Las hermanas
__________________________
Sergio
Leibowich
Lamentablemente, casi no tengo
ningún recuerdo de mis primeros años de vida ya que la mayoría
de ellos se han ido diluyendo de a poco, dejándome solo algo así como
dos imágenes sin movimiento que llevo guardadas en mi memoria. Allí
veo dolorosamente a mi madre, casi siempre recostada en su cama o
sentada en su sillón favorito del patio de nuestra casa, tratando
de no movilizarse demasiado, por su enfermedad. La recuerdo con su
sonrisa triste, recibiéndome cada tarde al llegar del la escuela,
con sus brazos siempre dispuestos y en donde me sentía tibiamente
protegida. La otra imagen que llevo conmigo es la de mi padre, a quien
recuerdo regresando a última hora, y a quien yo esperaba siempre para
darme el ansiado beso que marcaba el final del día. Esas imágenes
son todo lo que conservo, como un tesoro, de mis primeros años de
vida. Del resto de toda aquella época sólo conozco algunas partes
que reconstruí a partir de los relatos que de ella solía hacer mi
padre.
Siempre
contaba que, como la mayoría de los inmigrantes que llegaron de Europa,
él y mi madre lo hicieron prácticamente sin nada, pero cargados con
la expectativa de encontrar en América lo que en su tierra les había
sido negado. Decía que, como tantos otros, habían arribado a Buenos
Aires apenas casados y demasiado jóvenes para comenzar una nueva vida.
A menudo recordaba que el puerto de su ciudad natal fue en esos días
escenario de cientos de historias parecidas y distintas a la vez,
todas ellas repletas de promesas de reencuentros en futuros inciertos
sin sospechar que, casi sin excepciones, algunos de ellos nunca volverían
a verse otra vez.
Recordaba
lo duro que habían resultado los primeros días en los que llegaron
a Buenos Aires. Me habló del llanto nocturno de mi madre que extrañaba
a mi abuela; de la angustia de él mismo que trataba de hacer pie en
un territorio desconocido mientras sentía como todo parecía hundirse
bajo sus pies. Me decía que no sólo estaban totalmente aturdidos por
el desarraigo, el desconocimiento del idioma y las costumbres sino
que además todo empeoró al sumarse la pobreza. Que si bien el dinero
alcanzaba para lo mínimo indispensable, nunca fue lo suficientemente
abundante como para afrontar los gastos de la enfermedad de mi madre
que iba agravándose paulatinamente con el paso del tiempo.
Según
lo que relataba, al principio, y con la intención de mantener el contacto
con sus respectivas familias, despacharon cartas hacia Europa al menos
una vez a la semana. Pero con el transcurso de los meses, y al no
recibir respuesta alguna, éstas se fueron espaciando cada vez más,
hasta que finalmente se interrumpieron. Decía que había sido así porque
en algún momento, inevitablemente, llegaron a la dolorosa conclusión
de que ya no existía nadie con vida que pudiera recibir o transmitirles
alguna noticia desde el otro lado del mar. Puedo imaginar el desgarro
que debió producirles y que posiblemente colaboró para agravar el
estado de salud de mi madre, cuyo débil corazón enfermó aún más, a
raíz de la pena. Es posible que precisamente de esos días provenga
esa imagen de ella postrada, que tengo grabada permanentemente en
mi memoria. Y supongo que debe haber sido algo casi imposible de sobrellevar
la idea del horrible sufrimiento que debieron haber tenido que padecer
todos sus seres queridos y aún así seguir adelante con sus vidas.
No fue de extrañar, entonces, la terrible conmoción que dice sufrieron
cuando, una vez terminada la guerra, llegó un día hasta sus manos
una publicación que daba cuenta de la búsqueda de familiares por parte
de algunos de los sobrevivientes. Y que entre ellos, pudieron ubicar
el nombre de mi tía Elena (la hermana menor de mi madre), su marido
y su hijo. Solía contarme que en ese momento el desconcierto inicial
fue tan grande que ni siquiera tenían idea de por donde comenzar,
qué hacer o dónde ir. Superado el momento, surgió entonces el problema
de encontrar el modo de reunir el dinero necesario para rescatarlos
del infierno del que hablaban las noticias, para traerlos lo más rápidamente
posible a América. Siempre evocaba que en esos días se lo pasaron
especulando con decenas de probables historias, y que todas ellas
coincidían en el hecho de que había que hacer algo y lo más pronto
posible. La prioridad decía que había que, traerlos a esta tierra
para que pudieran recomenzar una nueva vida dejando atrás todos los
probables horrores sufridos.
A
medida que los días fueron pasando, y las cartas de Europa comenzaron
a llegar, se fueron enterando de que la tía Elena y los suyos eran
los únicos de la familia que habían logrado sobrevivir al Holocausto.
En cada envío detallaban la suerte que había corrido cada uno de los
integrantes de la familia. Contaban acerca de los campos, violaciones
y otros horrores más de cuyos detalles nunca pude enterarme ya que
mi padre se negó a repetirlos luego de que las cartas fueron leídas.
Siempre me aseguró que se hicieron entonces todos los sacrificios
posibles, incluso hasta el racionamiento de nuestros alimentos, para
poder juntar el dinero necesario para pagar los tres pasajes de barco.
Finalmente después de un tiempo, y con la ayuda de algunos paisanos
(que se solidarizaron con lo que nos estaba sucediendo), se logró
reunir la suma de dinero que posibilitaría el reencuentro.
En
cuanto a mi madre, me relataba que pareció revivir durante todos esos
eternos meses de espera. Que se despertaba y dormía siempre con el
mismo y dulce pensamiento que le devolvió una energía que no sentía
desde hacía meses. Incluso notó que la confirmación de la muerte del
resto de su familia le resultó menos dolorosa, sabiendo que al menos
una de sus hermanas estaría nuevamente a su lado y que, todos juntos,
comenzarían a sanar de a poco parte de las heridas.
Sé
que los días se hicieron interminables y que el barco llegó finalmente
dos días después de lo que había sido previsto. También que sólo mi
padre fue quien acudió a recibirlos al puerto a raíz del reposo que
debía guardar mi madre. Curiosamente, no me quedó ningún tipo de información
de cómo es que fue posible ubicarlos en medio de la multitud que supongo
bajó del barco. Pero lo que sí en cambio me describió fue el momento
de la llegada de tía Elena y los suyos a nuestra casa. Recordaba que
ese día mi madre se levantó de la cama desde muy temprano a pesar
de los consejos del médico. Como consecuencia del atraso en la llegada
del barco ya habían pasado dos noches sin que hubiera podido descansar,
excitada por el reencuentro. De ese momento mi padre decía aún poder
escuchar el grito desgarrante de mi madre que llenó todos los rincones
de la casa y que resumía al mismo tiempo el más profundo dolor y la
más inmensa alegría. Aferrada todo el tiempo a su hermana e incapaz
de lograr soltarse de ella, mamá fue conociendo entre lágrimas a su
cuñado Miguel y a su pequeño sobrino. Mi padre, tan emocionado como
en aquel lejano día de la despedida en el puerto en su ciudad natal,
dijo que fue quien primero lo notó pero que no dijo nada. Evocaba
que fue mi madre, quien al día siguiente y ya más tranquila hizo el
comentario. «Elena no es la misma», dijo apesadumbrada y sin volver
nunca más a hablar del tema. Según mi padre, los ojos de mi tía Elena
miraban distinto, como si navegaran sin brújula en un mar desconocido
y en el cual se dejaba llevar libremente por las mareas. A papá en
ese momento le llamó la atención que, contrastando con la reacción
de mi madre, la emoción de tía Elena duró muy poco: Inexplicablemente,
pasó de inmediato a preocuparse por si hubiera extraviado alguna de
sus pertenencias durante el viaje hasta casa. Fría y extrañamente
distante, mi padre recordaba que los siguientes días mostraron a una
tía Elena más preocupada por instalarse y conseguir trabajo para su
marido, que en juntarse con su hermana para recuperar el tiempo perdido.
Y que si bien ambas continuaron viéndose regularmente, mi madre jamás
sintió que había recuperado realmente a su hermana sino a una desconocida
que había usurpado su apariencia y sus recuerdos.
Cuando
un año más tarde, en los días en que el corazón de mi madre decidió
no seguir dando batalla, sólo mi padre y yo estábamos a su lado como
siempre, cuidando de ella. Desde aquellos días comienzo a tener mis
propios recuerdos. Me veo a mí misma, sentada a su lado cuidando sus
últimos sueños y a mi madre que, en su última noche, abrió de pronto
sus ojos sorprendiéndome al secar mis lágrimas. «No llores…», me dijo
más preocupada por mí que por ella misma. A la mañana siguiente sólo
deliraba pronunciando frases confusas que aludían a la guerra, como
si de pronto hubiera regresado a ella. Y cuando comenzó a pronunciar
el nombre de Elena llamándola una y otra vez, mi padre me ordenó ir
por ella. Corrí llorosa las tres cuadras que separaban su casa de
la nuestra y al llegar golpeé con desesperación la puerta de calle.
Me abrió tía Elena, quien una vez enterada del estado de mamá se aprestó
para acompañarme. Y en ese momento entonces sucedió lo que fue incomprensible
para mí, inexplicable: Mi tía comenzó lentamente a cambiarse la ropa
que llevaba puesta para vestirse con otra más elegante, tal como si
tuviera que irse de paseo Al mismo tiempo, mi tío se afeitaba cuidadosamente,
supongo que para aparecer presentable en el evento. Creí enloquecer.
Pero papá me había pedido que no volviera sin ellos. Cuando por fin
llegamos, mamá ya había fallecido y yo no había podido estar junto
a ella. Después del entierro, jamás quise volver a hablar con tía
Elena. Solo recién unos cuantos años después pude comprender lo que
la guerra es capaz de hacer en las personas y comenzar a perdonar.
_____________
Sergio Leibowich
es un autor
que reside en Buenos Aires (Argentina).
ILUSTRACIÓN RELATO:
Knut.Ekwall.Emigrants, by Swedish painter Knut Ekwall [public
domain]; via Wikimedia Commons.
|