relato La adivina

La adivina

por Carmen López León


I


María se había apeado del autobús en la Plaza Boira, entre Fosca y Llamp i Tro. Se encontró en un barrio que no conocía, aunque su estructura impersonal le producía una sensación de dejá vu que, lejos de tranquilizarla, le generaba mayor inquietud. Era medio día y el sol, en lo alto, calcinaba unas aceras sin sombras. A lo lejos, se oyó el silbato de un tren y por ello dedujo que estaba en la zona de la ciudad más próxima a la autovía sur, que corría paralela a las vías férreas.

Llevaba la dirección escrita en una hojilla de la libreta que utilizaba para la lista de la compra, un pequeño bloc de papel cuadriculado y con manchas de grasa. La había apuntado aquella misma mañana, cuando acababa de planchar la ropa de toda su familia, montones de camisetas de algodón barato eternamente deformadas y vaqueros ásperos comprados en el mercadillo. La había anotado escuchando la radio, en uno de aquellos programas que duran toda la mañana y sirven a las amas de casas para soñar con la vida de los famosos. En uno de esos programas se intercalaba la cuña publicitaria de una vidente, echadora de cartas, que ofrecía soluciones a todos los problemas.

María estaba cansada de inventar cada mañana una nueva razón para levantarse de la cama y seguir adelante. Una nueva razón que quedaba a las pocas horas sepultada por la rutina de una vida precaria. Supo que el mensaje estaba dirigido a ella, que la voz acariciadora que prometía una vida mejor le estaba expresamente destinada.

La vivienda era vulgar, pero Maria tuvo la impresión ya desde el primer momento que el franquear el umbral de aquella casa la conduciría a un mundo distinto. El vestíbulo era pequeño con una puerta a la derecha que conducía al gabinete de la vidente. Allí había una mesa redonda de madera conglomerada en la que círculos de diferentes diámetros daban cuenta de una larga historia de bebidas depositadas encima y cuatro sillas tapizadas en escay rojo bastante deteriorado. Una cortina del mismo tono de un tejido símil terciopelo cubría la ventana creando una atmósfera un poco asfixiante. Había una litografía en colores chillones que representaban los signos del zodiaco y un tapiz supuestamente hindú cubriendo una de las paredes. En la otra, una pequeña librería por módulos, de las que se encuentran en las grandes superficies, contenía una escasa serie de volúmenes. Una pantalla de cretona empolvada podía descender sobre la mesa mediante un contrapeso.

Aquel entorno difería bien poco de la casa de María, pero no tuvo tiempo de percibirlo mientras miraba a la mujer que le había abierto la puerta y que clavó sus ojos en ella. Sus ojos eran verdes, de un verde traslúcido que recordaba las quietas aguas de una laguna hacia la que el alma se sentía atraída por una poderosa fuerza, o al menos, así lo sentía María que se dejó arrastrar a la menguada estancia. La vidente no hablaba, sonreía enigmática mientras encendía varitas de incienso colocadas estratégicamente en la librería y prendía una vela blanca sobre la mesa cubierta ahora con un tapete verde.

Lentamente deslizaba los naipes entre sus dedos, una y otra vez, mientras esperaba que María hablase. María solo tenía miedo y ganas de llorar. La mujer extendió tres cartas sobre la mesa, pasado, presente y futuro. Es la tirada más sencilla, añadió.

Las figuras del Tarot destacaban sobre el tapete y adquirían en los labios de la maga significados que obligaban a María a considerar la vida desde otra perspectiva. El mensaje ancestral trasmitido por la mujer parecía hablarle directamente a ella, estaba expresamente dictado por las cartas para ella, y María sintió que podía arrancar definitivamente de su vida la rutina, la frustración y el desencanto, así, sencillamente, por obra y gracia de la omnipotencia de su deseo que el conjuro había despertado.

Entonces se dio cuenta de que el entorno había cambiado. Por la ventana se filtraba la anaranjada luz de un poniente que viraba rápidamente a malva para dar paso a una noche cuajada de estrellas. El tiempo se había contraído velozmente.

En el centro de un espacio que había redimensionado sus paredes hasta arquear el techo, constituyendo una bóveda desde la que pendía un magnífico incensario, se encontraba una losa de granito negro sobre la que los naipes del Tarot le hacían guiños. Los inmensos muros estaban decorados con bajorrelieves que representaban signos cabalísticos. La sacerdotisa seguía mirándola con sus profundos ojos verdes, ya no escuchaba su voz porque ahora eran sus almas las que estaban en comunicación.

Para María ya no existía ninguna dimensión, deseaba permanecer allí, en aquel universo magnífico, fuera del mundo, lejos de un hogar en el que le aguardaba un marido aburrido y cansado que exigía comida, sexo y ropa limpia, por este orden, y a diario. De unos hijos adolescentes que se arrastraban perezosos por las aulas del Instituto. Lejos de la eterna lucha con la economía para llegar a fin de mes, de vecinas chismosas y familia con problemas. Lejos, en fin, de la realidad.

Pero los ojos verdes de la pitonisa habían dejado de ser un lago profundo. Ahora eran solamente unos ojos con exceso de rimel y una sombra chillona en el párpado superior. Y la voz sugería unos discretos honorarios voluntarios por la sesión y los consejos.

Casi sin saber cómo se encontró en el descansillo de la escalera. Oyó a la mujer atrancar la puerta con el cerrojo y casi inmediatamente el inconfundible sonido de la lavadora centrifugando. Indudablemente, la bruja iba a terminar de lavar su colada. María recordó que también se había dejado la máquina en marcha.

La calle seguía siendo un lugar casi desierto a esta hora del medio día, María caminó despacio hasta la parada de la línea 37. El autobús venía casi vacío, todos estarían comiendo ya. Bajó una parada antes de la de su casa. Tendría que comprar dos pizzas.

II

Amparo cerró la puerta, pasó el cerrojo en cuanto María hubo salido al descansillo, y se dirigió rápidamente a la modesta cocina de la casa para poner en marcha la lavadora, que se había quedado con el centrifugado a medias. La había desconectado en cuanto sonó el timbre del portero automático y una voz de mujer preguntó por Selene.

Selene era el nombre que figuraba en las cuñas radiofónicas en las que se anunciaba como vidente y cartomántica. Amparo no quería que su vida cotidiana se filtrara cuando estaba trabajando.

Ahora, allí, entre el fregadero donde se apilaban las tazas del desayuno y el fogón donde había comenzado un sofrito para acompañar unos trozos de magro de cerdo sobrantes de la noche anterior, siente de nuevo la disociación que se produce siempre en su mente cuando pasa de su gabinete a la cocina.

Amparo frisa los cincuenta, es de piel muy blanca, y tiene todavía unos hermosos ojos verdes bajo una frente amplia y despejada, que enmarcan unas guedejas de cabello castaño claro con algunas hebras canas recogidas en la nuca en un moño bajo. Siempre se ha peinado así, desde los lejanos años setenta en que Amparo ocupaba un banco en la Universidad.

Por aquel tiempo era una muchacha interesada en la antropología y las culturas autóctonas de cualquier continente, viajaba con su mochila, su poncho, sus collares de abalorios comprados en tenderetes de moda étnica y sus sandalias de cuero, trenzadas a mano, por todos los caminos. Soñaba en una vida justa y todavía creía con firmeza en los postulados de un hippismo ya trasnochado.

Sus amigos, fumaban hierba y hablaban de paz universal a los sones de la música de la Nueva Era. Poco a poco se había ido iniciando en un esoterismo culto en el que el psicoanálisis yunguiano se enlazaba con la interpretación del Tarot, y los estudios de Mircea Eliade sobre los mitos de todos los pueblos, se combinaban con el conocimiento de los alucinógenos naturales.

Las enseñanzas de la Facultad le resultaban aburridas, los profesores, excesivamente conservadores y dogmáticos, no querían ni oír hablar de parapsicología y ciencias ocultas y Amparo, a la que poco a poco, sus amigos habían ido convirtiendo en una especie de gurú, sacerdotisa de una secta privada en la que eran celebradas con vino, hachís y poesía sus adivinaciones, premoniciones y videncias, abandonó las aulas para vivir un sueño narcisista.

Poco faltó para que traspasara el umbral de la locura en su huida de la realidad. Y pocos años bastaron para derribar el templo de Selene, el nombre con el que había sido rebautizada, una noche de luna llena, entre flores de adormidera y vapores de incienso y pachulí. Los amigos fueron aburguesándose y se alejaron poco a poco de los conciliábulos y Amparo tuvo que descender de su trono de luna, para pisar la tierra.

Ahora Amparo es una mujer con cierta tendencia a la obesidad, vive en un barrio obrero del extra-radio, ocupa una de esas viviendas que se denominaron subvencionadas, lo que significa pequeñas y de baja calidad, y está casada con Paco, un obrero especializado de la Ford.

Fue ya en los noventa, Amparo se había puesto a trabajar en un video-club de los que no cierran por la noche, vivía sola, estaba sola y consumía alcohol también sola. Paco entró a alquilar una película de Clint Eastwood, al salir del turno de madrugada, era soltero y se sentía viejo, su madre había muerto hacía un año y no tenía quien le preparara una cena decente, ni le planchara la ropa.

Paco y Amparo, unieron soledades.

Amparo no siguió trabajando en el vídeo-club, Paco quería una mujer en casa, no tuvieron hijos, Amparo tenía demasiado tiempo libre, seguía conservando algunos de sus libros y su vieja baraja del Tarot que le había acompañado también en su viaje a los infiernos.

Imaginó convertirse de nuevo en Selene, montar su gabinete de ocultismo y adivinación recreando de nuevo la fantasía de su juventud. Poco a poco fue colocando en una estantería modular todos aquellos objetos que amaba, cambió las cortinas para ocultar la visión de las vías férreas, tan cercanas, buscó una pantalla que tamizara la luz. Colgó un póster, y un tapiz adquirido en el mercadillo. Quería meditar allí y, sobre todo, soñar.

Paco le espetó un día en que asomó la cabeza por la puerta entornada, y la vio ensimismada con las cartas extendidas sobre la mesa, una vela blanca ante ella y una varilla de sándalo ardiendo lentamente:

—Y digo yo, que de todo esto podríamos sacar algo, ¿eh?

Y Amparo lo pensó con realismo por una vez y, al cabo de una semana, fue a una emisora local para insertar las cuñas publicitarias.

III

Cuando Amparo acabó con sus tareas en la cocina, se dirigió de nuevo al gabinete. Paco aún tardaría un par de horas en regresar, hoy tenía el turno hasta las cuatro de la tarde, recordó.

La pequeña habitación seguía en penumbra y aún se percibía el aroma del incienso que había encendido durante la sesión, la tirada de Tarot permanecía todavía sobre la mesa y Amparo la contempló con indiferencia. Se había limitado a la más simple, y la había interpretado rutinariamente, intercalando unas cuantas palabras de la jerga esotérica que servían para todas las ocasiones.

En la carta que simbolizaba el pasado de María había salido «La Torre», ilusiones que se derrumban, frustración inicial de proyectos que se revelaron imposibles, dificultades... Habló de fuerzas primordiales y potencialidades espirituales.

Entonces María había comenzado a llorar y a rememorar la época en que, recién llegada a la ciudad, llena de confianza en sí misma y en la vida, con su diploma de peluquería conseguido en una academia local, buscaba trabajo en los salones de belleza elegantes y prestigiosos. Del tiempo en que conoció a Luis, su marido, de la ilusión de un hogar y unos hijos con un hombre que le parecía listo e incluso inteligente, y se mostraba cariñoso y enamorado. De cuando estaba segura de alcanzar una felicidad de telenovela a la que se consideraba acreedora.

Al levantar la carta del presente, había aparecido «La Estrella» y Amparo pudo utilizarla para instar a María a profundizar y analizar mejor qué es lo que realmente había caído por tierra en su vida, quizás habría que buscar por otro lado las soluciones, quizás utilizar esas energías positivas que guardaba en su interior, quizás recapacitar con objetividad en las circunstancias de su vida presente que, en el fondo, no serían tan terribles. En este punto, Amparo siempre apuntaba a algo positivo con esos lugares comunes.

Y María siguió dócilmente el juego, sonriendo tras sus lágrimas y reconociendo que las horas que hacía en «Peluquería Mari Pili, Estética y Belleza» en su barrio le proporcionaban unos ingresos extra para sus gastos, además de un buen rato con las clientas habituales, siempre amigas y vecinas, que Luis era un buen hombre que se mataba a trabajar en el almacén de muebles haciendo todos los portes extras que podía para poder ir pagando la hipoteca del apartamento de la playa, y que sus chicos estaban sanos y eran la mar de guapos.

Amparo se ha quedado mirando fijamente la carta que María había levantado en el lugar destinado al futuro inmediato: «El Loco». María, ya tranquilizada y dejándose llevar de la sencillez con la que, a través de las cartas, parecía facilitarse todo y mejorar las perspectivas, se echó a reír ante el estrafalario personaje. Amparo no se tuvo que esforzar demasiado para añadir interpretaciones del tipo de: todos los caminos están abiertos, hay que dejarse llevar libremente sin dejarnos condicionar por nada, hay que vivir...

Pero ahora, Amparo está sola y la carta del «El Loco» parece tratar de decirle algo más. Es Selene la que está captando el mensaje oculto, algo imprevisto va a ocurrirle a María, algo que lo cambiará todo, que abortará su trayectoria vital. Hay energías a punto de liberarse, El Loco se asocia al signo de Escorpión y en esoterismo al elemento Fuego.

Selene percibe claramente el fuego, primero un estallido, luego un resplandor, más tarde las llamas y en medio de ellas el rostro de María con su risa inocente del final de la sesión.

Selene quiere volver a ser Amparo, no saber, no tener premoniciones ni videncias, pero la presencia del incendio es tan real que los ojos se le han llenado de lágrimas con el humo.


********

María acaba de comprar dos pizzas en el restaurante de la esquina, son las tres de la tarde, hace un hermoso sol de primavera, piensa que sus hijos estarán a punto de llegar del Instituto y que Luis había avisado a media mañana que no iría a comer.

Camina deprisa por la acera de la sombra, se cruza con Juan el conserje del INEM que también vuelve a casa, con las niñas de Pepita, la del quinto A, que van a la escuela, con la señora Antonia que lleva a su nietecito remoloneando a la guardería, con González, el policía, que se monta en el coche aparcado frente a su casa.

La explosión se produce en cuanto el hombre ha dado a la llave de contacto, el coche salta por los aires y las llamas añaden el rojo al blanco deslumbrante del sol, María es una tea encendida que asciende hacia el azul.


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CARMEN LÓPEZ LEÓN dirige y coordina las secciones de escritura participativa en la Revista Almiar (Margen Cero).
· Web de la autora:
http://mural.uv.es/carlole/


Ilustración relato: Reflejo en una bola de Cristal, By Tamorlan (Own work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/ licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.

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    Revista Almiar (2005)
    · ISSN 1696-4807
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