El pasillo 9
Carlos
Almonte
La pálida señora tendría unos
setenta años. El peinado de estilista que lucía reflejaba su
interés en verse bien, así como el vestido gris-inmaculado y los enormes
botones triangulares que revestían el conjunto desde los costados.
Sobre el escritorio, al frente suyo, reposaban dos revistas, una de
modas y otra que trataba sobre el adiestramiento de los perros labradores.
Por un instante me contaminé de alguna imagen desbocada, pero me esforcé
por dejarla ir, concentrándome de vuelta en mi lectura de esa tarde.
Era verano y los más de treinta grados de la calle, se transformaban
en veinte, o menos, al interior de aquella sala, sombría y silenciosa.
Me acerqué despacio, como indica
el protocolo, y esperé a que la anciana se desentendiera de sus uñas,
al parecer resquebrajadas o carentes de pintura. A mi segundo carraspeo
levantó la vista y, con más apuro que desgana, preguntó: «¿Está
buscando algo en especial?» Al oír su voz, gastada hasta el infinito
en la repetición de aquellas mismas cinco palabras, estuve a punto
de dar la media vuelta y escapar al sol desconsolado de las avenidas
e inmiscuirme en otras cosas. Imaginé una portada hecha a mano por
el viejo Dürrenmatt y en papel roneo, al interior, la historia de
un funcionario griego enamorado de una cortesana. Aún así, avancé
tres pasos cortos y me instalé de frente a la mujer. «Busco una
novela sobre el mar», mencioné sin más detalles, intentando, desde
la consciente ambigüedad, realizar un acto de profundo repudio a su
actitud fría y malhumorada. «Tenemos muchas y todas muy interesantes»,
replicó sin aludirse, como si estuviera exhibiendo un catálogo de
plantas de interior o de tijeras para cortar el pasto. Le expliqué
que la novela que buscaba era una, «una en específico», que
trataba del viaje de un hombre solitario al océano, de su escape a
la vida miserable que llevaba en la ciudad, siempre tras un escritorio
realizando una labor que odiaba.
Recién entonces la mujer pareció
acusar recibo. Me miró de arriba a abajo, se mordió los labios con
cautela, ordenó las dos revistas, una sobre otra, y me contestó que
aún con esos datos, las novelas que respondían a las características
que le mencionaba podían ser cientos, «o tal vez miles». Acto
seguido, me mandó a un fichero en donde me encontré con un montón
de títulos, fechas, páginas y códigos de uso interno. En ese momento
imaginé al funcionario griego corriendo por las calles sin más que
sol en la mirada. «Disculpe, pero creo que no me ha entendido».
Le expliqué, nuevamente, que no sabía el título de la novela que buscaba,
y que con respecto al autor y al año tenía algunas posibilidades,
pero que, en cualquier caso, aquel fichero no me serviría para nada.
Entonces, cuando ya perdía la esperanza, ocurrió lo más curioso. «La
novela que busca está en el pasillo nueve», dijo sin misterios,
como si lo hubiera sabido desde el comienzo. Le agradecí con un gesto
insípido y me encaminé hacia el rincón más oscuro de la sala. Con
una emoción inexplicable me entrometí entre las filas de libros y
casi por instinto, y elucubrando las más diversas teorías acerca de
la temperatura, el polvillo acumulado, la pulcritud de algunos bordes
y la antigüedad del lomo, tomé tres libros que, sin mirarlos, afirmé
bajo mi brazo.
«Me llevo éstos», proclamé
de vuelta en el mesón ante la mirada atónita de la señora que, por
primera vez, elaboró en sus labios algo parecido a una sonrisa. Tomó
los libros, anotó sus códigos en el registro y me esputó una fecha.
Me despedí con una mueca inexpresiva y con mi tesoro bajo el brazo.
Afuera el sol descueraba sin compasión,
aunque bajo la sombra de mi encina favorita, en una arista de la Plaza
Turquía, sentí una brisa que amainaba en algo los ardores. Tomé agua
desde la pileta, me mojé el cabello y me dispuse a fantasear con el
océano, un escritor anciano y perverso caminando por la arena y ese
viejo amor, allá en el horizonte, que embaucó su ánimo incluso cuando
el verano hubo terminado.
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almontecarlos(a)yahoo.com
ILUSTRACIÓN
RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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