El loco de
la plaza
_____________
Nita
Moreno Paz
Era un personaje como tantos
otros, habitante de un pequeño pueblo situado en algún lugar
del planeta.
Todos lo llamaban «el
loco de la plaza»; de cuerpo espigado, espesa barba y largos cabellos.
Su edad era indefinible;
sus pertenencias, tan sólo dos trajes gastados cuyos pantalones no
llegaban a cubrirle los tobillos, motivo por el cual se acentuaba
la exhibición de ese viejo par de zapatos acordonados, tres números
más grandes.
Una gastada manta color
marrón, le hacía las veces de valija, de abrigo o de almohada.
Siempre se lo podía ver
por los alrededores de la plaza principal, posiblemente por ser la
zona más transitada de esa ciudad, haciendo alguna reverencia o entregando
una flor arrancada, a toda dama que cruzaba por allí.
Los ancianos gozaban
del privilegio de ser acompañados por unos metros, con algunas notas
de su violín imaginario; mientras que con su cuerpo se movía al compás
de un vals.
Con los niños, ejecutaba
su flauta mágica y tras pequeños saltitos los hacía sonreír.
Muy pocas personas reparaban
en él, pues el rótulo puesto de boca en boca lo desterraba al olvido
y a la ignorancia.
No era difícil, observando
un poco, deducir que cartel de precaución portaban los coherentes
de la plaza; para él los códigos eran muy claros.
Si apuraban su paso,
un «Huye o eres hombre muerto...».
Si tomaban otro atajo, era «Aléjate, material radiactivo...».
Cuando esquivaban la mirada, «Peligro, eclipse total...».
Estrechar
su mano correspondiendo al saludo, era un acto totalmente condenable
por parte de la comunidad, pues quién lo hiciera
sería contagiado y correría el riesgo de ser un loco más.
Sólo un grupo minoritario,
solía concurrir por las noches hasta el frondoso roble, su lugar de
descanso, y le acercaban una infusión caliente o alguna vianda, para
alimentar aquel cuerpo desgarbado.
Los templos les cerraron
sus puertas, la Alcaldía también...
Para muchas Instituciones
Caritativas, el loco era un ser vacío, carente según sus criterios,
de toda dignidad y prestigio que hacen a un hombre de bien.
Una mañana de
agosto,
una muchedumbre se había agolpado entorno a aquella plaza. Se oían
voces que decían:
—Vio, Doña Juana, tarde
o temprano esto iba a pasar... ¡Si estaba loco!
—Pobre hombre..., hoy
en la misa de las once debemos hacer una oración por él como todo
buen creyente.
—Ves hijo..., no sabía
lo que hacía. Si se hubiera tapado...
—¡Qué espectáculo desagradable!;
gracias a Dios que no fue nacido ni criado en nuestro pueblo.
Luego, se acercó la policía
junto al médico forense, y confirmó la más mínima duda de aquel suceso.
—El loco, está muerto.
El frío lo mató.
La noche en que murió,
la temperatura había registrado la marca más baja de ese crudo invierno.
A su lado yacía su compañera, aquella manta marrón la cual ni siquiera
usó.
Retiraron su cadáver..., y al acercarse un oficial para levantar su
última pertenencia, una vez más el loco los sorprendió.
Debajo
de ella, amamantando a su cría, se encontraba una pequeña perra mestiza
cobijada por el calor de ese noble corazón.
Fue enterrado en el cementerio local, sin flores y sin honores. En
su tumba, sólo se colocó una modesta cruz artesanal; realizada con
ramas de aquel roble.
A navaja, alguien grabó su nombre «El Loco». Para quienes lo conocimos,
se llamaba Rafael Rodríguez Quijano, un hombre que hacía el bien.
___________
CONTACTAR CON LA AUTORA: nitamorenopaz[at]hotmail.com
Ilustración: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
|