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FOTOGRAFÍA: Pedro M. Martínez Corada

Soledad en la sombra
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Helena Díaz Román

Hacía frío en aquella mañana estival, cuando las madrugadas salían de sus nidos cantando sobre el bosque de encinas frente al balcón de su dormitorio. El atisbo de luz que asomaba entre las ramas de los quejigos, despierta, a duras penas, como cada día, su cuerpo cansino. Su alma de mujer, encerrada en la prisión de esa calma sombría, aprisiona su pecho hasta tener la impresión de ahogarse en su propia letanía.

Ignora, hasta el momento, que ya no le quiere, que la enseñaron a servirle como quien sirve a su dueño, porque ella cree que le pertenece por completo, en cuerpo y alma, aunque su alma se pierde sin dueño cada madrugada, y vuela alejada de su piel al son del viento, mientras sueña, en secreto, con una vida diferente, con otro hombre, en otro lugar, en otro tiempo.

Arrastrando sus pies aún dormidos, se dirigió hacia la cocina para hacerle el desayuno. Hacía tiempo que ya no esperaba sus besos, sólo deseaba que por alguna gracia del destino, o por algún milagroso sueño, hubiera desaparecido el mal humor que en los últimos días se había instalado en el carácter de su marido.

Le despertó suavemente, teniendo mucho cuidado para no interrumpir bruscamente sus sueños, temiendo que al despertar volviesen las malas caras, el gesto huraño y el tono de su voz alterado por la brusquedad de su genio.

Pensaba que aún le amaba, pensaba que en el fondo y a pesar de sus días sombríos, sentía todavía amor, ese amor que por el orden natural de las cosas y por su estricto sentido del deber, tenía que sentir por ser su marido. Ella nació para casarse y tener hijos, para querer a su marido, para amarle y servirle, eso le enseñó su madre, a su madre se lo enseñó su abuela, y así a lo largo de muchas generaciones, se fueron educando las mujeres y los hombres de su familia y de las otras familias de su entorno para poder formar ese orden «natural» de la vida.

Aquella mañana, afortunadamente, sus deseos se convirtieron en realidad cuando comprobó que al abrir los ojos, su marido la miró sin fruncir el ceño, con un gesto más bien relajado que ella atribuyó a algún agradable sueño. Ella agradeció el cambio de humor besándole suavemente en la mejilla y susurrándole al oído que su desayuno estaba listo.

Él nunca podría perdonarla que no hubiera tenido hijos. La mujer, por naturaleza, debía tener descendencia para asegurar la continuidad de la especie, pero sobretodo, para asegurar la continuidad de sus propios genes. De hecho, en su familia, que él recordara o que le hubieran contado, nunca se había dado un caso de infertilidad similar al suyo, razón por la cual él estaba convencido de que el problema era de ella. Por eso él la consideraba una mujer incompleta, una especie de «aberración» de la naturaleza, pues pensaba que Dios hizo a la mujer con un cuerpo bello para que el hombre se sintiera atraído por ella y la poseyera con el fin de procrear. Eso le han enseñado sus padres, su cultura, a sus padres sus abuelos, y así, a lo largo de la historia de la humanidad, se había ido perfilando el orden natural de las cosas.

Él creía que aún la amaba, aunque no estaba muy seguro ya. En realidad, lo que sí era seguro es que la necesitaba. La necesitaba para mantener el ritmo normal de su vida cotidiana, para tener la comida lista, para tener su ropa limpia y planchada, pero también para tener compañía cuando llegaba a casa cansado de trabajar. Realmente, se alegraba al verla por las noches con su belleza aún intacta a pesar de sus casi cuarenta años, se alegraba y le agradecía mucho su forma de despertarle por las mañanas, suavemente y con esa voz pálida susurrándole al oído que el café estaba listo.

Sabía que a veces era huraño con ella, que perdía los nervios demasiado pronto por tonterías, que ponía mala cara sin venir a cuento, cuando por ejemplo ella le preguntaba qué tal le había ido el día. Se daba cuenta de un montón de malos gestos que ella no se merecía, pero cuando el cansancio y los problemas del trabajo se adueñaban de él, perdía un poco el norte y todas las tensiones acumuladas a lo largo del día, salían en forma de veneno por su boca, como si se tratara de la lava de un volcán que arrasara lo que más cerca tenía.

Por supuesto, le hubiera gustado mostrarse más cariñoso con ella en los últimos años, pero no podía, todos sus intentos en este sentido eran fallidos, y por más que lo intentara, siempre acababa metiendo la pata con alguna salida de tono, con algún comentario que la hacía daño..., y así, poco a poco, se le habían olvidado aquellas caricias que prodigaba por todo el cuerpo de su mujer, aquellos besos eternos que mantenían mientras hacían el amor al poco tiempo de casados. Al final, la rutina, los desencantos, los reproches, el aburrimiento, el cansancio al llegar a casa después del trabajo, fueron matando poco a poco su deseo de abrazarla, de acariciarla y de amarla.

Se engañaba pensando que ese era el estado natural de las cosas, que en realidad la seguía queriendo a pesar de todo, pues él era sin duda un buen hombre, con un alto grado del sentido del deber, haciendo lo que se sentía obligado a hacer: llevaba el dinero a casa, trabajaba ocho horas diarias, no bebía en exceso..., y, aunque era infiel en algunas ocasiones con una compañera de trabajo, jamás había pensado en abandonarla porque se sentía responsable de su mujer, ella le pertenecía en cuerpo y alma. Al casarse, ambos firmaron que sería así para toda la vida, hasta que la muerte los separase. En el fondo, no se quejaba de nada, la resignación dio paso a la rutina y la rutina le daba seguridad, aunque algunas veces se rompía cuando por necesidades del trabajo, tenía que estar varios días fuera de su ciudad y aprovechaba la oportunidad de estar con su amante-compañera de trabajo. Pero estaba convencido de que eso tampoco era tan malo, ya que cuando volvía, se sentía de mejor humor, le compraba algún regalo a su mujer y ella se sentía más contenta durante unos días.

Aquella mañana, él la miró al despertar y la encontró especialmente bella. Deseaba decírselo, pero sus palabras se ahogaban como siempre antes de que pudieran ser audibles, como si en su recorrido desde el cerebro hubiera un océano de temores bajo el que perecía cualquier intento de expresión de sus emociones. Con la primera derrota de sus palabras muertas congelándole la boca, se levantó con movimientos lentos y cansinos, mientras pensaba por el pasillo la manera de demostrarle a su mujer algo más de cariño. Desayunaba con pereza, mientras ella le miraba atenta a sus necesidades, esperando cualquier gesto de él para adelantarse, solícita, a sus deseos, quizás para acercarle el azucarero, para echarle algo más de leche en el café, o para encontrar rápidamente un mechero para encenderle el cigarrillo que se sacaba del bolsillo.

Apenas sin mediar palabra entre ambos, se despidieron con un frío roce en las mejillas, para irse a trabajar él como auditor de cuentas a una oficina en el barrio de Salamanca, mientras pensaba en un ramo de flores que podría regalarla esa misma noche al volver del trabajo para expresar lo que con palabras no era capaz, para pedirla perdón por su mal humor, para intentar resarcirla de los malos momentos que le había hecho pasar en los últimos tiempos.

Él no sabía aún que esa era la última vez que se despediría de su mujer.

Mientras él trabajaba, ella hacía las camas, fregaba los platos de la cena y del desayuno, limpiaba la casa a toda velocidad, hacía la comida y se sentaba, exhausta, frente al televisor, a tiempo de ver su programa matinal favorito donde contaban los cotilleos de la vida de los demás y se olvidaba de la suya durante unas horas. Después continuaba con las teleseries de amores pasionales, lo que le daba pié a imaginarse un montón de historias en las que ella era la protagonista: una mujer felizmente casada, se enamoraba locamente de otro hombre y dejaba a su marido para irse a otro país con su amante. El final de esas historias así como el protagonista masculino variaban mucho según el día; unas veces se imaginaba que encontraba la felicidad eterna junto al amante, tras superar todo tipo de vicisitudes para defender su amor en una sociedad que se oponía; en otras ocasiones el amor sucumbía ante las presiones de la hipocresía y esa historia, perfecta en sus inicios, cambiaba bruscamente de rumbo y acababa en tragedia. El amante, arrepentido de su locura, volvía con su esposa, y ella se quedaba sola, esperando eternamente en la estación del tren, como Penélope en su canción favorita. Tan fuerte era su vínculo con estas fantasías, que cuando imaginaba un final trágico sentía que el peso del mundo caía sobre ella, dejándola agotada anímica y físicamente, como si su cuerpo y su alma estuvieran soportando una fuerza sobrehumana que la presionara contra el suelo.

Sus historias, ajenas al insustancial mundo real, le pertenecían más que ninguna otra cosa en su vida, su imaginación, lugar vedado al intrusismo de los demás, su refugio personal era, a pesar del sufrimiento que a veces le producía, su única y más querida cualidad; su imaginación era su espacio de libertad, el que nadie le podría arrebatar, y por ello, se aferraba a sus historias, como si fueran lo más sagrado de su vida, pensando que sin ellas se moriría, porque era en esos momentos cuando sentía que realmente estaba enamorada, enamorada de su amante secreto, de ese hombre que la mimaba y la deshacía en caricias y palabras bonitas; de ese hombre con el que hacía el amor imaginariamente mientras con sus manos se auto complacía.

Las horas del día pasaban mientras ella seguía superponiendo sus fantasías sobre una realidad que no podía ni debía cambiar para no alterar el orden natural de las cosas.

Hasta ese día, ella nunca había pensado en las desventajas de su doble vida, pues eran dos mundos tan distintos que apenas se relacionaban. El primer mundo, el de sus fantasías, manejable, blando, dúctil, moldeable según sus necesidades, un mundo a su medida, en el que nadie intervenía para cambiar sus planes, y el segundo, el mundo real, rígido, marmóreo, inamovible, impuesto, un mundo en el que ella no podía intervenir para cambiar su rumbo, un mundo lejano a sus más íntimos deseos, ajeno a su voluntad, un mundo sobre el que ella andaba de puntillas, en silencio, sin alterar a su paso ni el polvo del aire por el que tímidamente se movía. Jamás, hasta ese día, se había planteado unir esos dos mundos y vivir una única vida. Hasta ese día.

Aquella tarde, después de comer, escribió en su diario:

«Arrebátame el surco de mis días, que ya no tengo ganas de guardar.
Arrebátame las sombras que me sobran
Que un solo sol mi alma implora.
Un solo amor, una sola vida,
Una sola ilusión por vivir la única dicha que me toca.
Dime cuál es mi verdadera luz,
El universo que me espera.
Dime cual es la verdadera naturaleza de este mundo,
Si es maleable o si es marmórea,
Dime cómo será esta vida sin su dualidad peligrosa».

Aquel día, al caer la tarde, miraba al horizonte, sintiendo el cielo a su alrededor, envolviéndola como si estuviera en el centro de una cúpula en la que las montañas conformaban su base esférica.

Como todas las tardes en soledad, sus ojos se humedecían y veía el mundo a través de sus lágrimas, temblando al contemplar el universo que se abría sobre sí misma, desconcertada por la intensidad de su profunda tristeza. Pero ese día, a diferencia de los demás, un intenso vacío interior se apoderaba de ella hasta hacerla vomitar.

Se preguntaba si merecía la pena continuar viviendo en ese letargo aparentemente complaciente, cuando toda ella lloraba por dentro sin consuelo, día tras día, siempre perdida entre sus atormentados sentimientos, emociones que escondía en lo más profundo de su ser, siempre pendiente de que no se asomasen nunca al exterior para que nadie, jamás, se los pudiera adivinar.

Necesitaba salir, tomar aire, romperse a llorar para despertar de su largo y profundo sueño, un sueño que le había negado siempre a sí misma, que le había hecho perderse a sí misma con otras vidas que no existían.

Se dio cuenta de que ya no le satisfacían tanto sus fantasías, ya no quería cerrar los ojos a su realidad, quería contemplarse a sí misma, escuchar sus sollozos, abrirse desde dentro y darse la vuelta para dejar lo de dentro hacia fuera, deseaba entender lo que emanaba cada tarde de lo más profundo de su ser y provocaba en ella ese desasosiego interior; sus lágrimas, ¿qué escondían esas lágrimas que cada día salían de su ser, intentando quizás ser un punto de conexión entre esos dos mundos que apenas se conocían, su mundo interior de fantasías y el mundo real? Porque entre esos dos mundos se había formado un surco que cada vez se agrandaba más, y porque ya no estaba tan segura de que su realidad fuera tan inalterable que su voluntad no la pudiera modificar. Quería descubrir la verdad, saber la causa de sus tristezas, por qué ese vacío tan intenso la había revuelto tanto por dentro.

Supo entonces que su vida no era en absoluto la que ella deseaba, no era feliz, se había engañado a sí misma tantas veces que había acabado creyendo que su vida tenía que ser así, tan inamovible como un árbol centenario cuyas raíces se hubieran apoderado de su alma y apenas pudiera ver ya su propia verdad, tan aprisionada en su mundo irreal que apenas podía respirar. Entonces pensó que quitaría esas raíces que crecieron sin su consentimiento y comenzaría a plantar dentro de sí misma su árbol verdadero, le ayudaría a crecer, le educaría con cariño y se formaría una mujer de verdad, con sus propios criterios. Su fantasía, esa que calmó el dolor de su soledad, no volvería a ser el refugio de sus miedos, de su miedo a luchar contra el árbol centenario de las creencias impuestas.

Lentamente, comenzó a girar sobre sí misma con los brazos en cruz, observando cómo el aire se alteraba a su paso, cómo las partículas de polvo visibles a través de los rayos del sol, se movían rápidamente ante los movimientos circulares de su cuerpo y entendió que la realidad no era inalterable, que el mundo exterior interaccionaba con ella ante el más minúsculo movimiento, porque ante un pequeño soplo de aire, miles de partículas se alejaban de ella y otras miles se acercaban en un aparente desorden impredecible, lo que hacía que el universo no fuera igual un instante antes que el otro, y era ella, ella misma, quien estaba siendo responsable de esa alteración, ella estaba conformando el mundo junto a los millones de vidas que había sobre la tierra.

Ella acababa de despertar a la realidad, estaba descubriendo su verdad, empezaba a ser consciente de lo que ya sabíamos desde el principio, es decir, que estaba viviendo en una ficción, un engaño para no alterar el inalterable orden de la civilización, creyendo que amaba a su marido, creyendo que le pertenecía en cuerpo y alma, creyendo que estaba ligada a él por imperativo vital hasta que la muerte los separase, creyendo que ella no tenía derecho a ser como quería ser, creyéndose culpable por no tener hijos, culpable por sentirse mal, culpable por haber nacido, por llorar, creyendo que las injusticias eran el estado natural de las cosas; creyendo que ella no existía más que en función de los demás, para complacer a los demás, nunca para ella misma.

Antes de que llegara su marido, esa misma noche, María abandonó su casa. No sabemos dónde, pero se fue a conocer mejor lo que había descubierto ese día dentro de sí misma, formando su propio camino. No sabemos tampoco cómo termina, sólo sabemos que por primera vez en su vida, fue fiel a sí misma.

Antes de marchar, sobre la mesa del comedor, dejó escrita una carta a su marido.

«Quizás, somos dos almas perdidas y encerradas en el laberíntico mundo del bienestar, del bien–pensar, del bien–hacer, cuando nuestros corazones, quizás, si fueran libres, se pudieran amar de verdad, pero somos presos de nuestras propias creencias. Creencias que hicieron nuestras sin quererlo, creencias que nos metieron desde que nacimos con embudos, muy a nuestro pesar, y con ellas crecimos, creyendo ya que por derecho natural eran propias y no ajenas, creencias que hacen daño, que hieren hasta matar nuestra libertad. Yo no soy tuya, no soy de nadie, aunque me lo creyera, soy de mí misma y de nadie más, pero ¿cómo apartarte de mí, si tanto tú como yo somos víctimas de la misma perversión? Tú porque me tienes como una carga de responsabilidad sobre ti y yo porque te tengo como mi amo y señor. Ya no quiero seguir viviendo de fantasías por no cambiar la realidad, por no atreverme a echar de mi interior las falacias que han ido formando mi yo, pero no me gusta ese yo, quiero vivir mi vida de verdad, sin tenerme que inventar otra, quiero que mi vida sea la que deseo vivir, y por eso, tengo que apartarme de ti, ser yo misma y encontrar a esa mujer a la que nunca escuché, esa mujer a la que quiero querer, defender su libertad por encima de todo..., y sobre todo, quererme a mí misma. Y después, sólo después, quizás te vuelva a encontrar».

Y tras escribir esto, por primera vez, María se sintió bien dentro de su cuerpo y de su alma, unida a sí misma, en paz con el mundo que la rodeaba; se sintió liviana, al otro lado de la cárcel de imposiciones en la que se había sentido encerrada durante toda su vida, se sintió etérea, alegre, pero con una alegría interior que no había conocido antes, grande por dentro, segura de lo que hacía, dueña de su propia vida, convencida de que este era su mundo y que merecía la pena vivirlo, segura de que ella tenía derecho a estar en este mundo, y entendió, por primera vez en su vida, que había algo por lo que merecía la pena vivir: conquistar su propia libertad.


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venturada[at]sproa.com


ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez © (Esta imagen fue publicada, posteriormente, en el libro Pasen al fondo, Edición personal del autor, 2017. Un vídeo de presentación de este libro se puede ver pulsando aquí).