Verá usted, señor.
Yo, bien mirado, no soy malo. En el fondo, y perdone la osadía,
mi corazón es bueno y mi alma grande. Lo que ocurre es que, a veces,
cuando me entra el nervio, actúo de manera impulsiva. Si ya me lo
advertía mi madre:
—Juanito, debes
aprender a controlar tus empujes, que tienes muchos y algún día
va a haber una desgracia.
No entiendo, en
concreto, a qué desgracia se refería la mujer. Porque nos llovían
muchas, demasiadas. Como las palizas que nos daba el mal nacido
de mi padre. Era tan despiadado y ruin que incluso abusaba de mi
hermana. La pobre no sabía bien lo que le ocurría. No era muy lista,
¿entiende? Hasta se reía de su propia desdicha, a veces con unas
carcajadas tan exageradas que me sacaba de quicio. Pero un día mi
padre cayó en un descuido por las escaleras del sótano. Si le soy
franco, colaboré de modo sutil y nada descarado en el infortunado
accidente: un leve empujón, sin más. Y no me arrepiento. Ese hombre
estaba ungido con una intensa maldad. Tenía una cara sombría y vulgar.
Creo que liberé a mi familia de una dura y brutal prisión. ¡Sí señor,
así lo creo!
La verdad es que
yo no he tenido mucha suerte en la vida, y pienso que este carácter
tan destemplado me lo han moldeado entre todos, y no crea que le
miento. Los muchachos del barrio, por ejemplo, siempre se burlaban
de mí. A veces me esperaban en la esquina del colegio y me pegaban.
Fíjese usted si eran salvajes que este andar cojitranco me lo produjeron
ellos en una de sus tundas, después del accidente de mi padre. Aquel
día, tan gris y frío como éste, me salieron en el parque y me empezaron
a llover golpes por todas partes. Me tumbaron en el suelo y, ahí
acurrucadito como un gato chico, se liaron a darme palos, unos a
base de puntapiés y otros con varas de hierro. Me rompieron la cadera.
A mi madre casi le da algo. La pobrecita no sobrevivió mucho más
tiempo. Murió un año más tarde. Mi hermana y yo nos quedamos a vivir
con la madre de mi padre, y como él, no era trigo limpio, ¿sabe?
Mi abuela, que
Dios tenga en su gloria, aseguraba que yo nací tan feo porque era
un mal bicho, y que lo demostraba cuando reía, pues al hacerlo subía
el labio superior y mostraba los colmillos.
—¡Míralo!, igual
que el perro ese tan negro y grande del vecino —decía.
Pensaba que yo
era el mismísimo diablo y, a lo mejor, no andaba muy equivocada
la vieja. La maté también en un mal día, ya sabe usted, uno de esos
en los que parece que el infierno se adueña de la mente. La asfixié
con la almohada, rápido y limpio. No fue como con mi padre; esta
vez no le puedo dar una buena explicación. Aunque debo afirmar,
en honor a la verdad, que la muy bruja se lo merecía. Hay momentos
en los que uno sabe lo que hay qué hacer, ¿verdad? Y en este caso
creo que acerté.
Estos arranques,
o como usted desee llamarlos, no significan que yo sea cruel. Denotan
más bien un incontrolable deseo de eliminar a los seres imbéciles
y despreciables. Puede que me exceda un poco en los dichosos arrebatos
de ira. Pero esto es inevitable. Mejor, le expondré la situación
antes de que piense que no soy más que un asesino. Verá como así
lo tendrá más claro.
Una noche, como
ésta que usted conoce, me dispongo a cenar en casa con mi hermana
y el pesado de su marido. Ella, la de siempre, tan tonta y amable
que hasta me hace sentir el frío del miedo. No sé, pero nunca me
he fiado de alguien así. Parece que por sus venas no corriera ni
gota de sangre. Y luego está mi cuñado, el típico bocazas. Si le
soy sincero, de siempre ha sido una de las cosas que menos he aguantado
y que más me han irritado: la gente que habla con voz estridente,
que hace chistes de muy mal gusto y que de todo sabe y opina. Pues,
como lo oye, semejante energúmeno es Luis, mi cuñado. Se me presenta
con una miserable botella de vino y su estúpida sonrisa. Lo primero,
el chiste sobre mi espalda, pues, como verá usted, la tengo un poco
encorvada hacia delante. Pero es algo que nunca me ha invalidado.
Mi hermana, me da un beso en la mejilla, y entre risas, afirma:
—No le hagas caso,
Juan, sólo es una broma. No te enfades con él.
¿Se lo puede imaginar?
La muy imbécil
le ríe la gracia. El ambiente se vuelve pesado y me pica en la garganta.
Empiezan a aflorar pensamientos oscuros. Mi respiración se vuelve
entrecortada. Es el nervio, ¡ya le digo! La noche amenaza con ser
interminable. Luis no deja de agujerear la velada con ofensas y
alusiones de muy mal gusto sobre mi soltería, mi supuesta falta
de masculinidad y mi poco agraciada apariencia. Y, a todo esto,
su mujer venga a reír y reír. Resultan patéticos, ¿verdad?
Estará de acuerdo
conmigo en que la situación se va volviendo insostenible por momentos.
Y, llegados a este punto, sucede lo inevitable. Con esta singular
vocación que me asalta, lo resuelvo todo con prontitud. Me levanto
y pidiendo disculpas, me ausento del comedor. Voy a la cocina y
cojo un cuchillo, el grande. Regreso y sin más contemplaciones pero,
modestamente, con gran destreza, les rebano el cuello. Primero al
gracioso de mi cuñado. En honor a la verdad reconozco que ese acto
resulta inefable. La sensación del acero desgarrándole la garganta,
créame, es sublime. El infeliz se desploma sin una queja. Fulminado.
Mi querida hermana, ve usted, se me atasca un poco. Me cuesta más
trabajo. Carreras, gritos histéricos. Se puede imaginar cómo tengo
la cabeza, a punto de estallar, creo que hasta me sube un poco la
fiebre. Pero la agarro con fuerza y cuando mis manos atenazan no
hay nada qué hacer. Por supuesto, también la degüello, como a un
cerdo. Y ahora, ¿entiende lo que le digo? No sé si es rencor o locura,
o quizás estoy maldito. Porque, como ya le comenté antes, yo, en
realidad, no soy malo, ni tampoco un asesino. Sólo es el nervio.
A veces deseo despertar en otro mundo, donde la luz amarilla de
un nuevo día, me alivie el alma y me ilumine la razón. Un mundo
como el suyo, señor. Sí, usted, que tanto me mira a través de ese
espejo, ¿acaso tiene la solución?, ¿acaso sabe qué debo hacer? No,
ya lo veo, no me comprende.
Juan dejó de hablar
con su imagen. Despacio, se fue alejando sin apartar su mirada de
aquel impertinente espejo. Comprobaba indignado cómo ese ser, pequeño,
cojo y deforme, le observaba manchado de sangre. Sin poder contener
más su rabia, le gritó:
—¡Señor, no le
conozco! ¡No sé quién es, ni qué es lo que espera de mí! Siempre
ahí, tan inmóvil y sin quitarme los ojos de encima.
Su yerto reflejo,
de pronto, le sonrió como un perro mordiendo el silencio. Incisivo
y voraz, con un aspecto enfermizo. Juan, se percató del cuchillo
que aún llevaba en la mano y lo lanzó con fuerza y odio contra el
espejo. Éste se rompió con un ruido estridente, disparando una lluvia
de cientos de cristales.