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QUÉ BIEN SE TV
Luciano Difilippo


El émulo argentino de John Travolta se tambalea de un lado a otro como un barco en alta mar; ciegamente, da dos pasos hacia adelante, luego un rodeo, luego otros tres hacia atrás en un extraño paso de baile sin música disco de fondo. Hasta que, imprevisiblemente, Alexandra lo toma firmemente de la mano y lo lleva en dirección al estadio de fútbol como si de un chico del kindergarten se tratara.

Alexandra es una de las tantas efímeras novias de Fernando. Fernando es uno de los tantos argentinos clase media alta anclados en alguna ciudad europea. Y en el momento en que Fernando descubre la ausencia de las manos de su corpulenta y efímera novia austriaca entre las suyas, en el instante en que advierte estar perdido entre la multitud, justo entonces aparece ese tipo que se cree muy importante, marchando en procesión militar entre la gente con sus facciones de actor de cine y su sonrisa falsa acaparadora de la atención femenina.

Ya desde el mismo instante en que lo ve, su cara no le gusta para nada. Y sepan ustedes que Fernando es hombre de dejarse llevar por la primera impresión, impresión primordial entre todas las emociones humanas; agravando aun mas las cosas, en cierto momento el tipo levanta un enorme megáfono y lanza como saludo un descomunal grito que a Fernando le parece un insulto hacia su persona.

A todo esto la gente enloquece con su presencia, lo llama salvador y vitorea su nombre como un conjuro místico: «JOERG... JOERG... JOERG...». Y Joerg ensaya su mejor sonrisa para las fotos y estrecha manos en dirección a sus quince minutos de fama mediática mientras a Fernando los últimos tragos de la cerveza se le suben a la cabeza, pura efervescencia.

Más tarde, Fernando rememoró la situación y procuró persuadirse de que verdaderamente no había tenido posibilidad ni tiempo de volver a mezclarse entre la gente; de que fue precisamente la gente la que lo empujó en dirección a ese político llamado Joerg Haider. Finalmente, los dos chocaron accidentalmente en dirección al estadio de fútbol y Haider, luego de reparar con fijeza en Fernando, extendió su mano derecha en espera de un saludo que nunca llegó. Nunca llegó y nunca va iba a llegar: la intoxicación audiovisual a esa realidad co-construida produce en este teleadicto recalcitrante la sensación de ser el protagonista —los demás, meros actores secundarios— de un comercial de TV. Está totalmente convencido de ser el actor fetiche para la promoción de la cerveza Quilmes desde Austria, con amor, para millones de argentinos.

Cuando había entrado al estadio de fútbol era una situación que se le había escapado, como si su cerebro —realismo imaginario mediante— negara la existencia de sí mismo y de su entorno. Haciendo caso omiso al rugido de la tribuna repleta de gente que espera la iniciación del partido, Fernando inicia su tour visual en una circunferencia donde están instaladas personas de ambos sexos y de todas las edades que convierten al estadio en una especie de anfiteatro; luego, en un muro de piedra que sostiene la tarima con la palabra Freiheit esculpida en enormes letras góticas. Ciudadanos vestidos de sobrios uniformes con un vago aire militar y con bates de béisbol se encargan de guardar el orden. Sus insignias consisten en unos brazaletes blancos con dos cruces rojas como logo. Sus rostros son duros y sus cabezas están rapadas.

Con el fin de calmar la sed y la ansiedad de la multitud los ayudantes, primero, entregaron las latas en la mano de los espectadores, pero llegó a tal punto el brutal desborde de los más sedientos que debieron arrojarlas al populacho; la imagen de ese estadio de proporciones faraónicas y de la gente bebiendo grotescamente de las latas y pisando las que se caían al piso le quedó a Fernando como una metáfora de aquel lander austriaco.

Fernando se impacienta, en un principio hace como que espera el inicio del partido y enseguida desea que empiece de una vez por todas. Pero esa tarde el destino le tiene reservado una desagradable sorpresa: bajo los sones de la música militar se produce la entrada al estadio de Joerg Haider —¿de quién, si no?— mientras la tribuna, estremecida y enfervorizada, comienza a levantar y bajar el brazo derecho con el puño cerrado como símbolo de aclamación.

Una vez que llega a destino y todos pueden verlo por la pantalla es como si de pronto todos los anhelos individuales se conjugaran en uno sólo. Allí esta el fuhrer austriaco de pie sobre la tarima, revelando por el gesto de su cara cierto respetuoso temor hacia la enorme masa de entusiastas campesinos, esperando el fin de la creciente ovación que a Fernando se le antoja una eternidad. Gracias a una pantalla rectangular apostada detrás de la tarima la imagen es tan real como si estuviera viendo a una persona de estatura media a poca distancia; sin embargo, la altura insignificante de Haider hubiera dejado al político muy cerca del ridículo, por lo que la proyección aumentada lo convierte en un ser inmenso que los empequeñece a todos, los somete con su enormidad. Sus ojos semejan abarcarlo todo y su boca parece ávida de tragarlos uno a uno.

Cuando la ovación cesa al fin, Haider inicia un discurso del que Fernando apenas alcanza, con un considerable esfuerzo, a rescatar fragmentos, fragmentos que después de todo a los pocos instantes se disgregan de su mente para ser reemplazados por un mas piadoso realismo imaginario.

Fragmentos del discurso de Haider rescatados por la mente de Fernando:
1) Una introductoria y burda copia del discurso de Martin Luther King (Yo tengo un sueño...).
2) Un dulce cuento de cómo Fritz, el sufrido campesino austriaco, echó a Juancito, el prospero inmigrante y que los niños allí presentes aplaudieron a rabiar.
3) Un comentario a favor de la limpieza étnica de los sucios serbios y otro del anschluss con Alemania.
4) (Tengo un fusil en una mano y una paloma blanca en la otra... no dejen que se me vuele la paloma). Joerg Haider dixit.

Y en el preciso momento en que las palabras finales de Haider dan a entender una extraña forma de querer (Yo no los amo, sino que los quiero, los quiero a todos y a cada uno de ustedes por igual... ¡los quiero, los quiero, los quiero...!, los quiero tanto... ¡que los mataría a todos...!), justo entonces la multitud abre la boca, tal vez por que el calor no les permite respirar con fluidez o tal vez en un gesto estúpido. Luego hace una pausa y segundos después, levantando los brazos y la cabeza al cielo, los ojos extraviados, llega al máximo éxtasis de su histrionismo.

—¡Los mataría a todos, los mataría a todos, los mataría a todos! —grita tres veces con todas sus fuerzas, por si queda alguna duda; pasa un segundo, y el colapso generalizado se produce. Los que se encuentran sentados en la platea se levantan, el mundo se paraliza.

Todos repiten al unísono las últimas palabras del líder, todos quieren ser queriblemente asesinados por Joerg Haider en un grito desesperado que se eleva más y más, sobrepasa las terrazas del estadio y llega hasta el cielo límpido.

«Y cuando me encuentre con Alexandra me despediré de ella para siempre y me volveré a Buenos Aires. Estoy cansado de tantos viajes y tanta reelaboración ilusoria de la realidad. El veredicto responsable, este último, de que este en este lugar; por lo menos según mi psicólogo, ese peligroso demente», piensa Fernando. Pero no hay nadie más demente y peligroso que ese líder mesiánico que les promete a todos los presentes una muerte segura con queribles palabras.

«Mesías es el salvador del pueblo judío, etimológicamente hablando mesianismo proviene de mesías, que es la creencia en la solución mágica de los problemas por una sola persona, es decir, cuando la decaída religión autoritaria ha dejado paso a políticos autoritarios en la procuración de afiliados», dice Fernando en voz alta. Y se sorprende de que, dada la cantidad de cerveza bebida, haya podido decir algo tan elevado: un rayo de lucidez en medio de un oasis de ebriedad. ¡Dios mío... esta es la frase mas inteligente que he dicho en mi vida y no hay ningún conocido a mi lado que la haya escuchado!, se lamenta Fernando.

Sabe que su histrionismo de orador nato que cautiva al populacho no es más que el producto de un payaso mediático, no importa, repentinamente no quiere saber más, por miedo a enloquecer. Esos desfiles militares, esos cantos de guerra bajo el acompañamiento de música marcial, esos bosques de banderas, esos eslóganes políticos repetitivos, esas pancartas gigantes con su rostro..., ¿cuántos centenares de elementos análogos, visibles y no visibles, subrayan la misma noción: que los germanos —raza autoritaria si las hay— tienen una capacidad innata para el orden. Luego, recuerda a cierto amigo militar que le comentó un dudoso hecho histórico ocurrido en la Segunda Guerra Mundial: de su misma boca oyó decir que los nazis, durante la blitzkrieg, exhibieron su orgullo alemán por el Arco del Triunfo tocando la marcha de San Lorenzo; esto último lo decía con orgullo, como si hubiera sido el protagonista de esa irracional gesta.

Una vez afuera del estadio se encuentra con Alexandra que ni se da cuenta de que se habían separado. Está hablando en alemán con dos hombres. Uno es un tipo joven y corpulento, es croata o estuvo luchando en Croacia; el ustachi, le dicen. El otro, un hombre de unos cuarenta años, a Fernando le parece conocido de algún lado.

Alexandra le indica con la mano que se acerque y Fernando obedece por diktat. Cuando Alexandra los presenta, la cara del extraño inicia una mutación extraordinaria, su sonrisa desaparece como por arte de magia para se reemplazada por un gesto desagradablemente más real. Y todo porque, lo sabe de inmediato, los germanos nunca olvidan una ofensa. El sabor del re-encuentro.

—Was willst du, jude? —le grita Haider en alemán. Y algo bueno no debe ser porque acto seguido dos de sus guardaespaldas se acercan corriendo y sacan los bates de béisbol y en ese momento Fernando supone algo realmente estúpido —más estúpido todavía que creerse el protagonista de un comercial de TV—, supone en definitiva que esos tipos de cabezas rapadas no se conforman con cantar canciones patrias en las cervecerías.

Esa tarde, en ese mismo estadio, nadie vio fútbol pero si un interesante partido de béisbol: los batazos comienzan a llover sobre la cabeza de Fernando como si se tratase de una apetitosa bola digna de los más grandiosos hound-round. Fernando cae violentamente al suelo como borracho entregado luego de una larga semana desenfrenada y, sorprendido, descubre que puede pensar a pesar de todo el alcohol consumido y todos los golpes recibidos.

Va ser mejor volver a Buenos Aires, piensa en el momento exacto en que la banda de música inicia los acordes de la marcha de San Lorenzo (ah, el mundo es un pañuelo, sigue pensando Fernando Rubinstein) y parece que, después de todo, esa tampoco es una buena idea.

Klagenfurt, julio de 1994

 

Nota aclaratoria

La marcha de San Lorenzo es un himno argentino en conmemoración de una batalla contra las tropas realistas durante la guerra de la Independencia. El dato de que los nazis marcharon por el Arco del Triunfo bajo el son de esa marcha es probable, aunque no totalmente seguro. Ahora me pregunto, luego de releer el cuento, si la palabra fascinación —es decir, ese deslumbramiento que ejercían los dictadores sobre el pueblo— no es otra cosa que la poco feliz conjunción de las palabras fascismo (o fascista) y nación.


ILUSTRACIÓN RELATO: TV vector, By Party Pop (Own work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.





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