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El poeta
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Livia Felce


El hombre era alto y desgarbado. La cabeza encastrada entre los hombros jibosos miraba hacia abajo. Todo lo veía desde la altura con sus pequeños ojos hundidos en el rostro anguloso a la sombra de una nariz prominente y ganchuda. Los bigotes bordeaban la boca como entre paréntesis, estirando los gestos sobre un mentón escaso. Parecía pedir perdón al pasar bajo el dintel de las puertas que bien podía golpear su cabeza en un descuido, pero estaba atento a la distancia. Podía tocar las copas de los árboles y jugar a las bochas con precisión. Si era más alto también era más largo y sus piernas daban trancos de un metro y sus brazos alcanzaban a lo que otros no llegaban: sacar los apetecibles higos y los racimos de la parra. Su andar era lento, pero su pensamiento era veloz. Tenía la respuesta ágil, a veces hiriente y mordaz. Podría decirse que no sentía piedad ni por él ni por el resto de los que estábamos cerca. A mí me tocó pasar unos años en su compañía. Fue en los años de la infancia. Lo conocí al nacer y sólo después de su muerte y con el tiempo me di cuenta del desparpajo con que animaba su vida. Eran cosas pequeñas, cotidianas, con que solazaba su tiempo: cuando yo jugaba en la vereda con las piedritas, a un juego tal vez en desuso, con su pie las desparramaba o las tiraba lejos de mi alcance y con gusto reía. Otras veces yo venía de comprar papas que abrazaba contra el pecho y él enlazaba mis tobillos con un cinturón y yo caía de bruces y las papas rodaban como bolas de billar sobre la vereda; entonces abría su bocaza oscura de donde salía, como de una caverna, la risa feliz. Él se burlaba de todo y no había persona a quien no le pusiera un apodo. Mi madre era «la gata», mi padre «el gallego», un tío «el borracho», otro «el peludo», mi tía, «la petisa», mi abuela, «la vieja», y yo «espiroqueta pálida» por lo flaco y esmirriado. También caían el almacenero, el que prendía los faroles de la calle, los vecinos, los amigos. Tenía imaginación. Por las noches, sentado en la galería, recitaba poesía en tertulia de bohemios que, como él, soñaban con mundos mejores, en donde los artistas no tuvieran que pensar en trabajar ni en resolver pequeñeces mundanas, en donde el tiempo estuviera sólo dedicado a crear y deleitarse en la lectura, en la contemplación de un cuadro o en el debate de los altos ideales de la humanidad, en los que ellos serían parte de la elite pensante. Se sentían elegidos para un destino superior en un medio que no reconocía sus méritos. El vino con que rociaban las ideas lo proveían entre todos que ajustadamente conseguían un peso. En ese paraíso difuso, entre verso y nostalgia, entre frustración y desidia, surgía la risa mordaz, la crítica aguda hacia quien no encajaba en su paradigma. Los hombres eran ovejas domesticadas, la mayoría bruta e inconsciente de su destino porque no se asomaba al mundo de la creación ni a la fantasía. Por eso debíamos pagar un tributo: soportar su risa burlona, su chiste hiriente, su aspecto de Mefistófeles de barrio. No podía trabajar. No se debía a un impedimento físico sino al tiempo. No se podía ajustar a un horario que lo oprimiera, y pronto lo rompió en pedazos como las hojas de un almanaque vencido. El único empleo que tuvo lo dejó. No duró dos meses. No aceptaba nada que lo obligara a cumplir, esta sola palabra era una atadura que lo rebelaba. La libertad debía sentirla absoluta. Ni siquiera le interesaba escribir, sólo contemplar. No dejar rastro, como si no hubiera pasado por aquí. Ser ausencia. Estuvo riñendo con la vida para no estar. Y lo logró.

En los días de verano se bañaba detrás de una enredadera. De la manguera caía el agua sobre su alto cuerpo desnudo mientras yo espiaba de lejos tamaña magnitud de hombre. Me preguntaba si yo también sería así al crecer, si terminaría siendo como él. Un vago temor me rondaba, me quitaba el apetito y eso hizo que mi madre me llevara al Instituto de la Nutrición para ver qué me pasaba, por qué no comía. Recuerdo que al pisar las baldosas del pasillo con olor a hospital, yo vomitaba. No sé si mamá se cansó, pero lo designó a él para que me acompañara a las siete de la mañana para sacar número. Nunca entendí por qué hay que madrugar tanto para ir a un hospital. Una vez que salíamos de la entrevista, camino a la calle, él se escondía detrás de un árbol y yo buscaba desolado al tío bigotudo que debía llevarme a casa. Desde entonces me quedó un borroso sentimiento de estar perdido, buscando el camino correcto.

Cuando pusieron el teléfono él fue el gran usuario. Por las noches su voz cálida y grave seducía a desconocidas, que no sé si encontraba por casualidad o porque marcaba algún número al azar. Yo lo miraba cómo en la penumbra del cuartito sonreía y decía frases melosas. No sabía que podía ser cariñoso, pero nunca vino una mujer a casa. Tal vez sus citas eran únicas, como presentación y despedida, o tal vez ellas al ver a quien llevaba la contraseña, una flor o un libro rojo, disparaban asustadas. Nunca supe de un desenlace feliz de tantos arreboles verbales. Quizás una mujer de carne y hueso fuera demasiado real para su fantasía. La voz en el teléfono podía crear la mujer perfecta, la amada.

Sus amigos fueron partiendo. René se mató por amor. Fue un caso patético, se habló largo tiempo de eso. Juan, el escultor, se fue a vivir tan lejos, en la provincia, que sus visitas menudearon. Agustín, el pintor, se casó, entró en el carril de la manada: desertó. Los dos o tres que quedaban tenían que cuidar a sus respectivas madres que iban declinando como ellos y que hizo que redujeran sus trasnochadas a alguna escapada al café o a un partido de bochas.

La galería enmudeció y cuando me di cuenta del vacío mis padres se mudaron y me trasladaron a un ambiente de orden, sin estrellas en mi ventana, ni hombres desnudos en el jardín, ni poemas en el silencio de la noche. Entré en el rebaño, pero traje un recuerdo, un atisbo de música en la palabra, un sonido, gastado, pero que me comunica conmigo, con Dios, contigo.

Cuando él se fue supe que se fue un poeta, de los ignorados, de los que equivocaron el momento de su arribo, a quien los astros diseñaron débil para un camino tan incierto. Su sarcasmo, que difundió en apodos y caricaturas, fue el dardo con que nos acusaba. Sensible y frágil, las pequeñas asperezas lo desanimaron y su leve fuego se consumió en la galería de una casa antigua que guarda su voz junto a la fragancia de la enredadera.


Ilustración: Fotografía por Pedro M. Martínez ©


LIVIA FELCE fue ganadora del Segundo Premio Nacional de obra Inédita de la Secretaría de Cultura de la Nación Argentina por su libro Historia de Nadie, y del Primer Premio Letterario Internazionale «Jean Monnet» 1999, en Italia a libro extranjero. Nacida en Buenos Aires, estudió Letras y Antropología. Colabora en periódicos y revistas literarias.

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