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NICOLÁS OLIVARI O LA AMARGURA
ALMIBARADA DEL ARTISTA

por

Horacio Eduardo Ruiz


1. OLIVARI Y LA SEMANA DE ARTE MODERNO

El año 1922 es una fecha clave para consolidar la visión olivariana sobre la cultura latinoamericana y, sobre todo, para intentar una renovación en la literatura argentina.

Su viaje a San Pablo, en el marco de la Semana de Arte Moderno, le posibilita al joven de veintidós años descubrir una constelación de intelectuales con quienes se identificará. Fundamentalmente, con el iniciador de aquel movimiento contestatario, José Benito Monteiro Lobato (1882-1948), el cuentista brasileño autor de Urupes y con su a látere, el «bolcheviqui» (sic) Alfonso Schmidt. En la revista Martín Fierro (año 2, número 23, 1925) relatará aquella experiencia: «Pasaron ya tres años desde esa Semana famosa, pero los alaridos y patadas y cascotazos que amenazaban derrumbar el fastuoso edificio del Teatro Municipal, se trocaron hoy en aplausos (...) Creo que en ninguna otra nación de Sud América se verificase un hecho tan curioso que llamara sobre sí mismo la atención colectiva».

En un número anterior de la revista dirigida por Evar Méndez el poeta afirmaba que «la llamada de Lobato —el nuevo girondino— reunió junto a su roja bandera a todos los audaces y a todos los inquietos que esperaban al caudillo (...) Fue entonces, en 1922, que apareció, con espectacular ruido de truenos y centellas, la 'Semana de Arte Moderno', cumpliendo el programa de los independientes de Ipiratininga» (Martín Fierro, año 2, número 22, 1925).

La respuesta de Olivari, coincidente con la propuesta paulista, se pone de manifiesto en la introducción a El gato escaldado (1929) cuando proclama «que todos se sacudan, como el perro cuando sale del agua, de los pesados mitos literarios y poéticos».

Esta actitud no fue un mero épater le bourgeois o una moda a la derniére sino que, desde La amada infiel se había inoculado en Olivari el germen de la insurrección. Más tarde diría Jorris K. Huysmans en su prólogo a La musa de la mala pata (1926) que «hasta la imperfección le gustaba con tal que no fuera parásita ni servil, y acaso hubiera una dosis de verdad en su teoría de que el escritor subalterno de la decadencia, el escritor todavía impersonal, aunque incompleto, alambica un bálsamo más irritante, más aperitivo, más ácido que el artista verdaderamente grande, verdaderamente perfecto de la misma época».

El estudioso de Francois Villon agregaba: «Entre los turbulentos esbozos de esos escritores era donde se advertían las exaltaciones más sobreagudizadas de la sensibilidad, los caprichos más morbosos de la psicología, las depravaciones más exageradas del lenguaje, obligado en último término a contener, a arropar las sales efervescentes de las sensaciones y de las ideas».

El decadentismo de Olavo Bilac, poeta brasileño de gran perfección técnica, se había transformado en revolución con el «grito de Ipiranga» de Monteiro Lobato. En nuestro país, Olivari es el continuador de la tendencia brasileña, quizás el primero en tomar conciencia de la necesidad de «ganar la difícil batalla de la Verdad sobre la Retórica», según la opinión de Guillermo Díaz-Plaja.

Desde y a través de su vivencia del 22, Nicolás Olivari expresa la necesidad de cambio: «Nosotros estamos en las postrimerías del período plutocrático y en la aurora de nuestra independencia artística. San Pablo crea, por la actuación gallarda de sus artistas nuevos, su autonomía mental (...) El terremoto literario sacudió la vieja costra formada por una cultura de mimetismo secular, estremeciendo todas las conciencias. San Pablo es la nuca del arte nuevo y al lado de los elogios más calurosos no nos ha faltado por fortuna la lluvia de fuego de las diatribas y de los insultos» (Martín Fierro, año 2, número 22, 1925, el sub. es mío).

La Semana de Arte Moderno, se constituyó, de tal manera, en el Rubicón olivariano.

2. RUMMEL, EL DANDY, AGONIZA


Salieron de su marasmo reumático los
académicos y reunieron sus valetudinarias
huestes presentando batalla a las bárbaras
metáforas de los hunos paulistas.


NICOLAS OLIVARI

En la época de un alvearismo (1922-28) ebrio de grandeza y aparentemente progresista, irrumpe el poeta sedicioso por vocación con La musa de la mala pata (1926). Respaldado por la autoridad de Ricardo Guiraldes —en cuanto a la ruptura de su verso— arremete contra los líricos piangentes. La cultura aburguesada se erige en el centro de sus invectivas. Como afirma en su ensayo sobre Gálvez (1924): «Los críticos argentinos se resienten en su mayoría de influencias librescas, conocen muy poco el país y juzgan a los escritores que lo retratan, a la manera elegante de los críticos franceses. Abrevaron en Saint Beuve, en Brunetiere y en Paul Bourget; y cuando se les presenta un trozo de vida tan porteña como en 'Historia de arrabal', hacen el mismo gesto de incomprensión y de extrañeza que otrora usaron para la literatura gauchesca, que era lo único sincero y real que teníamos».

Olivari estremece los ateneos y cenáculos literarios a partir de su annus irae (1929) con la publicación de El gato escaldado.

El petit burgeois y las honnetes gens a quienes acusa como culpables de una decadencia que derivará en el golpe de Uriburu y los septembrinos, junto a un dandismo que comienza a agotarse, son blanco privilegiado de sus flechas. El primer poeta «sin metro, sin escala y sin medida» (Mi mujer) democratiza la escritura eliminando toda distinción entre poetas y escritores en prosa. A mitad de camino entre el cenáculo distinguido y la masa proletaria se transforma en un verdadero pontifex.

En su cuento-poema La última levita de George María Brummel registra la historia del decadentismo del petimetre: «George María jadea en la alcoba. Es un líquido rezumar de palabras que se deslizan en la breve espuma asomada a su boca, primer premio en el concurso internacional de dentífricos a la creta (...) George María, el príncipe de los elegantes, descarna una sonrisa sin carozo y amaga la levedad de una cortesía impar (...) La sombra avanza. En sus brazos una prenda oblicua de pliegues, parece ser el preanuncio de la mortaja.

¡No, grita aún el incomparable dandy, quiero morir de levita!».

La ácida crítica a la sociedad burguesa tiene su epítome en Una partida de caza, donde verificamos resonancias kafkianas de El Castillo. El relato es una respuesta recriminadora y acusadora de una comunidad perversa. Allí expresa:

«Terminé de relatar lo que me había sucedido, confiando en que esa gente sencilla me ayudara a explicar lo que me había sucedido en la casa de los millonarios, cuando... comprendí. La misma expresión ávida, golosa, exuberante de ansiedad animal, de ancestral hambre que dormía en el alma del hombre desde los días iniciales de la Era, en las selvas y en las cavernas, brotaba a mi contacto con su fuerza primitiva, salvaje, irreal. Yo, mi cuerpo (...) llamaban al instinto de la especie que sólo yo despertaba en todas partes, aguzando los colmillos de la millonaria, llameando en los ojos de los invitados, cargando las pupilas de esos peones camineros con los alucinantes reclamos de la antropofagia».

El homo homini lupus es el punto de partida del relato, conjugándose la intención social y la tragedia, sin desdeñar la veta humorística. En su escritura como tentativa de exploración aparecen los conflictos humanos con un lenguaje de acentuada policromía. Como afirma Bernardo E. Koremblit, el lector de Chesterton y de Proust «si se nos muestra a veces exagerado, grotesco, estrafalario y estupefaciente, no hay en estos aspectos motivos censurables, como el deseo de la originalidad, de fastidiar al burgués».

En efecto, en Ideas, Emilio Becher había diagnosticado que «las miserables preocupaciones políticas, de la Bolsa, y de los salones (...) en una ciudad donde el escritor es un perseguido y despreciado, donde la literatura es un oficio infame, es de agradecerle que haya demostrado, contra la mediocridad imperante en los clubes, la superioridad social del artista».

Sin embargo, Nicolás Olivari descree de cualquier superioridad: es deliberadamente sedicioso con el fin de irritar a sus colegas sobrios y pacatos. El autor del tango La violeta y de numerosos actos radiotelefónicos nos muestra, como decía Roberto J. Payró, a un anatomista formidable. Su letra de tango es una verdadera disección del ser humano: («Con el codo en la mesa mugrienta/ y la vista clavada en un sueño.../ la aprendió cuando vino con otro/ encerrado en la panza de un buque»).

En la era post-Uriburu la misión del escritor se consagra a un motivo excluyente: debellare superbos.

3. EL POETA ASESINADO

Lejos de moralizar («no conozco moralista que sea un poeta de primer orden») y escatológicamente refinado («con buenos pensamientos puede hacerse pésima literatura») Olivari es la voz insubordinada, un resabio de rebelde bizantino. Como su compañero Lorenzo Stanchina, es comprometido y lúcido, aunque equidista de los «antagónicos» movimientos de los años 20.

Si en La mosca verde expresa su rebelión contra la mediocridad de una sociedad asfixiante, en Un poema trunco refleja la frágil condición del poeta frente a la existencia. Expresa «Todo no es mucho, sin embargo (...) Pongamos el caso: un intelectual. Un hombre quizá extraño, pero bueno, dedicado a sus libros, a sus alumnos, a sus amigos. Con gustos perfectamente inocentes».

En el relato se produce el encuentro de dos poetas frustrados, dos náufragos, donde se observa una constante escritural olivariana: la paradoja. A la manera chestertoniana produce dos mundos paradojalmente irreconciliables:

«Despierto de aquella maravillosa fantasía (...) volvía la cruda realidad de su existencia a estrangularlo con su lengua apremiante».

Este «Jonás redivivo de la poesía», como lo bautizara Macedonio Fernández, subsiste en un estado de inadecuación al medio. En El poeta asesinado (1934), relato publicado en la revista El Hogar, resume dicha situación en tres movimientos: la publicación de un poema en el rotativo en el cual el poeta desarrolla una labor periodística, la esperanza de ser leído por la «mujer de su poema» del tranvía y finalmente, el desencanto: «La muchacha había leído todo, completamente todo el diario, menos su poema. El poeta se desangró desesperado sobre su asiento. Era como si le hubieran pegado una puñalada...».


BIBLIOGRAFÍA:

- Díaz Plaja, Guillermo: La ventana de papel, ensayos sobre el fenómeno literario, Madrid, Austral, 1971.
- Koremblit, Bernardo E.: Nicolás Olivari, poeta unicaule, Buenos Aires, Editorial Deucalión, 1957.
- Olivari, Nicolás: La moderna literatura brasilera, Revista Martín Fierro, Buenos Aires, 2.ª época, año 2, números 22 y 23, 1925.
- El poeta asesinado, Revista El Hogar, Buenos Aires, año 28, número 1167, 26 de febrero de 1932.
- La mosca verde, Buenos Aires, Editorial Tor,1933, primera edición.
- Olivari, Nicolás y Stanchina, Lorenzo: Historia de arrabal, Manuel Gálvez, ensayo sobre su obra, Buenos Aires, Agencia General de Librería y Publicaciones, Rivadavia 1573, 1924.


HORACIO E. RUIZ es Profesor y Licenciado en Letras (Facultad de Filosofía y Letras, U.B.A.).
Ha publicado numerosos ensayos, artículos y poesías en diversas antologías y el libro de cuentos Rastros que la realidad... (Ed. Ariel, 1989).



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