Historias
para
no dormir (la siesta)
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Domingo
López
Me despertó tapándome el oído
con el cañón frío —lo supe enseguida— de una pistola. No oía el rumor
del mar, lástima, y también supe inmediatamente quién estaba por manejar
el gatillo. Vi, con la cabeza aún sobre el escritorio, cómo nos miraba
impávido Sir Arthur Conan Doyle, mi gato y cerré los ojos, inmóvil
e insoportablemente triste. Aunque mi vida nunca había valido nada
en ese momento valía aún menos. Bostecé, entonces, sin querer, resignado.
—No seas maleducado con
las visitas, aunque sean inoportunas o imprevistas y, sobre todo,
no te muevas y no te hagas el imbécil, no me infles las tetas. Estoy
decidiendo si destaparte los sesos ahora o mejor, cuando me des, si
la has cambiado, la contraseña y la llave de la cajita fuerte que
está detrás del mamarracho de aquel cuadro, el que pintaste en tus
tiempos de artista patético.
Intenté sonreír y no
pude. Me imaginé entonces sentado en el infierno, cariacontecido,
mientras sus amigotas, las putas golosas, me sorbían el poco cerebro
que tengo, por el agujero de la bala, con pajitas de colores. De pronto
me apetecía volver a dormir, olvidar, rebobinarme para apagar mi vida,
previsor. La muerte, pensé, tal vez, quién sabe, podía no estar del
todo mal y arreglar algunas cosas, algunas, no había que ser demasiado
optimista o avaricioso.
—Dispara, lo mismo hasta
me haces un favor, fíjate.
Había leído recientemente
esa frase en una novela y la dije casi como un personaje. Eso me gustó.
Un personaje. Ella se rió como una burra demente, odiándome. Noté
cómo le temblaba la mano. Un tirito bien tirado no es nada, pensé,
casi dándome ánimos.
Sobre mi cara estaban
los folios que había garabateado esa tarde, antes de dormirme sin
darme cuenta. Imaginé los poemas manchados de sangre, mi cabeza despachurrada
encima de ellos, guarreándolos. Aposté, casi desesperado, que la pistola
debía ser una Veretta, no había mucho que perder y era la única clase
de arma que recordaba.
—Es una Veretta, nena.
Incrustó el cañón aún
más. Casi se podía oler la pólvora. La gente, efectivamente, por aquel
tiempo se mataba por dinero, por un coño de categoría o por fastidio
o aburrimiento. Y yo ya sabía cual de los cuatro motivos había elegido
para encadaverarme o difuntearme sin más.
—Creo que entonces, como
le iba diciendo, esta incómoda situación quizás sea producto de un
malentendido, ...¿perdón, señora o señorita?
—Señorita, por supuesto.
Lo sabes bien y por experiencia: lo mío es juntarme. No sentaré nunca
la cabeza. Me lo decía siempre mi querida y ya muy podrida mamá.
No le veía la cara pero
sabía perfectamente que la sonrisa de aligator debía de estar acomodándose,
arrellanándose en su boca excesiva de rouge chillón. Al gato, con
un ojo, si seguía viéndolo. No se había movido, seguía mirándonos
como aburrido, pareciéndose cada vez más a un forense. Me dolía el
cuello, la espalda, el corazón, la cabeza, los huevos y el alma.
—Si no te importa me
gustaría mucho enderezarme un poco, cariño.
No dijo nada así que
me fui incorporando lentamente, hasta tocar con la nuca el espaldar
del sillón. Con la pistola dentro de la oreja. Atenta, por supuesto.
—Eres una pobre mierda
—dijo con su habitual mononimia—. Y me hace falta tu pasta, querido.
Sabes, creía que a estas horas ya estabas empinando el codo. Pensaba
esperarte a que volvieras. Acuérdate de que aún conservo mi llave
de la casa. Has tenido suerte de encontrarte aquí, así no he tenido
tiempo extra de pensar en modalidades de ensañamiento...
Era verdad, aquélla tarde
no bajé a beber a la borrachería de la esquina. Se me fue la olla
escribiendo, o mejor dicho, cavilando sesudamente plagios, maquillando
con suma destreza versos y estupideces de otros.
—Al carajo, —dije—. ¿Se
puede saber a qué coño has venido en realidad?
—Ya te lo he dicho. Tengo
deudas y vicios que pagar. Y me dejaste tirada ¿No te acuerdas, cabrón?
Me dieron ganas de estropearle
un poco la nariz, de un solo golpe, certero, pero lo único que hice
fue mirar de reojo por la ventana.
Nada. En el aire del
cielo de Mayo no había donde agarrarse, ni a una nube, ni a un pájaro
siquiera.
—Me cansé de tus borracheras,
me cansé de que fueras por ahí libando cojones.
—Fue mi carácter samaritano,
pobrecitos los hombres solos en los bares. Y para salvarles la puerca
vida había que hacer algo. «Semen retentum venenum est» ¿no?
Qué disparate vivir,
pensé, harto de su voz y de mí y del día y del mundo y el gato.
—La primera vez —prosiguió—,
te puse los cuernos, emocionantemente, por gusto. Luego todo fue ocasión
de aceptar copas gratuitas e ir rellenándote la cabeza poco a poco
¿no? La carcajada se debió oír en toda la ciudad y parte del extrarradio.
Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba ebria o drogada. Y
lo que pasó a continuación prefiero no contarlo. Para qué. Todo sucedió
muy rápido y fue, inevitablemente, demasiado violento. Sigo teniendo
buenos reflejos y ella simplemente se despistó un poco, se le cayó
el arma y resulta que la recogí yo. Y bueno para abreviar diré que
al final, ciertamente, los poemas se mancharon de sangre. Pobrecitos.
Pero no fue la mía. Ah, y que de paso, aprovechando la herramienta,
decidí quedarme sin gato.
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