de charros y bandidos de mi pueblo.

Y entonces miraba a mi padre recluido en aquella silla de ruedas, enjuto y diminuto, tenedor de libros en la biblioteca donde se había refugiado y el único sitio en donde yo podía ubicarlo. Tantos libros leídos, tantas historias pasadas por su mente.


Murió papá, como único hijo, se me permitió sacar las pocas pertenencias del cuartito en el que había vivido, una amarillenta fotografía en mis manos un hombre gallardo y altivo, la presencia de charro, los pantalones pegados a las piernas, efectivamente el caballo era blanco, de gran alzada, con las crines largas y la cola casi rozando el suelo; sin embargo, como no alcanzo a mirar el lucero pardo en la frente sigo pensando que aquello no es más que un vulgar fotomontaje.


Yajalon
marmolina_58[at]hotmail.com

Los álamos bailan, secundados por la bandada de pájaros, ora flecha, ora boomerang del cielo. Desde el autocar los veo mecerse en el lienzo perla. Todo está blanquecino menos los pájaros y los álamos que se bambolean con el viento. En el viaje llegan los momentos. Instantes pasados, sonrisas que fueron, besos que se ofrecieron. Ya hace años que no voy a la cueva, un entrante entre farallones azotados por el sol. Era un secreto. Subíamos en zigzag la roca desnuda. A medio camino parábamos para recuperar el resuello y distinguir la silueta de un gallo en la encina, las jorobas del camello o la redonda naranja de la montaña. Cuando llegábamos a la pequeña gruta, observábamos paralizados las siluetas de los caballos. Unos cuantos trazos hacían volar nuestros desbocados corazones, que galopaban frenéticos de cansancio y emoción. Eran tres figuras de curvas y líneas, incongruentes en la árida piedra, tres dibujos blancos que cabalgaban con el viento alborotando sus crines. Era un misterio. El primer beso llegó fugaz como trote rápido de alazán. El segundo fue la parada de una yegua zahína esperando al macho. Los que siguieron fueron carreras de caballos salvajes a la luz blanca de la luna. Recuerdo aquellos tótem prehistóricos. Desde entonces, mi corazón no ha vuelto a viajar a lomos de un caballo. Y me acuerdo que era vertiginoso, fuerte y dulce, como suelen ser los primeros besos.

María Antonia Moreno Mulas
amoreno[at]fundaciongsr.es

Marismas, espacio libre por donde tantas veces galopé sobre mi caballo, sintiendo la embriaguez de la libertad, pero hoy sólo encuentro desolación. No podría caminar por este barro sin manchar mis tacones, sin tropezar con algún hierro mohoso.


¿Adónde fue la belleza de las marismas? Ya no quedan sino barracones de metal, herrumbre, hongos, fábricas destartaladas, naves comerciales, rechinar de hierro, trenes mugrientos de mercancías, ruido, basura, sirenas estridentes y humo, mucho humo... y ni un solo pájaro, ni una sola gaviota, pero sí mosquitos, miles de mosquitos.


Me veo cabalgando en mi noble caballo por aquellas inmensas marismas el día en que vimos una gran serpiente en el camino. Mi caballo se asustó más que yo, y lanzando un relincho de terror formó un dúo con mi grito histérico.


A pesar del terror que me infunden esos bichos, tuve tiempo de recordar el consejo de mi padre. Sostuve firmemente la brida y conduje al caballo hasta el fango, y allí, el caballo sudoroso, no tuvo más remedio que serenarse. Entonces lo acaricié: «Lucero, Lucero, no pasa nada».


Volvió a relinchar, pero esta vez, contento y agradecido.


María del Carmen Guzmán
estaguas[at]hotmail.com

Al compás de su suave trote, Moreno y yo, recorríamos aquel verde campo iluminado apenas por una luna llena y un cielo estrellado. Una suave música grabada en mis recuerdos me acompañaba en aquel baile majestuoso compartido entre ambos.

De pronto nos detuvimos, y recostándome sobre su lomo me abracé a su cuello expresando aquel sentimiento que unía a dos especies totalmente distintas o tal vez iguales...

En ese instante, le crecieron alas para volar tan alto y por un tiempo olvidarnos juntos la crueldad del mundo en que nos tocó vivir.


Nita Moreno Paz
nitamorenopaz[at]hotmail.com

Yo, que soy más perdedor que Henry Chinaski pero que jamás pierdo el sentido de la orientación, no gusto de montar caballos —a no ser que sean percherones y pueda llevarlos engañados, pero eso no suele suceder— sino que soy más bien proclive, y mucho, a montar animales que en cierto modo se pueden calificar de similares a la pura raza equina pero a un nivel un tanto inferior (digamos por ejemplo que el caballo sería el monarca y mis animales los vasallos, quizá los bufones). Así es que el último viaje realizado, apenas hace veinticuatro horas, fue montado en un burro, cual Sancho Panza.

Elegir mi medio de transporte no fue sencillo. Hubo una dura disputa entre un camello, un dromedario y una mula por hacerse cargo de mí. Casi me había convencido el camello, ya que con la oferta regalaba unos masajes terapéuticos muy apetecibles, cuando hizo su aparición el burro, que ahora es mi vehículo de transporte, mi guía turístico y queda poco para que se haga mi guía espiritual –no se hace idea el lector de cuantísimo puede un burro hablar y hacer hablar a su interlocutor cuando uno no va acompañado-. El burro, que se llama Paleto, no me convenció tanto a mí para escogerle como a los otros candidatos para que no me molestaran (creo que es un burro mafioso).

Sea como fuere, el caso es que ayer me recorrí uno de los senderos de la sierra de O Courel, en el linde entre Galicia y León, en la provincia de Lugo. Había que ver a los caminantes (porque es una ruta trazada eminentemente para andadores, no para ciclistas ni jinetes) mirarnos con los ojos fuera de sus órbitas cada vez que Paleto y un servidor les adelantábamos. Y es que Paleto es un burro muy presumido, y lo demuestra el hecho de que iba siempre a paso ligero excepto cuando alguien miraba o cabía la posibilidad de que mirase, momento en que Paleto se lanzaba a galopar como si de un ágil caballo de carreras del hipódromo de Madrid se tratara.


En los carteles indicaba que la ruta al completo, ida por un lado de la cumbre y vuelta por el otro, promediaba un tiempo de una hora y tres cuartos para un caminante normal; Paleto y yo no perdimos más de una hora. Todo un récord.


En adelante Paleto estará el primero de mi lista para cuando de llamar a vehículos se trate. Eso sí, siempre que se recupere... pues está baldado después de la ruta de ayer. He de confesar que Paleto está un poco pasado de peso pero, con eso de que es mafioso, cualquiera llama a otro animal antes que a él...


Alejandro Tobar
alejandro_tobar[at]hotmail.com

Llegó el día en el cual tuve la urgencia de galopar en mi caballo y los dos juntos salimos a recorrer los caminos de la vida; pasamos por llanos, montañas, ríos, zonas áridas, sufriendo las mismas desdichas y felicidades pero nadie pudo quitarnos ese viento pegándonos en la cara ni la sensación de libertad.

Recorrimos mucho y también envejecimos pero siempre unidos mi caballo y yo: es como si habláramos uno con el otro sabiendo cuando partir y cuando regresar. Sin prisas ni temores los dos continuaremos viajando por los caminos ya recorridos y haciendo caminos para los que vengan detrás.


María Elena Sancho
mariaelenasancho[at]ciudad.com.ar

Recorrió con la lengua sus labios demorándose con deleite al sentir el dulzor del azúcar. Hacía ya mucho que Dereck no probaba el estimulante producto y aquel casi olvidado sabor le llenaba de placer. Inmediatamente se sintió invadido por el remordimiento. Podía no ser ya el top model masculino más envidiado de América, pero tenía que seguir siendo un hermoso ejemplar si quería recuperar el cetro perdido. Derek cuidaba su imagen, la mimaba con delectación, la construía día a día, para mantener aquella apariencia de personaje de novela femenina, ancho de hombros, tórax musculoso, fina cintura y apretadas nalgas que tanto gustaban a las mujeres, y que eran la base de su éxito.

Angélica le puso el bocado, saltó sobre él y dándole una palmada en el cuello, dijo,«vamos, Dereck, hagamos un pequeño viaje». Piafando de alegría el potro saltó al frente excitado por la caricia de la hembra.


Eduardo de Benito
Edberu[at]yahoo.es

Los resabios de aquel caballo me impedían viajar cómodamente, por lo que finalmente opté por cambiarlo por un jaguar.


Eso sí, con 16 válvulas.


Calisto
calisto_20052000[at]yahoo.es

La vida es una carrera,
a veces corta a veces larga;
a veces dulce, a veces amarga,
somos los jinetes de la vida,
o la vida es el jinete;
jinete que nos lleva por
el camino de las rosas a sapiencia de las espinas,
no detengas tu galopar
ni antes, ni después,
sino cuando encuentres la felicidad
en el momento y en el lugar.

Janneth
complices00@yahoo.es

Hacía demasiado calor en el pueblo y Miguelito decidió ir al campo, a la estancia de sus padres.

Y allá fuimos, manejando sin permiso el viejo Chevrolet hasta las afueras de La Carlota.

Como invitada me dejaba llevar, mi primo con sus trece y yo con mis doce, el río Cuarto e infinidad de caballos esperándonos.

Era salvaje Miguelito; rubio, pelo corto al ras, parecido a Paul Newman y petiso como su padre.

Se cagaba de risa de todo, y yo, como invitada, me dejaba llevar.

Llegamos envueltos en polvo seco y olor a pasto quemado.


Miguelito eligió para él un tordillo astuto y cabrón y para mi una yegua panzona con melena eterna.

Se llamaba Cumparsita, en honor al tango, y era mansita, enorme y como yo era la invitada me dejé llevar.

Y allí fuimos, a explorar ese mundo de eucaliptos y pastizales, alambres caídos y pampa interminable.

Miguelito hacía bromas, yo confiaba cada vez mas en mi alegría. Todo era simple y perfecto.

En un momento, Miguel se detiene bajo una arboleda.

Se para en la montura (muy salvaje para una chica de ciudad) estira los brazos y se balancea colgándose de una rama. El tordillo quieto. El sol quemando, repite la gracia varias veces, se ríe como un condenado y yo a la par.

Una vuelta por la costa del río, el puente viejo desde donde todos los carnavales se tiraba Luis en un rito popular, y el olor a sudor de los caballos.

La Cumparsita y el tordillo, Miguelito y yo.

El regreso en el Chevrolet y mi corazón a mil.

Fui la invitada y me dejé llevar.


Silvia Salto Aguirre
silviamsalto[at]fibertel.com.ar



Este viaje estuvo en línea
hasta el día 22.01.2005

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«Cuéntanos un viaje en...», es una sección ideada y coordinada por Carmen López León




Ilustración: Fotografía por Pedro Martínez ©. Serie publicada en Revista Almiar (2005). Página reeditada en julio de 2019.

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    Revista Almiar (2005-2019)
    ISSN 1696-4807
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