Pleamar
Aster Navas

 

«Dios aprieta, pero no ahoga».
José María Sbarbi. Proverbios y refranes

 

El año del Señor de 1643, Nuño Balboa —Sable— fue hallado culpable de los cargos de corsario y alta traición a la Corona de Castilla. El tribunal que lo juzgó, un doce de agosto en la ciudad de Cumaná, falló que en el plazo de diecisiete días el reo habría de pagar con la vida tantos desmanes.

Hombre acostumbrado a la inmediatez de la muerte y a los vaivenes de un barco, aquellas dos semanas largas se le hicieron eternas y no tardó en comprender que el verdadero castigo no sería la ejecución sino aquella espera estéril.

Durante cuatro días llovió.

Al quinto, llegó, con el pesado viento del sudoeste, un pausado carpintero que fue levantando el patíbulo a escasos metros de donde él se encontraba, presas al cepo manos, pies y cabeza. Trabajaba con un mimo y una calma desquiciantes como si le hubieran pedido una delicada caja de música. El caso es que mientras el ebanista medía y remedía, serraba, clavaba y pulía, nuestro Balboa se derrumbaba.

El verdugo apareció una semana más tarde. Resultó ser un tipo afable y no dudó en darle conversación mientras llenaba distraídamente un saco de arena. Lo vio probar luego con aquel bulto cientos de veces la trampilla y, antes de despedirse hasta el día señalado, engrasar ceremoniosamente sus cuadernas.

El capellán no acudió hasta la noche antes y le costó confesar a aquel pecador pues sus hipidos y lamentos volvieron ininteligible su interminable relación de culpas.

Así, la mañana que subió a la horca no era ya el hombre que meses atrás se había cortado la nariz para cubrir un desplante de los naipes. Baste decir que hubo que sujetarlo para que no se desplomara y que no llegó a escuchar la carcajada con la que el Adelantado de Nueva Granada interrumpía la ejecución.

El Adelantado, Don Pero Yáñez, tenía otros planes para el convicto y supo conformarse con verlo con la soga al cuello: aquel tipo —pensó— podía, con una patente de corso, hacer mucho daño a los heréticos ingleses.

Lo cierto es que durante un par de años volvió a navegar bajo la tácita protección castellana: pocos navíos británicos acertaban a fondear en Tobago o en Willemstad sin haber pagado el tributo del abordaje. El bucanero acabó moviéndose por las Antillas —de Curaçao a Trinidad— con una impunidad insultante.

Supo fingir siempre una sumisión encomiable. Por eso nadie lo esperaba esa noche de 1645. Seguros de su lealtad se había subestimado su fuerza y el pirata arrasó Cumaná, violó, decapitó, quemó...

Con Don Pero no quiso ensañarse y se limitó a ser ecuánime enterrándolo hasta el cuello en la inmensa Playa de los Cormoranes. Era una época de mareas vivas y la bajamar se había llevado lejos el Caribe. Sólo llegaba de él un sordo rumor, muy difuso, que acababan tragándose las gaviotas, cada minuto más próximas y menos temerosas. El océano tardaría horas en reclamar aquella arena y su avance —le parecía distinguir ya la línea esmeralda, la escandalosa espuma— era tan imperceptible como inexorable.

El agua sólo comenzó a retirarse a un par de metros de su barba.

Lástima que su corazón no resistiera hasta ese instante.


 


RELATO FINALISTA DEL
II CERTAMEN DE RELATO BREVE ALMIAR
 

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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
 





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