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pintada relato futuro presidente

El futuro presidente
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Blanca del Cerro

 

Mesa de caoba larga y majestuosa, sillas muy cómodas recién tapizadas en tonos verdes para el descanso de la vista, una grandiosa alfombra persa en el suelo, dos espejos venecianos, cuadros de cotizados pintores en todas las paredes del gran Salón de Juntas, lujo y señorío pululando alrededor de los cuerpos, y en al aire, un perfume indefinido a flores, jazmines, tal vez rosas, o quizás una mezcla de ambos. Ante cada uno de los componentes del Gran Consejo de la Nación, una copa de cristal de Bohemia con un exquisito vino de cosecha casi exclusiva y varias fuentes repletas de canapés de salmón noruego y caviar Beluga.

Algo muy tenue, como un bisbiseo de sombras oscuras, se colaba por los resquicios de las ventanas cerradas.

—Creo que ya tengo a nuestro candidato —exclamó repentinamente Don Ginés Navalbuena, Vicepresidente del actual Partido en el Gobierno de aquel pequeño país rodeado de montañas.

Todos volvieron la cabeza y lo miraron expectantes.

Don Ginés era un hombre triste, de ojos oscuros y pequeños y mirada algo estrábica. Al igual que sucedía con todos los asistentes a la reunión, llevaba desde tiempos inmemoriales militando en el Partido, el PAPYLLA, Partido del Pueblo y la Llaneza, establecido en el poder, evidentemente mediante elecciones democráticas, desde hacía treinta y dos años. Don Ginés se sentía agotado tras tanto tiempo de entrega absoluta a su nación pues, como él decía con harta frecuencia: «El poder no corrompe, solamente cansa».

A ellos, los allí presentes —los componentes de la cúpula del Partido, exceptuando al Presidente—, casi todos en las mismas circunstancias que Don Ginés, se les había presentado un pequeño problema, pequeño pero importante: carecían de candidato para las próximas elecciones. Lo cierto es que no carecían de candidato propiamente dicho, ya que había donde escoger, sino de un candidato manejable.

—¿Podemos saber quién es? —preguntó Doña Bonifacia Salmida, a quien todos llamaban cariñosamente Boni.

Doña Bonifacia Salmida, el pelo rubio teñido y la mirada clara, estaba al frente de uno de los tres nuevos ministerios creados por el anterior Presidente del Gobierno, el MAMI, Ministerio de Asuntos de Máxima Importancia que, al igual que sucedía con el MUSLITO, Ministerio de Urgencias y Servicios de Libertad y Tolerancia, y el MEMO, Ministerio de Enseñanza de Memorias Olvidadas, desempeñaba un papel fundamental en el bienestar de los ciudadanos.

Don Ginés observó a sus compañeros con los ojos entornados. La idea del candidato había surgido realmente de su hijo menor, un chaval de diez años, rubio y alegre, aunque no demasiado inteligente a causa de una meningitis mal curada, pero al que mimaba y adoraba. Fue él quien, en el transcurso de un paseo por el parque zoológico, le inspiró dicha idea con una serie de, a su modo de ver, acertados comentarios sobre lo que iba observando.

Y Don Ginés pensó: «¿Por qué no?», mientras que, a lo largo del fin de semana, maduraba aquella posibilidad incrustada en su cerebro, llegando a la conclusión de que ocurrencias tan brillantes sólo podían albergarse en una mente como la suya. Al fin y al cabo, llevaba más de treinta años liderando el país en la sombra y casi todas las grandes ideas habían surgido de su privilegiada cabeza. No importaba que no tuviera estudios, ya que ni siquiera había terminado su carrera de Empresariales, una nimiedad que carecía de interés. Él era la encarnación del poder y lo demostraría.

—Creo que nuestro mejor candidato podría ser…

La frase quedó temblando en el aire arropada por los ojos de los presentes.

Aquellos hombres y mujeres eran su propia obra, estaban de su parte y aceptarían todo lo que sugiriese. Lo sabía y se enorgullecía de ello. El electorado, los votantes, los afiliados a su partido, no representarían ningún problema. Él los manejaría, como había hecho desde los tiempos en que, escalando paso a paso los peldaños de la jerarquía, se había instaurado en lo más alto: el poder en la sombra, lo cual significaba el verdadero poder ya que, en caso de problemas, las culpas siempre recaerían sobre el Presidente.

Don Ginés se sentía rebosante de orgullo.

El único elemento un tanto problemático de los allí presentes tal vez fuera el Secretario del Ayuntamiento, Don Horacio San Silvestre, pequeño y regordete, demasiado honrado y cabal para desempeñar el puesto que se le había encomendado. Pero no le cabía ninguna duda de que él, Don Ginés, se las ingeniaría para solventar cualquier dificultad, como siempre había hecho a lo largo de tantos y tantos años de impecables servicios.

La tibieza de la tarde acariciaba los cuerpos tiñéndolos con un manto malva de suavidad y dulzura.

—Creo que nuestro mejor candidato podría ser —continuó bajo la atenta mirada de todos— podría ser… Eleuterio.

Al escuchar aquel nombre, en los rostros de casi todos los presentes se dibujó una sonrisa, sin duda de aceptación o complicidad. Algunos, los menos, permanecieron expectantes, como si no creyeran las palabras que habían escuchado, ausentes de gestos o de reacciones. Parpadearon asombrados y la posible duda que pudiera recorrer sus entrañas no duró más que un segundo. Entre ellos, tan sólo una persona, Don Horacio San Silvestre, abrió mucho los ojos y la boca, se aferró fuertemente a los reposabrazos del sillón hasta sentir dolor en las manos, y permaneció mudo, anonadado, obnubilado, pensando que no era cierto lo que había oído de labios del Vicepresidente.

Una sombra oscura, en forma de diablo retorcido, acarició la piel de los participantes en la reunión, desapareciendo poco después tal y como había llegado.

Transcurrieron varios minutos de silencio absoluto. Unas cuantas gotas de quietud cayeron lentamente sobre los hombres y mujeres reunidos en la gran Sala de Juntas del edificio de la Presidencia, y un suave aroma a jazmines y rosas impregnó sus cuerpos cansados, agotados por el insigne trabajo que desempeñaban.

Fue Doña Bonifacia Salmida, Ministra del MAMI, quien interrumpió la catarata de pensamientos:

—¿Te refieres a…? —preguntó con un hilillo de voz—. ¿Te refieres a… Eleuterio? ¿Nuestro Eleuterio?

—Por supuesto. ¿A quién iba a referirme? —respondió Don Ginés muy orgulloso.

—¿Hablas de… Eleuterio, nuestra mascota?

—¡Pues claro que sí! ¿Tenemos algún otro Eleuterio?

Por los rostros de casi todos los presentes se esparció una sonrisa callada y socarrona.

Los pensamientos, hasta ese instante desbaratados, se unieron y reunieron, como siempre, y empezaron a formar una masa compacta de acuerdo, aceptación y servilismo. También como siempre. Entre ellos no podía existir la posibilidad del pensamiento individual ya que supondría una verdadera catástrofe. Nadie imaginaba a nadie pensando por sí mismo. Una vez tejidas y aunadas, las ideas incrustadas en sus cabezas formaban un tapiz uniforme imposible de descomponer.

Fue una vez más Don Horacio San Silvestre, con su voz aflautada y su cuerpo rechoncho, quien dio la nota discordante.

—¡¿Pero cómo es posible?! —exclamó levantándose furioso del sillón y dando un golpe con ambas manos sobre la mesa.

Todos le miraron con los ojos cargados de pena, o quizás de compasión. Siempre él. Siempre se oponía al consenso de los demás. Siempre protestaba. Siempre estaba allí para contrariarlos. No era la primera vez, pero tal vez sí la última, pensó Don Ginés, porque estaba un poco harto de aquella molesta oposición. ¿Por qué no se marchaba del Partido si tan en contra se mostraba? ¿Por qué permanecía con ellos? ¿Por qué no se limitaba a pensar como todos? Sería tan sencillo…

—¿Cuál es el problema, Horacio? —preguntó el Vicepresidente impregnando su voz de matices solapados de cadencias.

—¿Cómo que cuál es el problema?

—Explícate, por favor, porque ya estamos un poco cansados y me gustaría ir a comer.

—¿Pretendes decir que vamos a presentar a Eleuterio, nuestra mascota?

—No pretendo decirlo. Lo he dicho.

—No… no lo puedo creer.

—Pues créelo.

—¿¡A un chimpancé!? ¿Un chimpancé como candidato a la Presidencia del Gobierno?

—Claro.

—Pero… ¿cómo que claro?

—¿No te parece una idea absolutamente genial?

El rostro de Don Horacio San Silvestre se había tornado rojo como las amapolas. No podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. Tal vez aquellos hombres y mujeres que le rodeaban se habían vuelto locos de repente, habían sido acorralados por una alucinación mental transitoria o un ataque de demencia general.

—Pero… pero… ¿Cómo es posible que pienses así? ¿Y los afiliados? ¿Qué dirán nuestros afiliados?

Don Ginés Navalbuena, Vicepresidente del PAPYLLA y del país, respondió sin abandonar la sonrisa:

—Nuestros afiliados dirán lo que nosotros queramos que digan.

—Pero… pero… —la incredulidad y la indignación atascaban las palabras en la garganta de Don Horacio.

—Siempre ha sido así y siempre lo será —continuó tranquilamente Don Ginés—. ¿Acaso alguien lo ha dudado un momento? Bueno, parece que sí, parece que tú, Horacio, siempre estás dudando de nuestras grandes ideas y de nuestras correctas decisiones. Parece que tú, Horacio, te apartas del consenso general. Y esto, te recuerdo, es una democracia completa y absoluta, y tú debes pensar como la mayoría.

—¿Qué tiene que ver la democracia con lo que acabas de exponer? La democracia es algo mucho más serio que…

—La democracia tiene que ver con todo lo que hacemos y la labor que desempeñamos.

—Ginés, una cosa es pensar como la mayoría y otra…

—¿Qué ocurre, Horacio? ¿Otra vez en contra?

—Pero, Ginés… ¡un chimpancé! ¿Qué pensarán más allá de nuestras fronteras? ¿Y la oposición? ¿Y el mundo? ¿Y el resto de los países?

Sin perder nunca la sonrisa, y encogiéndose de hombros, el Vicepresidente respondió:

—Eso, en realidad, carece de importancia.

Don Horacio San Silvestre llegó instantáneamente a la conclusión de que resultaría inútil cualquier intento de insuflar una gota de cordura en aquellos seres. Con la ira y la indignación reptando por sus venas, plegó los labios, apretó los puños, recogió sus papeles, echó atrás el sillón en el que había estado sentado y empezó a caminar hacia la salida a pequeñas zancadas, pues siendo piernicorto no podía darlas más grandes, mientras murmuraba bajito: «¡Dios mío! Un chimpancé… un chimpancé…».

Todos los allí presentes le siguieron con ojos turbios, pensando colectivamente que aquel hombre era y sería una cruz que deberían soportar hasta el mes de octubre en que tendrían lugar las próximas elecciones momento en el cual, sin lugar a dudas, sería destituido por disidente.

Una vez cerró la puerta, con la poca furia que podía desplegar un ser tan insignificante como Don Horacio, Don Ginés esperó a que el eco de aquella presencia fuera desapareciendo en la lejanía, se acercó suavemente a Doña Bonifacia y le susurró al oído:

—Recuérdame, Boni, que mañana nos deshagamos de ese individuo.

El sonido ya imperceptible de los pasos quedó quebrado en el aire entre un suave aroma de jazmines y rosas.

Don Ginés se llevó un canapé de caviar a la boca, apuró su copa de vino y mirando detenidamente a todos los que conformaban el Gran Consejo de la Nación, preguntó despacio.

—¿Alguna otra objeción a la propuesta?

El silencio se adueñó de los cuerpos y de las almas de aquellos seres tristes, mientras un temblor seco atravesaba el espacio.

—Está bien —dijo Don Ginés tras esperar unos segundos—. Queda acordado por unanimidad que el próximo candidato a la Presidencia del Gobierno será Eleuterio.

Se detuvo unos instantes escudriñando el entorno, pero continuó de inmediato para que nadie pudiera interrumpirle con ningún tipo de comentario.

—Es evidente que hay que trabajar de firme pues tenemos mucho que hacer al respecto. En primer lugar, necesitamos un apellido para Eleuterio, ya que no podría presentarse sólo con su nombre. ¿Estamos de acuerdo?

Todos asintieron.

El aire, suave y etéreo hasta el momento, se iba cargando de miseria y humo.

—Yo había pensado —siguió el Vicepresidente— en un apellido sonoro y majestuoso. Algo así como… Rovirosa de los Madrigales, Rodrigal de las Altas Torres, o similar, y algún que otro añadido, que suene bien y tenga fuerza.

—Me gusta —apuntó Don Diego Colentes, Ministro del MUSLITO, quien no había abierto la boca durante toda la reunión—. Me gusta Rovirosa de los Madrigales y algo más.

—A mí también —corroboró Doña Juana Delado, adjunta y mano derecha de Doña Bonifacia, quien hacía las veces de Secretaria de la Junta.

—¿Estamos de acuerdo entonces?

Todos asintieron.

A partir del momento en que fue decidido por unanimidad el próximo candidato a la Presidencia del Gobierno, el Consejo de la Nación en pleno se lanzó a estudiar los detalles relacionados con la presentación de Eleuterio, así como a trabajar en las múltiples facetas, cuestiones, asuntos y elementos que tan grandiosa labor conllevaba.

Durante semanas, e incluso meses, los insignes miembros del Consejo de la Nación, en un perfecto e inalterable consenso jamás cuestionado ni puesto en tela de juicio, fueron perfilando todos y cada uno de los cientos de aspectos que conllevaba el delicado trabajo destinado a preparar, aleccionar, entrenar y enseñar a Eleuterio. Y Eleuterio, simpático y nervioso, fue sometido a múltiples pruebas entre las cuales se incluían protocolo, vestuario, maquillaje, peluquería, recepciones, saludos, besamanos, y un largo etcétera imposible de enumerar al completo.

Eleuterio, un simio despierto e inteligente, aprendió a comer en una mesa, a utilizar perfectamente los cubiertos, a comportarse con rectitud, a permanecer quieto y en silencio, a obedecer las órdenes que se le impartían, a saludar moviendo la cabeza, a dar la mano, a simular que escuchaba y entendía las palabras pronunciadas por otros, en resumen, Eleuterio fue cuidadosamente aleccionado para comportarse con total rectitud. El Vicepresidente se sentía realmente orgulloso de los progresos realizados. El único problema existente era que, pese a la inteligencia del chimpancé y pese a cualquier esfuerzo humano, Eleuterio, por muchas lecciones que recibiera, desafortunadamente no podía hablar, siendo ésta una cuestión a la postre poco problemática ya que, según la idea de Don Ginés y sus allegados, siempre habría alguien que lo haría por él.

A medida que transcurrían las semanas y el candidato aprendía diligentemente en manos de sus entrenadores, la euforia de Don Ginés crecía a pasos agigantados.

Una vez solventada la cuestión del aprendizaje de Eleuterio, otro asunto a tener en cuenta —aunque sin ser de máxima importancia— era el electorado. Tanto Don Ginés como sus secuaces estaban absolutamente convencidos de la inexistencia de problemas con sus afiliados. Los afiliados del PAPYLLA, la práctica mayoría del país, estaban unidos por un pensamiento colectivo que, evidentemente, era el del Partido. Y ellos pensarían siempre lo que el Partido deseara. Ocurriera lo que ocurriera —y mucho había sucedido durante aquellos años— estarían a su lado. En las épocas de crisis —no por culpa del Gobierno, evidentemente, sino de factores externos—, en las épocas de bonanza —en este caso gracias a la gestión del Partido—, en las épocas intermedias, en las épocas claras, en las épocas oscuras, cuando habían surgido problemas, ellos, sus afiliados, se habían mantenido firmes, incólumes, fieles, leales hasta la saciedad y, fuera cual fuera el comportamiento del PAPYLLA, se mostraron conformes y a su favor. Nadie concebiría que ocurriese de otra manera.

El arrullo de la primavera empezó a dar paso al calor pegajoso de un incipiente verano que amenazaba con desgajar los cuerpos, como siempre sucedía en aquel pequeño país rodeado de montañas.

Transcurrieron los días y las semanas rebosantes de trabajo. Se acercaba el día de la presentación del candidato. Don Ginés y su camarilla, un poco nerviosos, un poco desbordados, se sentían pletóricos de emociones.

Y las horas ingratas, excesivamente veloces, tragaron con ansias la vida, hasta que llegó el gran momento.

Aquella tarde de flores suaves y luces silenciosas cayendo lentamente desde la cima de los montes cercanos, el Partido había convocado una concentración de sus afiliados y simpatizantes en el Parque Nacional José María Himerosa, así llamado en honor a uno de los mejores alcaldes habidos en la Capital. Desde primeras horas de la mañana, miles de personas empezaron a ocupar los bancos, sillas, parterres y senderos del parque. Cientos de autocares, llegados desde los más recónditos rincones del país, y fletados expresamente para la ocasión —evidentemente, con coste a las arcas del Estado— atestaban las calles circundantes. A las tres de la tarde, pese a que ya no cabía un alfiler en el recinto, seguía aflorando gente, debido a lo cual fue necesario habilitar los alrededores de la zona, más allá de las altas verjas que rodeaban el parque, para que todo el mundo pudiese participar en el gran evento. La multitud se apiñaba ansiosa. Fueron repartidos bocadillos y bebidas —evidentemente, con coste a las arcas del Estado—, además de banderas, enseñas, panfletos y octavillas. La tensión y la emoción, guardadas en el fondo de las almas a lo largo de meses, se palpaban en el ambiente.

A las siete de la tarde, momento en el cual tendría lugar la presentación del candidato del PAPYLLA, el parque y sus alrededores se asemejaban a una marea informe de cuerpos y almas desbaratados. Hombres, mujeres y niños de todas las edades, estados y condiciones, se apretaban unos junto a otros a la espera de una ilusión excesivamente bien guardada. Una orquesta formada por quince o veinte músicos —evidentemente, con coste a las arcas del Estado— deleitaba a los participantes interpretando alegres melodías que nadie escuchaba. Los corazones de todos latían rápidos, especialmente los de Don Ginés Navalbuena y sus secuaces a quienes los nervios empezaban a traicionar con tantos y tantos elementos bajo su atenta revisión.

El candidato a la Presidencia del Gobierno, siempre de la mano de alguno de sus entrenadores, fue elegantemente vestido con un traje gris marengo, una camisa blanca y una corbata a azul, todo ello a juego con el fin de causar la mejor impresión a las almas que allí esperaban.

Nubes de colores paseaban indolentes por el cielo.

Miles y miles de personas esperaban ansiosas la aparición del candidato, que se había mantenido hasta entonces en riguroso secreto.

Eleuterio fue cuidadosamente peinado, perfumado y aleccionado.

Había llegado el momento.

Un temblor sereno y casi palpable recorría los cuerpos de todos y cada uno de los presentes en el acto, como un trallazo compuesto de soledades compactas.

El grupo de músicos interpretó el himno nacional, lo que hizo que la multitud apiñada redujera el sonido de sus voces.

Don Ginés Navalbuena, correctamente vestido con traje azul oscuro, camisa clara y corbata roja, apareció en el escenario, subió a la tarima dispuesta para los oradores, colocó sus papeles sobre el atril y se dirigió a los ciudadanos.

—Compañeros y compañeras —comenzó diciendo tras comprobar sonriente que su poder de convocatoria no había quedado mermado en absoluto, sino al contrario, que su fuerza seguía firme, que ellos, sus súbditos, estaban donde él quería que estuviesen. No había más que extender la vista y comprobarlo.

Los ojos de la multitud gritaban adoración.

—Apreciados compañeros y apreciadas compañeras, queridos amigos y queridas amigas —continuó diciendo—, estimados afiliados y estimadas afiliadas de nuestro gran Partido —el silencio empezó a aposentarse entre la masa—. Nos hemos reunido aquí, por fin, después de tanto misterio y de tanto secreto, no por culpa nuestra, evidentemente, sino de las circunstancias, para daros a conocer a nuestro próximo candidato a la Presidencia del Gobierno.

Los miles y miles de personas allí presentes comenzaron a beber las palabras de Don Ginés.

—Como podéis comprender, y no os quepa ninguna duda de ello, hemos procurado elegir lo mejor y lo más adecuado para el pueblo, para vosotros, que sois los que realmente formáis la verdadera realidad del país, los que trabajáis firmemente por su bienestar y los que hacéis que todos juntos estemos a la cabeza del mundo.

La multitud estalló enfervorizada en millones de aplausos y vítores mientras que en la mente Don Ginés, sin perder nunca la sonrisa, reposaba un pensamiento: «Ya están en mis manos. Siempre ha sido sencillo lograrlo».

—Sois vosotros, y únicamente vosotros, los que ocupáis nuestras vidas y nuestros corazones, los que nos hacéis luchar por ser los mejores y avanzar firmemente hasta la cima, los que movéis la vida de este gran país, los que insufláis en nuestras almas el deseo de seguir adelante —se detuvo unos instantes para dar un mayor énfasis a sus palabras—. Porque, sin vosotros ¿qué seríamos nosotros?

El Vicepresidente se vio en ese instante interrumpido por muchos más aplausos que la vez anterior, ahora acompañados de gritos y vivas. Las gargantas rugían.

—Por eso, por vosotros y pensando exclusivamente en vosotros, es por lo que hemos elegido al candidato que vamos a presentaros a continuación. Por vosotros, por vuestro bien general y particular, por el bien de vuestros hijos y de vuestros nietos, por el bien de vuestras familias, por el bien de vuestra economía, por vuestro bienestar que es y será siempre el nuestro.

«¡Viva Don Ginés!», «¡Viva el pueblo!», «¡Viva el Gobierno!», «¡Viva el Partido!». Millones de voces reventaban en el aire. Los brazos levantados, los cuerpos rebosantes de orgullo, las manos buscando otras manos, los ojos brillantes de emociones sublimes.

Don Ginés Navalbuena, siempre con la sonrisa en los labios, contemplaba aquello que consideraba su obra y sentía el corazón desbordado. Tenía sus almas en el bolsillo. Había llegado el gran momento.

—¡Compañeros y compañeras, amigos y amigas, afiliados y afiliadas! ¡Os presento a nuestro futuro Presidente del Gobierno, Don Eleuterio Rovirosa de los Madrigales y Valsantos!

Por el fondo del escenario apareció el simio perfectamente trajeado, de la mano de dos de sus entrenadores, instante en el cual, la orquesta empezó a interpretar un simulacro del Himno de la Alegría, mientras hacia el cielo se elevaban millones de globos de colores a la vez que cientos de palomas de la paz, y el aire de todo el recinto se plagaba de confetis y serpentinas.

La multitud rugía y chillaba.

Don Eleuterio caminó despacio, tal vez un poco asustado por la presencia de tantas y tantas personas observando sus movimientos, aunque firme y decidido entre sus dos entrenadores. Era lo que se esperaba de él y no iba a defraudar a nadie.

Una vez instalado junto al Vicepresidente, sobre una tarima especial de madera para aumentar su corta estatura, Don Eleuterio, tal y como había aprendido a lo largo de muchos meses de entrenamiento, levantó ambos brazos y saludó a la masa informe que le coreaba, emitiendo al mismo tiempo una serie de sonidos guturales.

Los aullidos de la multitud rompían el aire.

Don Ginés observó lo que estaba ocurriendo y suspiró aliviado sin abandonar su siniestra sonrisa.

Con el fin de evitar la más pequeña posibilidad de que cualquier dudoso pensamiento cruzase repentinamente por los cerebros de aquellos, sus leales allegados, Don Ginés no esperó a que se instaurase un silencio que, ante cualquier auditorio normal, hubiese producido la presencia de un chimpancé, sino que continuó con su arenga, como si toda aquella farsa fuese un acto perfectamente natural.

—¡Ciudadanos y ciudadanas! ¡Compañeros y compañeras! ¡Amigos y amigas! ¡Os presento a Don Eleuterio, el futuro Presidente del Gobierno de nuestra gloriosa nación! ¡El mejor, el único, el insigne, Don Eleuterio! Él será el más honrado y veraz de los mandatarios, el que nos llevará por los caminos de la gloria, el que velará con seguridad por los intereses del país, los vuestros y los nuestros, el que continuará con la paz que tanto deseamos y que tanto nos ha costado conseguir, el que nos conducirá implacablemente y sin la menor vacilación a la cima del mundo. No dudéis jamás que él es el mejor y el único, no lo dudéis.

La multitud se desgañitaba profiriendo gritos ininteligibles.

—¡Él nos dará la gloria! ¡Él conseguirá lo que nadie ha conseguido! ¡Con él derrotaremos a la malvada oposición que tanto daño hace a nuestro glorioso país y seguiremos avanzando!

Miles, millones de gargantas chillaban sin cesar «¡Viva Don Eleuterio!», «¡Viva Don Ginés», «¡Viva el Partido!».

—¡Con Don Eleuterio lograremos la verdad y la felicidad! ¡Con Don Eleuterio continuaremos en la cumbre! ¡Con Don Eleuterio lucharemos juntos contra todo y contra todos!

La multitud deliraba.

—¡Yo os insto a votar a Don Eleuterio en las próximas elecciones de octubre! ¡Vuestro voto decisivo nos dará la victoria! ¡Vuestro voto es y será de máxima importancia! ¡No dudéis en las urnas! ¡No dudéis ni un instante, pues un instante puede significar el todo o la nada! ¡Sed siempre fieles a vuestro Partido! Porque yo sé que, con vuestra libertad y vuestra preclara inteligencia, estaréis siempre a nuestro lado y a nuestro favor, que es el favor del pueblo.

Don Ginés extendió la mirada sobre aquellos seres vociferantes que lo adoraban. Su orgullo, su vanidad, su ego, alcanzaron en ese momento cotas máximas de felicidad.

—¡Sois maravillosos! —terminó diciendo verdaderamente emocionado—. ¡Muchas gracias, de verdad, muchas gracias por vuestra presencia!

Los gritos, los cánticos, los vítores, las aclamaciones, rodearon durante largo tiempo a la totalidad de la cúpula del PAPYLLA, que salió a saludar al escenario, cogidos por la cintura, formando una cadena humana de solidaridad con su pueblo y con su futuro Presidente del Gobierno.

Don Ginés se sentía exultante de orgullo. Todo había salido conforme a sus intenciones y a sus deseos. Los afiliados se habían comportado como era de esperar. Nada había fallado. Una gran sonrisa se extendía por sus labios y por su corazón.

¿Qué importaba lo que hubiera sucedido en el pasado? ¿Qué importaban las penas, los dolores, las crisis, los momentos terribles, los sufrimientos? ¿Qué importaba cualquier otro tipo de nimiedades?

Don Ginés sabía que había triunfado.

La fiesta en el parque se prolongó hasta altas horas de la madrugada y todos los allí presentes se sintieron realmente felices.

La luna y las estrellas, con un brillo especial en sus miradas huecas, fueron testigos de la alegría de un pueblo.

Unos meses más tarde, a mediados de un mes de octubre tibio y envuelto en los colores ocres de un otoño resplandeciente, tuvieron lugar las elecciones generales en las que Don Eleuterio Rovirosa de los Madrigales y Valsantos, fue elegido por mayoría absoluta Presidente del Gobierno de aquel pequeño país rodeado de montañas.

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BLANCA DEL CERRO nació en Madrid. Cursó sus estudios en el colegio de Jesús-María, en esta misma ciudad. Estudió Filología Francesa, Traducción e interpretación y lleva veinte años dedicada a la labor de traductora, aunque su asignatura pendiente ha sido la escritura.
Tiene publicado el libro Luna Blanca.
@ blacer11[at]gmail.com

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©


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