Pradera

Roberto Narváez de Aguirre

Oliver Puordanesh llevaba casi un mes viviendo con su cuñada; mejor dicho, con la mujer que había sido esposa de su hermano. Éste había muerto hacía un mes y medio en circunstancias extrañas que nadie, ni siquiera la policía, había podido explicar satisfactoriamente. Así las cosas, ¿por qué seguir llamando a Elsa «cuñada»? De manera que Elsa, según podía escuchar Oliver desde su lugar, acostado en la cama y con las manos detrás de la nuca, recogía de la mesa de entrada su enorme llavero con su habitual manotazo escandaloso, e igualmente abría y cerraba la puerta, con cerrojo, batiendo la hoja con estrépito. Oliver, aunque nunca había tenido oportunidad de comprobarlo, estaba seguro de que gran parte del ruido que Elsa provocaba en su ejercicio de abrir la puerta se debía a que ella, en su afán de salir a la mayor brevedad posible, no era capaz de medir bien el espacio de su rotación y de su retroceso y de su avance y por lo mismo sus rodillas y las puntas y los filos de las suelas de sus zapatos chocaban violentamente contra la madera. ¿Haría Oliver la comprobación algún día? ¿Qué se lo impedía?

Suspiró y se llevó las manos al pecho. Luego bajó una mano y se apretó ligeramente, con dos dedos, el pene. Estaba desnudo y las sábanas y colchas muy desordenadas y revueltas a sus pies. Se levantó y fue al baño; en el camino miró la pantalla de la televisión; seguía ésta con el volumen bajísimo, empero a esas horas, a diferencia de lo que le sucedía por las noches y durante la madrugada hasta que se dormía, Oliver siempre podía identificar los sonidos, las palabras que salían de la bocina. Contrariado invariable, apagó el aparato. Lo haría enmudecer por completo en adelante.

Se metió a bañar. En realidad, se limitó a abrir las manijas del agua caliente y a ponerse delante del espejo. Ahí estaba la grasa, sus reflejos brillantes. Oliver temía ser demasiado moreno; era una angustia pasajera pero constante, y era esta constancia la que no podía soportar. No quería ser moreno. ¿Por qué el moreno había tenido que ser él y no su hermano? Oliver creía que muchos de sus fracasos con las mujeres se debían al tono de su piel. ¿Era una cuestión de racismo —por parte de ellas— o bien alguna otra debida a un prejuicio más difícil de precisar? Le decían, a menudo: «¿Eres de ascendencia árabe, o iraní, o algo parecido?» (Él se pasaba la mano por la cara). Una le dijo una vez: «¿Provienes de la raza gitana?». «Raza gitana», pensaba Oliver cuando lo recordaba. «Perra estúpida», concluía.

Se metió bajo el chorro de agua. Le picaba terriblemente la espalda y la nuca. No quería enjabonarse, ni mojarse demasiado el pelo, menos la zona púbica. Salió de un sólo paso que le pareció muy estilizado, pero en fin, ya estaba hecho. Se secó el agua de la espalda y de la nuca y algunos chorros que se habían escurrido hacia su pecho. Desnudo, miró desde el vano de la puerta del baño los números rojos de su reloj despertador. Era temprano, para él. Las doce. Elsa tardaría seis horas en regresar.

Desnudo, Oliver abandonó su cuarto. En la cocina hacía calor y olía a agua clorada. Oliver se desesperaba por los olores improbables, pero se desesperaba más cuando era capaz de identificarlos sin lugar a dudas. Con movimientos muy exactos, se puso a extraer alimentos y bebidas del refrigerador. Encendió una flama de la estufa, la apagó en el acto. La volvió a encender, miró la flama unos segundos mientras, sin que pudiera evitarlo, su brazo se contenía a cada momento mientras deseaba verdaderamente apagar de nuevo la fuente del gas.

Entonces empezó de nuevo. ¿Qué día era aquél, martes, jueves? ¿Era lunes tal vez, apenas lunes, todavía el lunes? Oliver daba tremendos puñetazos contra las losas del suelo. Mano derecha; nudillos sangrantes. En el sitio que asestaba los golpes, la sangre se acumulaba y salpicaba. Empezaba a burbujear. Y él ahí, arrodillado, pugnando por que las lágrimas no brotasen. Se rompió prácticamente la extremidad. Y él la miraba, con ojos implorantes, y se lamía los nudillos y tragaba la sangre. Y pensaba en su hermano. Muerte horrible. Caída forzada desde un sexagésimo piso; ¡el insigne arquitecto Abdul Puordanesh hecho pedazos en el suelo, empujado desde una azotea por alguien, un maniático, un psicópata! El cuerpo de Abdul semejaba una masa enorme de engrudo medio solidificado rodeada, apretada, cortada por una cuerda blanca, similar a un ovoide de estambre grueso ceñido por el centro y otros puntos con una parte de sí mismo, similar a un entramado ininteligible de cables y circuitos encimados y conectados por todas partes a un siniestro casco electrónico. Eran los brazos y las piernas y los huesos y las volutas de la cuerda en un caos cruzado de ángulos obtusos, agudos; arcos de nylon empapados de sangre, pus, goteando sesos, goteando vísceras, con un seso colgando de uno de ellos. Cero rebotes a inducir. Un contingente de casi doscientos hombres, obreros y albañiles, más los curiosos usuales, saturaba la zona. Los policías trataron de controlarlo; éstos adelantaron una hipótesis, marginando las improbabilidades en la medida en que se enteraron de los antecedentes del sujeto —no tenía enemigos, no debía nada, no trataba con el crimen organizado, etcétera—: que se trataba de un crimen sexual. «¡Crimen sexual!», había exclamado Elsa, muy cercana al bulto en que se había convertido su marido. Una mujer policía la ayudó a mantener el equilibrio y la abrazó. El teniente, detective en jefe, había fruncido el ceño; luego había solicitado la mirada del sargento, segundo al mando en las pesquisas y autor de la hipótesis. Éste seguía con la vista fija en el cadáver, asintiendo con la cabeza suavemente, y dijo: «Homosexuales». Entonces Elsa dejó escapar un grito inerme y se desvaneció. La mujer policía sirvió para amortiguar su caída. El teniente dijo al sargento: «Más cuidado, sargento, más cuidado. Discreción». El sargento sonrió; había entendido, pero ante todo consideraba enorgullecedor que su jefe tuviera por muy probable su hipótesis. De acuerdo, serían discretos.

Oliver había llegado a la escena en el momento en que Elsa profería el grito. La vio desvanecerse, a medias sostenida por la policía. Había visto muy bien el redondo culo de ésta, a punto de hacer estallar la línea cosida de su pantalón azul. A continuación, lentamente, había alzado la vista. El sol se ocultaba un poco detrás de la cornisa más alta del inmueble cuya construcción su hermano nunca iba a terminar de dirigir. Se dijo, por lo bajo: «Sesenta pisos». Entonces el teniente se le acercó, se presentó (apellido impronunciable), interrogó, quién era; Oliver se lo dijo, él era Oliver Puordanesh, hermano del muerto. El teniente dijo: «Lo lamento», y Oliver asintió, y el teniente dijo: «¿Desde cuando está usted aquí?», y por respuesta tuvo: «Acabo de llegar. Salí poco después que Elsa». «¿Poco después?». «Sí». Ante esto el teniente apretó los labios, puso los brazos en jarras y se quedó en una pausa. Oliver inquirió: «Dios mío, pero, ¿saben qué pudo haber pasado?». «Asesinato», dijo el teniente, como suplicando. «Ése es su hermano», señaló, apuntó con el dedo. Oliver dijo: «Lo sé», y le comentaron: «Parece que sí». Era el sargento. Se le acercó, lo miró de arriba abajo y preguntó: «¿Sabe si su hermano… si su hermano era…?» (El teniente se talló los párpados con tres dedos). «¿Sabe acaso si su hermano era homosexual, o si solía tener actividades sexuales con…?». «No tengo la menor idea», respondió Oliver. Él y sus dos guardias en suspenso callaron. Oliver aseveró: «Creen que es un asesinato pasional». Silencio, cabeceos afirmativos del sargento. «Él era casado, con una mujer», dijo Oliver, mirando a Elsa, que volvía en sí. La mujer policía y un enfermero la atendían. El teniente: «Creemos que es muy posible que se trate de un asesinato pasional, como dice usted. No se trata de una ejecución al estilo de la mafia, por ejemplo; eso no». «M-m», acordó el sargento. «Lo dicen por las ataduras», apostó Oliver; «que por la fuerza con la que evidentemente lo ataron, no pudo tratarse de una mujer; por tanto, si fue un crimen de pasión, lo cometió un hombre homosexual». El teniente proyectó sus pequeños labios muy juntos y redondos y dejó de parpadear, admirado. El sargento contuvo la respiración. «Es una buena observación. Sí, eso es lo que creemos, que fue un homosexual porque… Es decir, un hombre, por homosexual que pueda ser, no pierde ni un gramo de su fuerza», decía el teniente. «Un homosexual bien pudo haberlo hecho; además, es reconocida la forma que tienen de matar… los más salvajes, por lo menos», dijo el sargento. «En ese caso también una mujer podría atar así, me imagino», interrumpió Oliver, cruzando los brazos y mirando alternativamente a los policías. «¿No? Una mujer no que sea necesariamente salvaje, sino que esté drogada, o que sea fisicoculturista; o sencillamente una mujer muy enojada que esté sobrecargada de energía». «No le duele mucho lo que le pasó a su hermano, me parece». «¡Sargento!», advirtió el teniente. El sargento desvió la vista. Oliver dijo, por lo bajo, como para sí mismo: «Una enamorada, tal vez. Una mujer loca», y Elsa se acercaba tambaleándose, asistida por la policía.

Al día siguiente del incidente Oliver se mudó a vivir con Elsa. Todavía entonces la llamaba cuñada. Cuñada, le dijo, cuando la abrazó por primera vez en el perímetro de la obra que Abdul había proyectado y que ya no podría dirigir más. En adelante la había abrazado a menudo; sentía cómo ella le ponía la cabeza en el pecho y se desahogaba a lágrima viva; se desahogaba al grado de no poder articular ni una interjección; estaba destrozada, Oliver lo sabía y la abrazaba fuerte. Le frotaba los hombros y la espalda en la zona lumbar. Sentía con sus penetrantes yemas las salientes vertebrales, la columna. La acariciaba hasta que a Elsa le parecía incómodo y se retraía. Entonces él iba al lado de ella y permanecía ahí sentado un rato, tratando de consolarla, pero ya sin ponerle una mano encima. Y de pronto, cuando menos se lo esperaba, ella rechinaba los dientes con rabia, odio, impotencia y desesperación y se lanzaba nuevamente a abrazarlo. Él logró calmarla hasta el punto de que a ella le fue posible volver al trabajo. Una semana sin ir. Abdul, aunque le había dado a su esposa una vida holgada, jamás había sido rico. Demasiado honesto. Claro, esa era la razón por la que Elsa trabajaba. Y le gustaba y decía que le resultaba vivificador como mujer, bla, bla, bla. Oliver detestaba sus discursitos. E interpretó como un muy injustificado sarcasmo el hecho de que Elsa, en cuanto tomó la decisión de continuar con su empleo, le hubiera dicho: «Tienes razón. Sé que siempre me has comprendido. Una mujer tiene que trabajar y superarse. No importa qué». Dios, pensaba Oliver. Tal vez aquí empieza todo.

Tal vez ahí había empezado todo.

Mientras, Elsa trabajaba y proveía el dinero y mantenía bien guardado el capital que Abdul le había dejado (si bien éste nunca redactó testamento) y Oliver vivía con ella hasta que las cosas se normalizaran totalmente. Elsa no sabía casi nada de Oliver. Oliver decía no poder trabajar. Que no encontraba. ¿Qué había estudiado Oliver? Elsa no lo podía saber; no se atrevía a preguntarle, y Abdul jamás le había hablado de su hermano, ni siquiera de que tenía un hermano.

Oliver estaba sentado en la mesa. Era la una y él no dejaba de comer. Voracidad grasosa y espumeante y cremosa y de manos llenas y dedos embadurnados. La flama de la estufa se agitaba por el viento que se colaba a través de un agujero en el cristal de la ventana. Oliver comía jamón, atún, pavo, pollo, y a todo le ponía frijoles, salsa, aguacate, queso cottage, queso fundido, rebanadas extra delgadas de queso amarillo, crema, manteca, mantequilla, mermelada, miel, pan molido, vinagre, mostaza, aderezo de mil islas, sal, mucha sal. Bebió dos cafés y un poco de agua. El agua la bebió con un popote. Al terminar, tenía manchas y restos de comida y bebida en toda la cara, las manos y los brazos hasta los codos, el cuello, el pecho y algunos remanentes que se le habían caído a los muslos. Se contemplaba la suciedad, el asco que él mismo se había provocado. Reía guturalmente, nasalmente, como hace alguien que se estimula a sí mismo quién sabe por qué cosa que tendría que parecerle graciosa y aún más hacerle reír. Dio un manotazo leve en la mesa y se levantó. No recogió nada, no lavó nada. Algo llamó su atención antes de abandonar la cocina: dio media vuelta, bajó la cabeza. Era la sangre, su propia sangre, que se secaba en el piso.

Llegó corriendo a la habitación de Elsa. Lo mareó un tanto la atmósfera celeste y sedosa que siempre percibía en ese lugar. Hacía tiempo que no regresaba. ¿Por qué? Oliver lo sabía: todo había empezado. Entonces se frotó las manos pegajosas un poco, se acercó a las puertas del armario, se arrodilló, abrió el armario. Extrajo todos los pares de zapatos, no sólo los elegantes, sino también los zapatos deportivos, las sandalias y de otro tipo que encontró. Escogió sin embargo sólo los que le parecieron más hermosos; los de tacón alto; luego los acomodó por pares con sumo cuidado formando una media luna enfrente de él. En ese punto lo recordó: se incorporó a la orden y corrió a la cómoda en la que Elsa guardaba su ropa interior. Se puso unas medias de licra negras. (Mientras lo hacía, echaba lejos los pedazos inciertos de comida que tenía pegados en los muslos.) Deliciosas, le aceleraron la erección. De regreso ante la fila curva de los zapatos, cogió uno del par que tenía los tacones de aguja. Con la punta y con el tacón del zapato limpiaba de su pecho y brazos y cuello lo mejor que podía los residuos de comida, lácteos, café, de todo lo que se le había ido encima durante el desayuno, y lamía con fruición de escaldamiento los grumos y las acumulaciones que se formaban. Hizo lo mismo con varios zapatos más, procurando usar por lo menos uno de cada par, y los lamía y besaba y escupía y lamía y besaba sin falta. Pensaba en Elsa al salir por las mañanas, en los ruidos secos que los puntapiés aparentemente involuntarios que ella daba a la madera de la puerta producían y en los chillidos de las bisagras al ser zarandeadas. Y mientras lo hacía, se frotaba cuidadosamente el pene; luego, con furor. Al promediar el vigésimo octavo ciclo de la serie eyaculó: los disparos penetraron raudos hasta el fondo de la punta de los dos zapatos negros de charol de tacones de cinco pulgadas y media que había elegido como sus favoritos. ¡No, eran sus favoritos! Los empapó. Las plantillas se veían anegadas, un poco arrugadas incluso. Él todo lo que hizo fue asegurarse de que ni una gota de su semen se hubiera quedado pegada a la piel del zapato por fuera, lamiendo las que encontraba diligentemente.

Hecho. Se dejó caer de espaldas cuan largo era y levantó los brazos sobre su cabeza. Jadeaba al estilo de una puta principiante —muy desprevenida, muy mal informada, grotescamente inocente aún— y flexionaba un poco las piernas. De súbito inquieto, se incorporó y se examinó las medias. Secas y sin rasguños.

De pie. Vuelta a la cocina.

Tenía la sangre de sus nudillos reseca y convertida en una costra. No le dolían los metacarpianos. La sangre que había dejado en el piso de la cocina una hora antes también estaba seca. La limpió con un trapo mojado y un poco de detergente. Recogió posteriormente la mesa, apagó la flama de la estufa que inexplicablemente ardía, guardó lo que quedaba de las carnes frías y los lácteos y demás, lavó su plato y su taza y se encaminó a su habitación.

Echado en la cama, pensaba en lo inmediato que podría ser afeitarse las axilas. O lo quería o no lo quería. Pero el mayor problema era que se demoraba sin motivo alguno en el pensamiento. Por lo demás, ya que su transpiración se había secado, comenzó a sentir frío. Cruzó los brazos y las piernas. Observó que no sentía el vello axilar por más que lo deseaba y se concentraba en ello. Tampoco se siente, precisamente, el pelo de la cabeza, o el vello de las demás partes del cuerpo, pensó. Pero sí que lo podía sentir, el vello, en sus piernas. Un vello abundante. Y recordaba a aquella chica —¿cómo no podía dejar de hacerlo, maldita sea?— que le decía: «Oliver, si te dejaras el bigote parecerías… no sé, isleño. Del Caribe, digo. Serías un isleño muy alto y robusto, eso sí, pero muy atractivo…». ¿Es que esa infeliz no tenía algo que pudiera darle a él?

Sintió el fragor del llanto sacudiendo sus escapes respiratorios. Encrespó los dedos y aspiró con fuerza el aire. Sonó el teléfono.

—Diga.

—¿Sí? ¿Quién? ¿Con la señora Elsa viuda de P…?

—No se encuentra.

—¿Sí? ¿Quién habla? ¿Con quién hablo?

—Oliver Puordanesh.

—¡Ah, por supuesto, el hermano! El hermano del señor Abdul, digo. Mire, soy el detective Arbtrgr…

—Por supuesto. Lo recuerdo.

—Claro. Mire, quiero hablar con la señora Elsa.

—No se encuentra.

—¿No? Ah, qué lástima. Escuche, ¿no podría darme el número de algún teléfono en el que pudiera encontrarla?

—No.

—Mh. Es una pena, porque tenemos algunos datos nuevos en la investigación del caso de su marido.

—¿Ah, sí?

—Así es.

—¿Cuáles?

—Bueno… Ah, qué diablos. Es justo que se lo diga; usted era su hermano. Muy bien. Mire, ¿recuerda que nos dejaba perplejos el tener que suponer que su hermano, mientras era torturado, no gritaba pidiendo auxilio, siendo que más de ciento cincuenta hombres estaban cerca, trabajando? Porque, por mucho que hubiera podido ser el escándalo de las herramientas y los taladros en uso, alguien tenía que haber estado lo suficientemente cerca como para poder oírlo. Ahora, lo más raro: ¿por qué no gritar, si no lo habían amordazado? Ésta era, básicamente, la cuestión. Y no era que no gritara tanto en solicitud de auxilio, sino por el dolor…

—Y, ¿qué encontraron? ¿Qué encontraron?

—No lo va a creer. Es espantoso, terriblemente espantoso, pero se lo diré.

Se lo dijo. Oliver asentía desde su extremo de la línea y no quitaba la vista del reloj de pared de la sala. Colgó cuidando de no ejercer violencia contra el tubo, luego levantó con furia el aparato entero hasta que el cable se desconectó y lo arrojó al fondo del pasillo que se extendía a sus espaldas. Mientras caminaba para ir a recogerlo se arañaba los hombros y los remarcados abultamientos abdominales. Levantó el teléfono roto, lo envolvió muy fuerte con el cable, que dio muchas vueltas, y lo metió debajo de su cama y él se volvió a acostar en ella.

Pensaba en esperar las dos horas que quedaban hasta que llegara Elsa. Si aquel día era martes, Elsa tendría cita con el «famoso ingeniero». Se trataba de un hombre de mirar insoluble que la cortejaba. Muy respetuoso, muy comprensivo, muy paciente. (Oliver se culpó al reconocer como algo valioso cualquiera de estas cosas. Como algo oportuno). Y Elsa, por su parte, le correspondía con tiempo. Llevaba un mes y medio de viuda. ¿Cuánto tiempo más de su luto podría aminorar? Oliver no se figuraba haciéndole reproches. No era eso.

Lo que quería era esperar a oírla entrar para luego emerger y saltarle encima. Así que no podía dormirse. Se quedó mirando el techo un rato, y ya no pensaba tanto en sus medias.

Cuando despertó eran las siete y doce. Un sólo movimiento y ya estaba sentado. Sentía la piel de los brazos muy de acuerdo con su falta de sensibilidad del paso del tiempo. No tenía frío ni calor. Elsa hacía mucho ruido.

Oliver se levantó, se puso los pantalones, la camisa y las botas pero no los calzones ni los calcetines. Se alisó el pelo con las manos y salió del cuarto.

Elsa estaba de espaldas a él y no lo oyó llegar. Medio vestida, descalza, abría cajones, hurgaba en ellos, hacía rotar la cintura, sobre todo la cintura, y las muñecas, y levantaba ropas y telas que, a juzgar por el modo en que las manipulaba, no parecían estar trabajadas como vestidos. Por fin se percató.

—¡Oliver! Uf, qué susto me has dado. Pensé que no estabas.

—Nunca salgo —dijo él, recargado contra el vano de la puerta, serio y con las manos en los bolsillos.

—No. Pero deberías de hacerlo. Eso creo yo. Dinero no te falta, no te preocupes.

Elsa puso una ropa en la cama. Dijo:

—¡Ah, qué tarde es! Este hombre ya va a llegar y yo todavía no estoy lista. Ni siquiera me da tiempo de bañarme, ¿lo puedes creer? Pero, bueno, creo que puedo pasarla hoy sin bañarme. Tenías razón, Oliver —dijo en tono curiosamente animado, abotonándose la falda por detrás—. No podía hacer nada mejor sino buscar distraerme y tratar de llevar una vida normal.

«¿Yo? ¿Yo?».

—¿Por qué pones esa cara? Tenías razón. ¡Por cierto! Llegué tarde porque me detuve en la jefatura. Dios mío, no sabes lo que esos policías han sacado en claro. Aunque también, me parece, es mucho tiempo para descubrir eso. Pero, claro, mira en qué país estamos. ¡Más de un mes y no se habían fijado en que Abdul no necesitaba de mordaza porque le habían «neutralizado» la lengua! Suena raro, ¿no? ¡Oh, pero me olvidaba! Tú ya sabes esto. El teniente Arbt…

—Déjalo, es impronunciable.

—Bueno, él me dijo que había hablado contigo por teléfono hoy…

—Así es.

Elsa lo miró.

—Horrible, ¿no? Además, cómo lo dicen: «Le neutralizaron la lengua». A mí me lo explicaron con cautela. Yo sólo quería irme, ya he tenido demasiado. Pero no me dejó de impresionar la razón de su modo de hablar. Yo creo que escogieron bien el término. Le neutralizaron la lengua, esto es: no se la cortaron, no hicieron que él mismo se la cortara, ni nada parecido. Simplemente, hicieron que se la tragara. De ahí que el forense hubiera tardado en reconocerla. Una lengua atorada en algún lugar de la faringe, toda arriscada y en progresiva putrefacción… Tuvieron que hacerle varios reconocimientos anatómicos. Ah, no quiero pensar más en eso.

Oliver tragaba saliva con alguna dificultad y trataba de negarse a sí mismo la necesidad que sentía de sonarse. Elsa estaba lista, con las manos en la cintura, mirando en torno a ella, al piso. Se fijó en sus piernas. Dijo:

—¡Las medias! Oh, por Dios…

Se puso a buscarlas.

—¡Mis medias negras! No están…

—Vete sin medias. Tienes unas piernas muy bonitas —dijo Oliver—. Además, cada vez es más tarde…

Los sorprendió el sonido de un auto y el de una bocina aguda y retumbante. Un precioso cochecito compacto. Rojo. Elsa lo vio por la ventana, se tragó alguna cosa que iba a decir, abrió el armario, sacó los zapatos negros de charol de casi seis pulgadas, metió los pies en ellos, recogió la bolsa que estaba sobre la cama —Oliver atestiguaba todas sus acciones—, echó a andar, pasó junto a Oliver, le puso la mano que no cogía el bolso en el pecho y le dio un beso en la mejilla, le dijo «adiós», lo dejó atrás, disminuyó la contundencia de la marcha y giró la cabeza, miró a Oliver un segundo y siguió, y cuando llegaba a la puerta gritó:

—¿Qué loción usas?

Oliver sorbió la nariz hasta sentir picor y la sensación congelada de un martillazo en lo alto del vómer. Elsa cerró la puerta organizando la sinfonía acostumbrada de cascabeleos y truenos y explosiones minúsculas pero sostenidas y fatalmente melódicas y llegó trotando al lado de su pretendiente, que la esperaba atento con la portezuela abierta. Oliver lo veía todo desde la ventana.

Se iban. Elsa sería feliz. Oliver tenía la casa para él solo; podría ser suya durante más de cinco horas. ¿Ya había llegado la viuda a dejársela durante más de diez u once horas al día? Pensamiento exuberante; la sola visión de la expansión temporal solitaria abrumaba a Oliver como si estuviera en el centro de una gigantesca pradera. Y como si él, mientras contemplaba, se volviera efectivamente y poco a poco cada vez más pequeño.

Elsa tendría que ser feliz.

Oliver regresó a su cuarto y se desvistió. Encendió la televisión y su mano no pudo presionar el botón que regulaba el volumen. No se oía lo que decían los actores o el actor o el locutor o quien fuera que estaba en la pantalla. En el baño abrió las llaves del agua y escuchó el repiqueteo inicial de los chorros al impactarse contra el suelo. Losetas color marrón. Frías. Oliver se quedó un rato mirándose al espejo. Apoyaba las manos en el borde del lavabo, se retorcía pesadamente, pegaba la barbilla en el pecho y aspiraba los fuertes olores de alimento a grandes bocanadas. Tenía los ojos inundados en lágrimas, una lágrima definitivamente se corrió. Entonces él levantó el brazo y cerró el puño y apuntó a su cara en el vidrio pulido que opaca y empañadamente le devolvía su imagen, y opaca y empañadamente se la alteraba y distorsionaba y borraba, cuando a él no le había apetecido nunca escribir letras o dibujar objetos con el dedo pasándolo por sobre la superficie empañada del espejo. No se veía ya su puño, y el vapor hirviente del agua llenaba la estancia, invadía el dormitorio.

Se metió con todo y medias y profirió un árido gemido de dolor. Poco a poco se adaptó a la temperatura, y las medias se empezaban a llenar de microscópicos millones de burbujitas perfectamente redondeadas y adheridas y suaves y tersas y fáciles de arrasar con una mano. Se bañaría y luego se echaría en la cama a ver la televisión. ¿Hacía cuánto tiempo que no estaba con una mujer?

Pero eran ellas las que tenían que estar con él.

No, no habría televisión aquella noche. Nada de nada. Se acostaría y se dormiría y jamás le devolvería las medias a Elsa. Excepto que, como ya había dormido un buen rato durante la tarde, el sueño se le había ido.


¿Cuánto tardaría en regresar?


📸 ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Juanjo Barinaga ©

ROBERTO NARVÁEZ DE AGUIRRE es el seudónimo de un escritor mexicano. Narváez de Aguirre, historiador por la Universidad Nacional Autónoma de México, ha publicado diversos ensayos historiográficos así como cuentos en diversas revistas de la capital mexicana y en Monterrey (Nuevo León). Pradera pertenece a una colección de cuentos publicados bajo el título de Bebés de guerra en el Jardín del Edén.

CONTACTAR CON EL AUTOR:
gogmagog [at] prodigy.net [dot] mx

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▫ Relato publicado en Revista Almiar (2003). Reeditado en septiembre de 2020.

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