Soledad en la sombra
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Helena Díaz
Román
Hacía
frío en aquella mañana estival, cuando las madrugadas salían
de sus nidos cantando sobre el bosque de encinas frente al balcón
de su dormitorio. El atisbo de luz que asomaba entre las ramas de
los quejigos, despierta, a duras penas, como cada día, su cuerpo cansino.
Su alma de mujer, encerrada en la prisión de esa calma sombría, aprisiona
su pecho hasta tener la impresión de ahogarse en su propia letanía.
Ignora, hasta el momento, que ya no le quiere,
que la enseñaron a servirle como quien sirve a su dueño, porque ella
cree que le pertenece por completo, en cuerpo y alma, aunque su alma
se pierde sin dueño cada madrugada, y vuela alejada de su piel al
son del viento, mientras sueña, en secreto, con una vida diferente,
con otro hombre, en otro lugar, en otro tiempo.
Arrastrando sus pies aún dormidos, se dirigió
hacia la cocina para hacerle el desayuno. Hacía tiempo que ya no esperaba
sus besos, sólo deseaba que por alguna gracia del destino, o por algún
milagroso sueño, hubiera desaparecido el mal humor que en los últimos
días se había instalado en el carácter de su marido.
Le despertó suavemente, teniendo mucho cuidado
para no interrumpir bruscamente sus sueños, temiendo que al despertar
volviesen las malas caras, el gesto huraño y el tono de su voz alterado
por la brusquedad de su genio.
Pensaba que aún le amaba, pensaba que en el fondo
y a pesar de sus días sombríos, sentía todavía amor, ese amor que
por el orden natural de las cosas y por su estricto sentido del deber,
tenía que sentir por ser su marido. Ella nació para casarse y tener
hijos, para querer a su marido, para amarle y servirle, eso le enseñó
su madre, a su madre se lo enseñó su abuela, y así a lo largo de muchas
generaciones, se fueron educando las mujeres y los hombres de su familia
y de las otras familias de su entorno para poder formar ese orden
«natural» de la vida.
Aquella mañana, afortunadamente, sus deseos se
convirtieron en realidad cuando comprobó que al abrir los ojos, su
marido la miró sin fruncir el ceño, con un gesto más bien relajado
que ella atribuyó a algún agradable sueño. Ella agradeció el cambio
de humor besándole suavemente en la mejilla y susurrándole al oído
que su desayuno estaba listo.
Él nunca podría perdonarla que no hubiera tenido
hijos. La mujer, por naturaleza, debía tener descendencia para asegurar
la continuidad de la especie, pero sobretodo, para asegurar la continuidad
de sus propios genes. De hecho, en su familia, que él recordara o
que le hubieran contado, nunca se había dado un caso de infertilidad
similar al suyo, razón por la cual él estaba convencido de que el
problema era de ella. Por eso él la consideraba una mujer incompleta,
una especie de «aberración» de la naturaleza, pues pensaba que Dios
hizo a la mujer con un cuerpo bello para que el hombre se sintiera
atraído por ella y la poseyera con el fin de procrear. Eso le han
enseñado sus padres, su cultura, a sus padres sus abuelos, y así,
a lo largo de la historia de la humanidad, se había ido perfilando
el orden natural de las cosas.
Él creía que aún la amaba, aunque no estaba muy
seguro ya. En realidad, lo que sí era seguro es que la necesitaba.
La necesitaba para mantener el ritmo normal de su vida cotidiana,
para tener la comida lista, para tener su ropa limpia y planchada,
pero también para tener compañía cuando llegaba a casa cansado de
trabajar. Realmente, se alegraba al verla por las noches con su belleza
aún intacta a pesar de sus casi cuarenta años, se alegraba y le agradecía
mucho su forma de despertarle por las mañanas, suavemente y con esa
voz pálida susurrándole al oído que el café estaba listo.
Sabía que a veces era huraño con ella, que perdía
los nervios demasiado pronto por tonterías, que ponía mala cara sin
venir a cuento, cuando por ejemplo ella le preguntaba qué tal le había
ido el día. Se daba cuenta de un montón de malos gestos que ella no
se merecía, pero cuando el cansancio y los problemas del trabajo se
adueñaban de él, perdía un poco el norte y todas las tensiones acumuladas
a lo largo del día, salían en forma de veneno por su boca, como si
se tratara de la lava de un volcán que arrasara lo que más cerca tenía.
Por supuesto, le hubiera gustado mostrarse más
cariñoso con ella en los últimos años, pero no podía, todos sus intentos
en este sentido eran fallidos, y por más que lo intentara, siempre
acababa metiendo la pata con alguna salida de tono, con algún comentario
que la hacía daño..., y así, poco a poco, se le habían olvidado aquellas
caricias que prodigaba por todo el cuerpo de su mujer, aquellos besos
eternos que mantenían mientras hacían el amor al poco tiempo de casados.
Al final, la rutina, los desencantos, los reproches, el aburrimiento,
el cansancio al llegar a casa después del trabajo, fueron matando
poco a poco su deseo de abrazarla, de acariciarla y de amarla.
Se engañaba pensando que ese era el estado natural
de las cosas, que en realidad la seguía queriendo a pesar de todo,
pues él era sin duda un buen hombre, con un alto grado del sentido
del deber, haciendo lo que se sentía obligado a hacer: llevaba el
dinero a casa, trabajaba ocho horas diarias, no bebía en exceso...,
y, aunque era infiel en algunas ocasiones con una compañera de trabajo,
jamás había pensado en abandonarla porque se sentía responsable de
su mujer, ella le pertenecía en cuerpo y alma. Al casarse, ambos firmaron
que sería así para toda la vida, hasta que la muerte los separase.
En el fondo, no se quejaba de nada, la resignación dio paso a la rutina
y la rutina le daba seguridad, aunque algunas veces se rompía cuando
por necesidades del trabajo, tenía que estar varios días fuera de
su ciudad y aprovechaba la oportunidad de estar con su amante-compañera
de trabajo. Pero estaba convencido de que eso tampoco era tan malo,
ya que cuando volvía, se sentía de mejor humor, le compraba algún
regalo a su mujer y ella se sentía más contenta durante unos días.
Aquella mañana, él la miró al despertar y la
encontró especialmente bella. Deseaba decírselo, pero sus palabras
se ahogaban como siempre antes de que pudieran ser audibles, como
si en su recorrido desde el cerebro hubiera un océano de temores bajo
el que perecía cualquier intento de expresión de sus emociones. Con
la primera derrota de sus palabras muertas congelándole la boca, se
levantó con movimientos lentos y cansinos, mientras pensaba por el
pasillo la manera de demostrarle a su mujer algo más de cariño. Desayunaba
con pereza, mientras ella le miraba atenta a sus necesidades, esperando
cualquier gesto de él para adelantarse, solícita, a sus deseos, quizás
para acercarle el azucarero, para echarle algo más de leche en el
café, o para encontrar rápidamente un mechero para encenderle el cigarrillo
que se sacaba del bolsillo.
Apenas sin mediar palabra entre ambos, se despidieron
con un frío roce en las mejillas, para irse a trabajar él como auditor
de cuentas a una oficina en el barrio de Salamanca, mientras pensaba
en un ramo de flores que podría regalarla esa misma noche al volver
del trabajo para expresar lo que con palabras no era capaz, para pedirla
perdón por su mal humor, para intentar resarcirla de los malos momentos
que le había hecho pasar en los últimos tiempos.
Él no sabía aún que esa era la última vez que
se despediría de su mujer.
Mientras él trabajaba, ella hacía las camas,
fregaba los platos de la cena y del desayuno, limpiaba la casa a toda
velocidad, hacía la comida y se sentaba, exhausta, frente al televisor,
a tiempo de ver su programa matinal favorito donde contaban los cotilleos
de la vida de los demás y se olvidaba de la suya durante unas horas.
Después continuaba con las teleseries de amores pasionales, lo que
le daba pié a imaginarse un montón de historias en las que ella era
la protagonista: una mujer felizmente casada, se enamoraba locamente
de otro hombre y dejaba a su marido para irse a otro país con su amante.
El final de esas historias así como el protagonista masculino variaban
mucho según el día; unas veces se imaginaba que encontraba la felicidad
eterna junto al amante, tras superar todo tipo de vicisitudes para
defender su amor en una sociedad que se oponía; en otras ocasiones
el amor sucumbía ante las presiones de la hipocresía y esa historia,
perfecta en sus inicios, cambiaba bruscamente de rumbo y acababa en
tragedia. El amante, arrepentido de su locura, volvía con su esposa,
y ella se quedaba sola, esperando eternamente en la estación del tren,
como Penélope en su canción favorita. Tan fuerte era su vínculo con
estas fantasías, que cuando imaginaba un final trágico sentía que
el peso del mundo caía sobre ella, dejándola agotada anímica y físicamente,
como si su cuerpo y su alma estuvieran soportando una fuerza sobrehumana
que la presionara contra el suelo.
Sus historias, ajenas al insustancial mundo real,
le pertenecían más que ninguna otra cosa en su vida, su imaginación,
lugar vedado al intrusismo de los demás, su refugio personal era,
a pesar del sufrimiento que a veces le producía, su única y más querida
cualidad; su imaginación era su espacio de libertad, el que nadie
le podría arrebatar, y por ello, se aferraba a sus historias, como
si fueran lo más sagrado de su vida, pensando que sin ellas se moriría,
porque era en esos momentos cuando sentía que realmente estaba enamorada,
enamorada de su amante secreto, de ese hombre que la mimaba y la deshacía
en caricias y palabras bonitas; de ese hombre con el que hacía el
amor imaginariamente mientras con sus manos se auto complacía.
Las horas del día pasaban mientras ella seguía
superponiendo sus fantasías sobre una realidad que no podía ni debía
cambiar para no alterar el orden natural de las cosas.
Hasta ese día, ella nunca había pensado en las
desventajas de su doble vida, pues eran dos mundos tan distintos que
apenas se relacionaban. El primer mundo, el de sus fantasías, manejable,
blando, dúctil, moldeable según sus necesidades, un mundo a su medida,
en el que nadie intervenía para cambiar sus planes, y el segundo,
el mundo real, rígido, marmóreo, inamovible, impuesto, un mundo en
el que ella no podía intervenir para cambiar su rumbo, un mundo lejano
a sus más íntimos deseos, ajeno a su voluntad, un mundo sobre el que
ella andaba de puntillas, en silencio, sin alterar a su paso ni el
polvo del aire por el que tímidamente se movía. Jamás, hasta ese día,
se había planteado unir esos dos mundos y vivir una única vida. Hasta
ese día.
Aquella tarde, después de comer, escribió en
su diario:
«Arrebátame el surco de mis días, que ya
no tengo ganas de guardar.
Arrebátame las sombras que me sobran
Que un solo sol mi alma implora.
Un solo amor, una sola vida,
Una sola ilusión por vivir la única dicha que me toca.
Dime cuál es mi verdadera luz,
El universo que me espera.
Dime cual es la verdadera naturaleza de este mundo,
Si es maleable o si es marmórea,
Dime cómo será esta vida sin su dualidad peligrosa».
Aquel día, al caer la tarde, miraba al horizonte,
sintiendo el cielo a su alrededor, envolviéndola como si estuviera
en el centro de una cúpula en la que las montañas conformaban su base
esférica.
Como todas las tardes en soledad, sus ojos se
humedecían y veía el mundo a través de sus lágrimas, temblando al
contemplar el universo que se abría sobre sí misma, desconcertada
por la intensidad de su profunda tristeza. Pero ese día, a diferencia
de los demás, un intenso vacío interior se apoderaba de ella hasta
hacerla vomitar.
Se preguntaba si merecía la pena continuar viviendo
en ese letargo aparentemente complaciente, cuando toda ella lloraba
por dentro sin consuelo, día tras día, siempre perdida entre sus atormentados
sentimientos, emociones que escondía en lo más profundo de su ser,
siempre pendiente de que no se asomasen nunca al exterior para que
nadie, jamás, se los pudiera adivinar.
Necesitaba salir, tomar aire, romperse a llorar
para despertar de su largo y profundo sueño, un sueño que le había
negado siempre a sí misma, que le había hecho perderse a sí misma
con otras vidas que no existían.
Se dio cuenta de que ya no le satisfacían tanto
sus fantasías, ya no quería cerrar los ojos a su realidad, quería
contemplarse a sí misma, escuchar sus sollozos, abrirse desde dentro
y darse la vuelta para dejar lo de dentro hacia fuera, deseaba entender
lo que emanaba cada tarde de lo más profundo de su ser y provocaba
en ella ese desasosiego interior; sus lágrimas, ¿qué escondían esas
lágrimas que cada día salían de su ser, intentando quizás ser un punto
de conexión entre esos dos mundos que apenas se conocían, su mundo
interior de fantasías y el mundo real? Porque entre esos dos mundos
se había formado un surco que cada vez se agrandaba más, y porque
ya no estaba tan segura de que su realidad fuera tan inalterable que
su voluntad no la pudiera modificar. Quería descubrir la verdad, saber
la causa de sus tristezas, por qué ese vacío tan intenso la había
revuelto tanto por dentro.
Supo entonces que su vida no era en absoluto
la que ella deseaba, no era feliz, se había engañado a sí misma tantas
veces que había acabado creyendo que su vida tenía que ser así, tan
inamovible como un árbol centenario cuyas raíces se hubieran apoderado
de su alma y apenas pudiera ver ya su propia verdad, tan aprisionada
en su mundo irreal que apenas podía respirar. Entonces pensó que quitaría
esas raíces que crecieron sin su consentimiento y comenzaría a plantar
dentro de sí misma su árbol verdadero, le ayudaría a crecer, le educaría
con cariño y se formaría una mujer de verdad, con sus propios criterios.
Su fantasía, esa que calmó el dolor de su soledad, no volvería a ser
el refugio de sus miedos, de su miedo a luchar contra el árbol centenario
de las creencias impuestas.
Lentamente, comenzó a girar sobre sí misma con
los brazos en cruz, observando cómo el aire se alteraba a su paso,
cómo las partículas de polvo visibles a través de los rayos del sol,
se movían rápidamente ante los movimientos circulares de su cuerpo
y entendió que la realidad no era inalterable, que el mundo exterior
interaccionaba con ella ante el más minúsculo movimiento, porque ante
un pequeño soplo de aire, miles de partículas se alejaban de ella
y otras miles se acercaban en un aparente desorden impredecible, lo
que hacía que el universo no fuera igual un instante antes que el
otro, y era ella, ella misma, quien estaba siendo responsable de esa
alteración, ella estaba conformando el mundo junto a los millones
de vidas que había sobre la tierra.
Ella acababa de despertar a la realidad, estaba
descubriendo su verdad, empezaba a ser consciente de lo que ya sabíamos
desde el principio, es decir, que estaba viviendo en una ficción,
un engaño para no alterar el inalterable orden de la civilización,
creyendo que amaba a su marido, creyendo que le pertenecía en cuerpo
y alma, creyendo que estaba ligada a él por imperativo vital hasta
que la muerte los separase, creyendo que ella no tenía derecho a ser
como quería ser, creyéndose culpable por no tener hijos, culpable
por sentirse mal, culpable por haber nacido, por llorar, creyendo
que las injusticias eran el estado natural de las cosas; creyendo
que ella no existía más que en función de los demás, para complacer
a los demás, nunca para ella misma.
Antes de que llegara su marido, esa misma noche,
María abandonó su casa. No sabemos dónde, pero se fue a conocer mejor
lo que había descubierto ese día dentro de sí misma, formando su propio
camino. No sabemos tampoco cómo termina, sólo sabemos que por primera
vez en su vida, fue fiel a sí misma.
Antes de marchar, sobre la mesa del comedor,
dejó escrita una carta a su marido.
«Quizás, somos dos almas perdidas y encerradas
en el laberíntico mundo del bienestar, del bien–pensar, del bien–hacer,
cuando nuestros corazones, quizás, si fueran libres, se pudieran amar
de verdad, pero somos presos de nuestras propias creencias. Creencias
que hicieron nuestras sin quererlo, creencias que nos metieron desde
que nacimos con embudos, muy a nuestro pesar, y con ellas crecimos,
creyendo ya que por derecho natural eran propias y no ajenas, creencias
que hacen daño, que hieren hasta matar nuestra libertad. Yo no soy
tuya, no soy de nadie, aunque me lo creyera, soy de mí misma y de
nadie más, pero ¿cómo apartarte de mí, si tanto tú como yo somos víctimas
de la misma perversión? Tú porque me tienes como una carga de responsabilidad
sobre ti y yo porque te tengo como mi amo y señor. Ya no quiero seguir
viviendo de fantasías por no cambiar la realidad, por no atreverme
a echar de mi interior las falacias que han ido formando mi yo, pero
no me gusta ese yo, quiero vivir mi vida de verdad, sin tenerme que
inventar otra, quiero que mi vida sea la que deseo vivir, y por eso,
tengo que apartarme de ti, ser yo misma y encontrar a esa mujer a
la que nunca escuché, esa mujer a la que quiero querer, defender su
libertad por encima de todo..., y sobre todo, quererme a mí misma.
Y después, sólo después, quizás te vuelva a encontrar».
Y tras escribir esto, por primera vez, María
se sintió bien dentro de su cuerpo y de su alma, unida a sí misma,
en paz con el mundo que la rodeaba; se sintió liviana, al otro lado
de la cárcel de imposiciones en la que se había sentido encerrada
durante toda su vida, se sintió etérea, alegre, pero con una alegría
interior que no había conocido antes, grande por dentro, segura de
lo que hacía, dueña de su propia vida, convencida de que este era
su mundo y que merecía la pena vivirlo, segura de que ella tenía derecho
a estar en este mundo, y entendió, por primera vez en su vida, que
había algo por lo que merecía la pena vivir: conquistar su propia
libertad.
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LA AUTORA:
venturada[at]sproa.com
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía
por
Pedro M. Martínez © (Esta imagen fue publicada, posteriormente,
en el libro Pasen al fondo, Edición personal del autor, 2017.
Un vídeo de presentación de este libro se puede ver
pulsando aquí).
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