A la hora
en que escribo
Hora, simple hora.
Ni diosa griega, ni musa del Partenón.
Solo una hora.
Incierta, hoy una, mañana otra,
Pero siempre esa misma hora,
En que los recuerdos y el mañana
Luchan por llegar,
A ser letras y papel, a quedarse,
Grabados en el hoy.
De todas formas,
Pasas incontenible, intransitable,
Entre toses de cigarrillo y bostezos de alcohol.
Mandas a las letras, que caen por la lapicera,
Y a los versos que bamboleantes surgen del coñac.
Te instalas cómoda en el sillón
De los ayeres ya vividos, y miras, impertinente,
Los mañanas de todos los hoy.
Tiránica dictas, verdades que lastiman,
Mentiras que convencen, palabras que no son.
Yo no te busco, me buscas a mí,
Y me encuentras, semidormido,
Entre la cena y el sexo, entre la cama y la comida.
Eludirte ya es inútil, sabes encontrarme.
O a la tarde, bajo el sol, en la sonrisa de la amiga.
O al no encontrar a quien yo busco,
O en el rubor de la verdad. Estas allí.
Sos una hora más.
Sin nombre fijo y sin tiempo detenido.
Me armas y me dominas. Tú mandas.
Y el pobre tondo de problemas económicos,
Cuando llegas, se transforma en brazo,
Mente, lapicera, de la hora en que escribo.
Estoy
caminando
Estoy caminando una calle cualquiera
Mis ojos no miran,
Para eso están los de los otros,
Para que miren
Por donde yo transito mi paso cansado
Y que se cuiden,
De mi andar apresurado y pausado
Pues mi apuro se debe
A que estoy en una ciudad sin perros.
No, no son perros esos
Que llevan con cuidadoso cuidado
De a cuatro, cinco o diez
Los paseaperros de veredas ocupadas,
Esos son canes, tristes
Canes de departamentos apilados.
Los perros son otros,
Los de dientes afilados, de colas libres,
Ondeantes, sucios
Lomos, patas fuertes y de orines marcados.
Esos son los perros
Que esta ciudad no tiene, no quiere.
Como no quiere hombres,
Ni mujeres esta ciudad desea ni quiere
Le basta con los oficinistas,
Los abogados, los doctores, los taxistas,
Le alcanza con las modelos,
Las vendedoras, las floristas y alguna que otra
Puta alzada en celo
Por eso me camino despacio, lento, terco
Una calle cualquiera,
Por eso es que no veo, que vean otros
Lo que no quiero ver.
Que ellos gasten sus ojos viendo lo que no está
Que gasten sus zapatos,
Apurados, corriendo corridos todos los días,
Todos los meses, los años
A mi me basta con el andar apurado, urgente,
De caminar por dentro,
Por donde tus manos anduvieron y siguen andando,
Por esa esquina dibujada,
Tal vez hasta pintada y acuarelada en besos
Y para eso no necesito ni quiero
Ojos que vean lo que yo veo, y siento y quiero.
Hasta tal vez no necesite
Caminar una calle cualquiera, basta que me pare
En un adoquín de luna
Y vea hombres y mujeres, y perros, muchos perros
De dientes apretados,
De patas fuertes, de lomos sucios, de colas libres,
Para eso tengo estos ojos
Los que no tienen otros, los que nadie más tiene.
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SEROMA (pseudónimo
de Sergio Omar Otero) dice de sí mismo: «Nací en Comodoro Rivadavia,
en la Patagonia argentina en 1951 y allí no solo me enamoré por primera
vez y bebí vientos, sino que también comencé a desarrollar este gusto
por escribir, el que continúe alimentando luego en Rosario donde fui a
estudiar Ciencias Políticas y a seguir enamorándome, defecto que me acompaña
el resto de mi vida. Después el destino quiso que fuera abogado, perseguido
político, opositor, oficialista y fundamentalmente aprendiz de hombre
bueno… e irremediable escribidor de las cosas del alma, que no sé sin
buenas o malas, literariamente hablando; solo sé que son del alma».
Tiene una vasta obra aún inédita en papel aunque sí tiene algunas colaboraciones
en Internet.
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Contactar con el autor:
sergiootero[at]speedy.com.ar
Ilustración
poema: fotografía
por
Pedro M. Martínez ©
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