Volver al índice de Relatos (6)

Página principal

Música en Margen Cero

Poesía

Pintura y arte digital

Fotografía

Artículos y reportajes

Radio independiente

¿Cómo publicar en Margen Cero?

Contactar con la redacción

Síguenos en Facebook


 

El misterio del ojo de vidrio

Natán Solans

14 de octubre de 2001.
Dedicado a mi amor, Liliana Fernández Fabiano,
que me instó a recrear este antiguo relato
de tradición oral

 

Qué lindo era el parque Retiro, o Parque Japonés como le decían los más viejos, había de todo: odaliscas, circo de moscas, la ciudad de los enanos, el rompe platos… en fin, yo nunca podría olvidar aquella tarde de primavera de 1955, porque faltaban pocos días para La Revolución Libertadora, porque tenía ocho años y porque fue exactamente esa tarde en que comenzó el misterio del ojo de vidrio.

Ahora que murió mi tía Leontina —Leo—, yo, heredero universal de sus posesiones, sentado en su sillón habitual en su dúplex de Avda. Alvear, desasiéndome de papeles y cosas viejas, acabo de encontrarlo en lo profundo de su caja fuerte. Está en su cofrecito de oro, descansando en su almohadilla de seda roja y con un cristal que permite ver su interior, como el sarcófago de un obispo. ¿Así que este era el famoso ojo?

No se diferencia de otros, es que todos vimos tan pocos ojos de vidrio en la vida... pero este parece más hermoso, más seductor... ja, ja... digo cada cosa...

Esa tarde mi tía que era hermosa, fina y alta (se parecía a Laura Hidalgo, ¿la tienen?), pero soltera, se había pegado un julepe bárbaro junto con todos nosotros, no era para menos; la Negrada había pasado en manifestación por nuestra calle cantando: —«¡Agarren las antorchas, la brea, el alquitrán, que a todo el Barrio Norte lo vamo a incendiar!».

Una bravuconada, no pasó nada, como siempre en Buenos Aires, pero igual Tía me llevó al Parque a relajarnos, y justo ese día, a través del humo de los choripanes (en 1955 no se llamaban así) y la música del Carrusel vi el cartelón que anunciaba en una carpa los pequeños shows que eran la norma del Parque y gritando casi arrastro a Leo: ¡qué brutal, perritos amaestrados, un fakir y un ventrílocuo!

En esa época uno no percibía los defectos, la suciedad, el olor, ahora los evoco...

El mejor número era el último, el de fondo: una hermosa chica a la que le faltaba un diente incisivo paseó el cartelito para luego ponerlo en un atril en el extremo del escenario, decía en fileteadas letras de circo: «FIRULAIZ Y SU MUÑECO PASTRANO».

Una inusual explosión sorda de magnesio, como la de las antiguas cámaras de fotos nos cegó momentáneamente y entre el humo se abrieron las cortinas remendadas de aquel teatrito e inmediatamente quedó iluminado un singular dúo: Pastrano era un muñeco contrahecho como un Quasimodo de cartón y madera, bizco con una gran boca, vestido de bufón medieval; estaba muy bien hecho, muy realista, pero tan horrible que con su fealdad causaba risa... Firulaiz, en cambio, era el más perfecto ejemplar de hombre que yo había visto hasta entonces (y hasta ahora): alto y erguido, de tez pálida, con un cabello engominado que recordaba a Gardel y un bigote como los galanes de la época, enfundado en un impecable frac, miraba a todos distante con unos profundos ojos azules mientras dialogaba con Pastrano. Llamaba la atención una persona así en aquel entorno de gentes antiestéticas y vulgares, pero en esa época uno no percibía nada...

El número debía ser bueno, pues la gente, por turnos, callaba y reía y yo también aunque no entendía los chistes. En un momento del número la profunda voz de bajo de Firulaiz se dirigió a Leo halagándola, giré rápido riendo hacia mi tía y la sonrisa se me heló en la cara; Leo estaba toda colorada y sonreía dichosa. Sentí unos celos terribles.

Al terminar el espectáculo, todos, especialmente Tía, aplaudimos a rabiar. Al salir ella volvió a sacar entradas (había un show cada media hora.) sin consultarme, y aunque tenía 28 años aquella tarde parecía mucho menor...

Quiso luego felicitar al ventrílocuo pero, amablemente le dijeron que al terminar la función Firulaiz se encerraba en su carromato y no recibía a nadie.

La acompañé al siguiente fin de semana a ver otras dos veces la misma función y luego me cansé y sé que siguió yendo sola... y ahora al revisar los papeles y cartas que heredé, casi 48 años después, puedo saber por fin cómo obtuvo el ojo de vidrio...

Leo, al no tener acceso al artista le envió, con mucho pudor (por algo Tía era solterona), una hermosa carta a su carromato, en ella le expresaba su admiración por el acto; de repente se había vuelto fanática de la ventriloquia. Al otro día hubo alboroto en la casa de Avenida Alvear pues Firulaiz le mandó a su remitente una hermosa y masculina carta de papel esparto que todos leímos, olía a maderas y la letra, inglesa, no podía ser más perfecta, culta y regular, en ella trataba a Leo de «hermosa señorita de la primera fila» y se disculpaba fervientemente por preservar su intimidad. Se despedía con cálidos saludos... ¡Ah…!, la carta venía acompañada de un gran ramo de rosas amarillas de amistad.

La Tía Leo se derritió como un helado en un horno. Ya no se habló más de modas, cine o de La Negrada, sólo de Firulaiz. Durante tres meses la Tía fue religiosamente a ver todas las funciones del teatrito los fines de semana, a veces acompañada por nosotros, la familia. Nadie pagaba; éramos invitados del ventrílocuo y de Pastrano, así decía en las cartas, porque olvidé decir que en esos tres meses de fines de primavera y comienzo del verano las cartas arreciaron en un vendaval epistolar que pudo haber llenado un libro chico.

Pero un día de lluvia sucedió.

La carta de esparto que temblando Tía sostenía en la mano era de despedida, en ella Firulaiz expresaba que pronto partiría; un agente buscador de talentos se había maravillado con su número y se lo llevaba a un lugar nuevo llamado Las Vegas, en el medio de un desierto, vaya a saber dónde; aparte el país estaba muy agitado... en fin, se despedía «hasta siempre».

Tan afectuosamente agresiva debió ser la carta que Tía le mandó, donde se ve que le exigía verlo, y donde le decía que a ella no le importaban los desengaños amorosos que lo alejaron de amigos y mujeres, que el atractivo artista de variedades aceptó despedirse personalmente de ella, a la noche, en su carromato.... Sólo le pidió algo extraño; que no se acercara demasiado.

Ese día todos anduvimos a los saltos desde la mañana, salimos todos juntos a comprar el vestido, perfume, medias de seda; todo fueron gritos y risas, una mucama fue echada y no se atendió el teléfono, el auto fue lavado de nuevo y por fin, a la tardecita, Tía Leo partió hacía el Parque Retiro (o Japonés).

Parece que al trasponer la puerta del antiguo carromato, toda antigüedad desapareció; el confort americano de los ‘50 tenía un exponente en aquella vivienda.

Sentado al final de una larga mesa, Firulaiz estaba más buen mozo que nunca con su camisa y cuello palomita del frac, tenía puesta una hermosa rob-de-chambre, y una bata de seda bordó de gran calidad. A su lado Pastrano miraba curioso, siempre unido, como un gemelo siamés a su amo. Con un amable movimiento de cabeza, pero sin incorporarse, el ventrílocuo le indicó a mi Tía que se sentara al otro extremo de la mesa. Así lo hizo temblando como una colegiala; delante de ella había un individual (novísimo en aquella época) con todo un servicio de té con una taza humeante, masitas secas y un florerito con una rosa amarilla, de la amistad.

Cosa curiosa; la tía dice en sus escritos que fue justamente en ese momento que se sintió en plenitud, perfectamente feliz, más que nunca antes (ni después) en su vida... el sonido del carrusel, la risa de la gente... sonidos lejanos que llegaban apagados a aquella intimidad, el perfume a maderas, el buen gusto masculino, la voz suave y a la vez estertórea de aquel adonis único conformaban una hermosa realidad que jamás había soñado. Estaba perfectamente enamorada, con una química empática total. Cosa curiosa que fuera justamente en esos momentos cuando estaba por saberse todo...

Pastrano, el muñeco, comenzó a interrumpir con chistes tontos no bien pasó una hora de idílica charla, y fue también él quien sugirió que la visita había terminado.

Leo no podía dejar ir así nomás al amor de su vida; contra su costumbre se incorporó y comenzó a hablarle con fervor, a decirle que dejara un poco de lado ese desagradable muñeco, que no importaban los malos recuerdos que tuviera de otras mujeres, que ella sería muy comprensiva..., hasta llegó a sugerirle que era rica y podría producirle un espectáculo de gran costo. Lo malo fue que Tía rompió su promesa de no acercarse y mientras hablaba llevada por su fervor juvenil (era una solterona de 28 años) fue acercándose a él. Firulaiz elevó su potente voz alarmada intentando detenerla pero fue inútil, la atracción era muy grande y Leontina, con lágrimas de comprensión en los ojos, con una sonrisa de satisfacción, la cabeza ladeada y los brazos extendidos se acercó (por última vez en su vida) al ventrílocuo de sus amores.

Fue entonces que estalló lo ignoto.

Al tomar contacto mi Tía con Firulaiz, este, aún gritando cayó hacía atrás con silla y todo y delante de los ojos de ella la cabeza del artista se rompió en cien pedazos, pero no brotó sangre sólo resortes y palanquines que asomaban entre los trozos de papier-macché y cabellos de aquel artilugio escénico. ¡Su amor... su gran amor era una ilusión de parque de diversiones! Detrás de ella, Pastrano pataleaba arriba de la mesa gritando con su voz aflautada de marica:

—!Fuera..., fuera maldita... Has arruinado mi número... no debí tenerte lástima... ¡fueeeraaaaa!

En un instante, Leo, la Tía Leontina, comprendió todo, maduró de golpe, comprendió en ese instante terrible que nunca más se casaría y sólo atinó entonces en agacharse rápidamente y tomar de entre los restos que habían sido la cara de su amado Firulaiz un ojo de vidrio de un hermoso color azul Francia, que mirándola la llamaba... Después corrió, abrió la puerta del carromato y el sonido del carrusel y la gente y el olor a choripán la hirieron en la cara. Vaciló un instante ante aquella profana realidad, tomó impulsó y siguió corriendo: la noche, la gente... el Parque Retiro, se la tragaron.

Cuando la puerta del carromato se cerró sola (por un invento italiano, hoy muy común) el muñeco Pastrano se quitó de la cabeza, la máscara articulada que reproducía por medio de cables pegados con cinta adhesiva los gestos del verdadero rostro y apareció entonces el verdadero ventrílocuo; un enano afeminado y contrahecho que gracias al don de la Polifonía había creado un número, un acto que pronto estrenaría en Las Vegas.

Pastrano suspiró al ver la ruina de su muñeco de ventriloquia, se bajó con dificultad de la mesa, caminó renqueando grotescamente hasta un armario y al abrirlo se vio en su interior tres cabezas idénticas de Firulaiz con seis hermosos ojos azul Francia… Después de engarzar una de las cabezas en el cuerpo del maniquí y barrer los fragmentos, se acercó al florerito tomó la rosa amarilla de la amistad y oliéndola esbozó una lágrima, luego la tiró al tacho de la basura, con todo el resto, sacudió femeninamente la enorme cabeza y nunca... casi nunca volvió a pensar en aquello.

Por mi parte no sé que hacer con las dos cosas: con la historia y con el ojo.

Me parece que el cofrecito con la reliquia amada por Leontina irá a descansar a la bóveda familiar en el cementerio de La Recoleta, en el mismo lugar donde siempre estará Tía que llegó a los 74 años, soltera y nostálgica (hasta que La Negrada destruya el Barrio Norte, aunque en Buenos Aires nunca pasa nada...), con la historia tengo menos dudas; desde aquel lejano día de 1955 escuché La Historia, la historia de mi Tía, decenas de veces, en forma de cuentos, películas y hasta en una publicidad, y sobre todo como tradición oral. Estoy cansado... La Historia me pertenece; soy el último de la familia, también solterón, así que pienso darle todos los datos documentales (menos el ojo) a un buen amigo escritor aficionado, que sé, le hará justicia... y entonces, ya tranquilo, yo que ya tengo 53 años me dedicaré a disfrutar la fortuna de mi tía, la fortuna familiar, fumando buenos puros, bebiendo buen whisky, durmiendo hasta tarde y recordando a Tía, a la Revolución Libertadora, al Parque Japonés...
 


_____________
NATÁN SOLANS, es un autor argentino. Diseñador y constructor de efectos especiales para obras de teatro y shows es también actor. Junto con Liliana Fernández ofrece su trabajo desde la web www.fxtrucos.8m.com
sol-ans[at]hotmail.com

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©




Revista Almiar - MARGEN CERO (2006) - Aviso legal