Desprendimiento
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Diego Chinchilla
Probablemente
por la escasez de novedades, el profesor Redondo se decidió a investigar
los rumores sobre la casona del mercado. Los vendedores aseguraban
que en el segundo piso de aquel caserón perdido entre los callejones
vivía un pintor solitario, un tal señor Abundis.
El
profesor Redondo, interesado en incorporar un nuevo elemento a su
mapa de la contra cultura en nuestra ciudad, me envió a la casona
a investigar quién era aquel pintor.
Se
trataba de
una casona de madera y barro cocido. Tenía dos
plantas y un altillo. El primer nivel estaba invadido por la actividad
del mercado. Los vendedores habían instalado allí una especie de bodega
para sus productos. Había sacos llenos de verduras, cajas con figuras
de yeso y montones de ropa. Muchos compradores, incluso, regateaban
en los pasillos de la casona.
El
segundo piso era oscuro, poco ventilado y con la mayoría de sus puertas
cerradas. Aunque había mucho espacio, unos muebles tirados,
unas cajas llenas de papeles y varias
pinturas sin terminar hacían persistir la sensación de tumulto.
Todo lo envolvía una música persistente con su telaraña de hilos eléctricos.
Me
recibió un hombre viejo, de ojillos brillantes y barba muy crecida.
Sin disimular su desinterés, dijo no comprender los negocios del señor
Abundis.
—Sólo
sé que él pinta todo el tiempo —dijo con
una nota de hosquedad en su voz.
—¿Qué
clase de pinturas? ¿Podría ver alguna?
El
viejo, entonces, me señaló una revista sobre un puñado de cajas de
cartón.
—Ahí
están sus dibujos.
Supuse
que en aquella Eclipsoma, el título de la
revista,
encontraría un reportaje y fotografías sobre el
trabajo del pintor. Sin embargo, Eclipsoma
era una galería de pinturas y dibujos del señor Abundis. Él mismo,
según corroboré en los créditos, editaba y dirigía la revista. Una
gran ciudad, como inmersa en un pozo, se estremecía en cada página.
Las
calles eran
túneles extraviándose entre
nubes de humo; los muros repletos de graffitis,
almacenes de espectros que saltaban sobre las personas; los hombres,
animales oliéndolo todo con el hambre de los ojos.
Quise
comprar o tomar prestada aquella revista. El viejo, sin embargo, dijo
cortante que ninguna Eclipsoma podía salir de la casona.
—Y
el señor Abundis no concede entrevistas —dijo
anticipándose a mi petición.
A
pesar de todo, el viejo no opuso reparos cuando le solicité examinar
la Eclipsoma, allí mismo, en la casona. Mientras caminábamos por el
segundo piso, la música carcomía las paredes con ablandamientos y
ondulaciones. Me pareció que los pasillos se extraviaban, daban vueltas
entreverándose sin conducir a ningún sitio. Llegamos a una habitación con varias sillas rotas y muebles en desorden. Tirados
aquí y allá, había ejemplares de Eclipsoma
de hasta cinco años atrás.
Sin preocuparse por el polvo que todo lo
cubría, el viejo abrió un espacio para mí sobre un escritorio.
El
viejo me dejó solo y no volvió a molestarme. Sólo algunas veces lo
veía deambular por los pasillos, lejano, como si no fueran suyos los
pasos que despertaban chirridos en los tablones.
En
el centro del segundo piso, unas escaleras se elevaban hasta el altillo,
el estudio del señor Abundis. Desde allí brotaba
la música. Al principio concentré mi atención en los sonidos.
Respiré aquel aire electrónico y, luego de unos instantes, mis sentidos
se volatilizaron sobre un lago de ácidos en lenta ebullición. Adormecido,
me pareció viajar dentro de las pompas verdosas que flotan sobre el
lago. Repentinamente, una ráfaga de notas, como un clamor de cavernas,
reventó las burbujas y desprendió a mi cerebro de la alucinación.
Aunque quise achacar aquellos mareos a las
fermentaciones que emanaban
las verduras en el primer piso, me aseguré de evadir mis sentidos
de la telaraña que tejían los sintetizadores.
Durante
mi primera tarde en la casona vi al señor Abundis pasearse por el
segundo. Era un hombre de unos setenta años, delgado y de mediana
estatura. Vestía de negro. Vaqueros estrechos y camisa desabotonada.
La cabeza, hundida entre los hombros, se antojaba muy pequeña. Su
piel, como recubierta por una corteza de bronce, absorbía los rayos
de luz. El mentón, la nariz y los surcos sobre la frente eran violentamente
definidos, como trazados de con solo golpe de martillo sobre el cincel.
Los relieves de sus arrugas evocaban cicatrices. Las venas sobre los
brazos y el pecho semejaban alambres injertados entre la carne.
Al
final de aquel día, corrí a reunirme con el profesor Redondo en su
oficina.
—Ahí
publican una revista —dije sin preámbulos.
El
profesor Redondo pareció escéptico. Era normal, nadie en la ciudad
parecía tener noticias sobre Eclipsoma. Debí insistir, señalarle que
había hojeado uno de los ejemplares y, al alcance de mis manos, había
números de hasta cinco años atrás.
—¿Por
qué no intenta sacar una revista oculta entre sus ropas? —propuso
el profesor. Si no puede usted traerme un ejemplar, al menos fotografíelo.
En
los días siguientes, limpié y ordené un poco los muebles en la habitación
del segundo piso y me dispuse a instalarme allí. Me familiaricé poco
a poco con el segundo piso de la casona: sus puertas cerradas, los
crujidos de las maderas y la música que brotaba del altillo. Permanecí
allí
muchas horas, incluso durante las
noches.
En
todos los números de Eclipsoma había pinturas que recreaban la ciudad
que había visto en la primera revista. Desde ángulos diversos, el
pintor parecía reiterar las escenas una y otra vez.
El
señor Abundis utilizaba el rocío de unas
lámparas para destacar los perfiles de varias criaturas arrastrándose
en las bocacalles. Únicamente observando
con detenimiento a aquellas alimañas se descubría su parentesco humano.
Eran niños que por el alboroto de su pelambre, la fiereza en sus rostros
y su andar jorobado más semejaban lobeznos al acecho. También había
hombres y mujeres transfigurados en mandriles habitados por la rabia.
Muchas
veces se distinguía, en los primeros planos, un trozo de ciudad limpia,
con edificios de cristal y automóviles junto a las aceras. Al resplandor,
desde todos los flancos, lo carcomía un enjambre de cables como tentáculos,
muros como paredones, personas como mutantes.
Por
teléfono me mantuve en contacto con el profesor Redondo. Me comentó
que había recorrido los bazares y librerías de segunda mano por toda
la ciudad. En ninguna parte, sin embargo, pudo encontrar un ejemplar
de Eclipsoma. Me encomendó no perder de vista al señor Abundis. De
algún modo, debía ganarme su confianza e investigar más
a fondo.
Una
tarde, el guardián de la casona se acercó a la habitación que se había
convertido en mi oficina. Primero me advirtió que durante las tormentas,
tan comunes en nuestra ciudad, mi oficina solía inundarse. La madera
de las paredes era muy vieja y el agua la traspasaba fácilmente. Luego
depositó sobre mi escritorio un nuevo ejemplar de Eclipsoma. Este
número no era exactamente
una revista. Se trataba de un pliego casi
tan grande como el escritorio. Sin embargo, doblado al modo de los
mapas, semejaba una revista de tamaño regular.
Ambas
caras del pliego estaban cubiertas por pinturas del señor Abundis.
En la primera aparecía la
ciudad que había
conocido a lo largo de las otras Eclipsoma. Sin embargo, ahora al
cielo lo cubría una nube de criaturas descendiendo sobre los edificios.
Del otro lado del dibujo aparecían los monstruos enterrando sus garras
sobre la superficie de la ciudad.
Mis
ojos, como magnetizados, se detuvieron en una de las criaturas que
hincaba las tenazas sobre el concreto. Me alejé un poco de mi escritorio
y aparté al viejo con el brazo. En medio del remolino de alas de murciélago,
había uno de aquellos seres con cierta rigidez, cierta tosquedad familiar.
Se repetían el mentón y la nariz tallados a hachazos y las rutas de
las venas como chorros de esperma sobre un cirio. Identifiqué las
arrugas como cicatrices y la piel bañada en bronce. Y allí estaba
aquella cabeza casi oculta, como succionada
por la espalda… No cabía duda, aquella aberración con alas era el
señor Abundis.
Apenas
el viejo me dejó solo en la oficina, doblé el pliego y lo escondí
entre mis ropas. Cuando quise bajar las escaleras hacia el primer
nivel, tropecé con la dureza de los ojos del viejo. Fingí una sonrisa
y desanduve mis pasos. Extremando precauciones, sin embargo, fotografié
las dos caras de la Eclipsoma.
Aquella
noche me reuní con el profesor Redondo.
—¡Es
el señor Abundis! —dije señalando con mi
dedo a una de las criaturas que enterraba sus tenazas sobre la ciudad.
El
profesor observó durante largo rato las fotografías.
—A
mí todas esas gárgolas me resultan idénticas –dijo finalmente.
—Pero
es él, no hay duda. Es el más pequeño y… mire, la forma del cráneo,
el modo de arquear sus tenazas.
El
profesor, desentendiéndose de mí, fue hasta un estante de su biblioteca
y trajo un libro con encuadernaciones muy dañadas.
—Se
trata de gárgolas —dijo abriendo el libro
en una página con ilustraciones—. Estos seres son de una vieja estirpe
en la historia de la literatura.
Mientras
mi profesor hablaba sobre el siglo XIII y sobre bestiarios transcaucásicos,
yo estaba convencido que las gárgolas de la ilustración del libro
eran distintas a las
pinturas del señor Abundis. Los monstruos de Eclipsoma
no eran robustos ni con
apariencia rocosa como los de la ilustración.
Se antojaban, más bien, enormes
langostas, de material flexible bajo el caparazón de escamas. Con
coraza de bronce y tenazas tan gruesas como su cabeza, los monstruos
del señor Abundis más eran dragones o serpientes aladas que las moles
de piedra que veía el profesor Redondo.
—Las
gárgolas no pertenecen a estos siglos ni a una ciudad como la nuestra
—siguió hablando mi profesor—. El señor
Abundis se nutre de venas poco visibles en nuestra cultura.
No
me atreví a objetarle a
mi profesor que las supuestas gárgolas no aparecían en ninguno
de los otros números de Eclipsoma.
—Usted
no ha visto a los hombres como mandriles ni los niños como lobeznos
–dije sin embargo—. Y hay un trozo de ciudad limpia devorada por los
túneles…
El
profesor Redondo me pidió que lo dejara investigar. Mientras tanto,
me encargó informes detallados sobre cada número de Eclipsoma. Me
entregó, además, unos bestiarios para que me documentara sobre la
estirpe de las gárgolas.
En
los días siguientes me olvidé de mis informes y de los libros del
profesor. Me distraían otros pensamientos. ¿Quién era el señor Abundis?
En cuanto el pintor salía de su estudio, me acercaba a la puerta de
mi oficina para atisbar su rostro. Cuando él se alejaba, desplegaba
sobre mi escritorio a los monstruos alados de la última Eclipsoma.
El
profesor Redondo, por teléfono, me hablaba sobre sus relecturas y
nuevos hallazgos. Me agobiaba con comentarios y preguntas. Se enfadó
cuando supo que no había hojeado sus bestiarios. Me concedió un plazo
de dos días para presentarle los
informes.
No
me quedó más remedio que sumergirme en mi trabajo. Un día, bien avanzada
la tarde, el viejo me advirtió que se avecinaba una tormenta. Le agradecí
vagamente y seguí trabajando en mis informes.
Revisé
los bestiarios, depuré mis descripciones de las pinturas, aventuré
algunas hipótesis. Seriamente intenté proveer eslabones para que el
profesor Redondo vinculara al señor Abundis con la tradición de los
poetas y narradores que escribieron alguna vez sobre gárgolas.
Aquella
noche el viento y la lluvia, como puñados de arena lanzados contra
las ventanas, azotaron al viejo caserón. La música que brotaba desde
el altillo parecía competir con la intensidad de la tormenta.
Repentinamente,
la música cesó y las luces se extinguieron. La tormenta se escuchó
en toda su magnitud. La lluvia latigueaba contra el techo y las paredes,
el viento le arrancaba chillidos a las maderas. Cuando deslicé la
mirada por una ventana, no pude vislumbrar ninguna ciudad afuera.
Tuve la sensación de tener un abismo abriéndose junto a mis pies.
Sentí el frío calándome los huesos.
Sin
luz, por supuesto, era imposible trabajar. No tuve ánimos de salir
a la calle y enfrentar la tormenta. Desorientado, forcé mis ojos y
escudriñé alrededor. Entonces descubrí un resplandor que brotaba desde
la puerta frente al altillo.
A
pesar de los tropezones, conseguí alcanzar la escalera y subir junto
a la puerta. Golpeé un par de veces y nadie respondió. Cuando apoyé
mi brazo, la puerta cedió.
Unos
bulbos de cristal blanco, supuse que conteniendo velas, dirigían su
luz hacia diversos puntos
de las paredes y el techo.
—Señor Abundis —murmuré casi inaudiblemente—.
¿Está usted ahí?
Recordé
el estruendo de la lluvia y llené de aire mi pecho antes de llamar
de nuevo.
—¡Señor
Abundis! ¡Señor Abundis!
Nadie
respondió.
El
estudio era amplio y cálido. La sensación de bienestar, sin embargo,
se desvaneció cuando determiné el paisaje que me rodeaba.
Las
paredes y el techo, hasta donde alcancé a mirar, estaban colmados
por pinturas de los edificios, las calles y las criaturas que ya había
visto en las Eclipsoma. El entorno me pareció que saltaba sobre mí
y me apresaba entre callejones, humaredas, garras de hombres y niños
trasmutados en animales. Las formas resplandecían con más fuerza que
los bulbos colgados sobre las paredes.
Bandadas
de mutantes atacaban con cuchillo a unos enemigos que, como lobos,
se defendían a mordiscos.
Desde cada rincón, el altillo transpiraba
sangre y humo.
Como
una erupción, la música brotó desde diversos puntos del estudio. Probablemente
grité. A mi voz debió absorberla
el estallido de los que supuse serían parlantes.
Casi frente a mí estaba el señor Abundis con su cabeza hundida y completamente
vestido de negro.
Los
registros de la melodía estremecieron el cuerpo del pintor, como si
sus músculos vibraran conectados con los compases. El aullido de
los sintetizadores forjaba una cordillera de arrecifes. Los
picachos se astillaban, horadados por la agudeza de las notas.
Las hondonadas de la melodía, como almohadones
de nubes, reconstruían los
fragmentos y los volvían a enterrar en las paredes, filosos y relucientes.
El señor Abundis arqueaba su cuerpo como un caracol, luego se erguía
tenso como una flecha. El sudor lo inundaba, la sangre parecía reventarle
el curso de las venas.
El
pintor se detuvo frente a un gran rota-folio apoyado sobre un caballete.
Allí, como en las páginas de un libro casi del tamaño del señor Abundis,
estaban organizados varios dibujos. El pintor, sin abandonar sus convulsiones,
me invitó a mirar. La atmósfera de los dibujos se equiparaba, desde
el primer vistazo, con el sombrío aliento que transpiraba
la ciudad de las Eclipsoma y las paredes del estudio. La primera
cara del rota-folio representaba
a un recién nacido. Sus ojos, muy abiertos, parecían desorbitarse
más allá del rostro. La madre, encogida contra una cortina metálica,
cubría con unos harapos el llanto de su hijo. El pintor dobló su cuerpo
y, con una caricatura de reverencia, me mostró la siguiente página.
Ahora, con unos cinco años, el niño de ojos inmensos era golpeado
en un callejón por una bandada de rapaces
mayores que él.
El
señor Abundis, sin
que cesaran los temblores de sus músculos, pasó
a la siguiente cara del rota-folio. Me salieron al paso un grupo de
policías que, frente a los
ventanales rotos de un almacén, descargaban bastonazos contra el joven
de los ojos enormes. El señor Abundis jadeó frente al rota-folio,
gesticuló como si cumpliera con una ceremonia antes de mostrarme el
siguiente dibujo. El hombre, ahora con visible arrugas, estaba inclinado
sobre una mesa, con los ojos parapetados tras una barrera de botellas
vacías. En la siguiente cara del rota-folio, como interceptado por
una corriente eléctrica, el hombre hacía añicos las botellas y se
incorporaba. Aquel cuerpo, ahora, no era humano. Las escamas
parecían la coraza
que sostenía todo la estructura. Las jorobas
del cuerpo parecían haber disuelto los huesos.
La
música creció en intensidad hasta abrasar
el aire. Las luces parpadearon y el señor
Abundis gritó y rió a carcajadas. Sin detener sus convulsiones, manoteó
el rota-folio. Entre los dibujos que había visto antes, desfilaron
frente a mis ojos muchos otros intermedios. El recorrido de los dibujos
creó la sensación de movimiento. El recién nacido en las aceras de
la ciudad se liberaba de los brazos de su madre y aparecía luego golpeado
en un callejón. Luego venían los ventanales rotos del almacén y los
ojos ocultos tras las botellas. Todo ocurrió vertiginoso; las transmutaciones
erupcionaron como vómitos sobre el hombre del
dibujo. Una y otra vez el señor Abundis giró el rota-folio.
Me
pareció que algo dentro de mi cuerpo cedió, como ablandándose. Sostuve
las rodillas con mis manos. Levanté mi rostro y… vi: estaba al monstruo
viniendo hacia mí. El mismo que vi en los dibujos, el que desprendió
junto a los otros la corteza de la ciudad.
Grité.
En un segundo sentí que todo el frío de la tormenta volvió para anidarse
en mis huesos. La música, como alfileres disparados desde todos los
rincones, rasgó mis sentidos y los dejó ir a la deriva. Todas las
luces se precipitaron sobre el señor Abundis, ahora cubierto por una
piel de escamas. Tras un instante, sin embargo,
absorbió la luminosidad y la transformó en sombras. No parecía
poseer ojos. Las cuencas eran orificios de oscuridad.
Repentinamente,
como respondiendo a la brusquedad de las notas, la langosta extendió
las membranas de dos alas sobre la mitad de su cuerpo. Era una libélula
grotesca, un feto de escamas y tenazas suspendido en el aire.
Me pareció que la criatura saltó sobre mí.
Instintivamente, me protegí el rostro con los brazos y corrí dando
tumbos por la habitación. Miré las tenazas sobre mi cráneo, sentí
aquellas pinzas desprendiendo mi cuero cabelludo.
Rodé
por las escaleras frente a la puerta del altillo y me abrí paso a
ciegas hasta abandonar la casona.
Afuera
había luz. Pero no se trataba del alumbrado público. Se trataba de
la penumbra que infectaba los callejones en los dibujos del señor
Abundis. Corrí sin rumbo. Forcé mis ojos para orientarme, reencontrarme
con el mercado. Pero aquel no era el mercado. Aquella no era mi ciudad.
Ahora había graffitis que saltaban sobre mí, calles como túneles estrujándome
el cuerpo,
mutantes que me asediaban con sus dientes descubiertos.
Me envolvían nubes de humo y una hediondez que ascendía desde
invisibles alcantarillas. Y cada mancha
de luz revelaba a los niños como lobos, a los hombres como mandriles.
Me
detuve frente a la entrada de un antro. Me decidí y entré a la caverna.
En un vestíbulo había revistas y afiches. Un tipo, con el
surco de una cicatriz atravesándole el rostro, me extendió
una revista. Era la última Eclipsoma, doblada al modo de un mapa.
Huí del antro y descubrí que por la calle rodaban otras Eclipsoma,
hechas un puño y lanzadas al viento. Cuando repasé aquellas pinturas,
mis ojos las recorrieron como si se tratara de
esos folletos de fotografías que compran los turistas para recordar
los sitios que visitan.
Me
tendí en el suelo, contra cualquier pared. Con un temblor recorriendo
cada centímetro de mi cuerpo, cerré los ojos y con mis brazos y piernas
construí una jaula para protegerme de la noche, del pantano de tinta
que me absorbía.
Pero aquella noche nunca acabó. Aún
no ha amanecido. Esta ciudad es aún la de los dibujos del señor Abundis.
Muy pocas veces me atrevo a mirar hacia el cielo. En cualquier momento,
estoy seguro, vendrán las langostas a desprender a esta ciudad de
la Tierra.
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ILUSTRACIÓN: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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