El regreso, un cuento
en Navidad
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Nadia Contreras
Aquella mañana lo vi
por primera vez. No era muy joven, pero tampoco muy viejo, a pesar
de su cara carcomida por el cansancio. Yo, para entonces, había experimentado
cierta soledad; incluso, cierto aburrimiento.
De niño, de mucho más niño
—recuerdo—, me
gustaba la sensación esa de mis pies sobre la tierra de las veredas,
el autobús de la escuela hacia mi casa; las avenidas infinitas.
Eran días de cazar pájaros;
de escaparnos, Antonio y yo, a la hora del recreo y volver con el
corazón lleno de aventuras. Sin embargo, Antonio y yo ya no éramos
amigos, porque algo comenzaba a interponerse entre nosotros.
Pero no voy a hablar de Antonio,
sino del viejo de gabardina azul y lentes color verde como el fondo
de las botellas. De él quiero hablar y también de ese me «me
permites por favor», cuando sin querer,
sin intentarlo siquiera, mi cuerpo se interponía en su camino.
Escuché apenas su voz. Pero
no era voz, era más bien un murmullo, un lamento venido de muy lejos.
Luego, el silencio: el amargo silencio de la calle empolvada, los
niños sin ilusiones; las mujeres empañadas por la lluvia del desconcierto.
En los últimos meses
—recuerdo— los
aviones se habían convertido en mi obsesión. El ruido de los motores,
su descenso y el largo chillido de las llantas. Había algo en sus
alas que me hacía olvidar el tiempo y entonces podía soñar, imaginar
grandes ciudades, autos en un ir y venir continuo de estremecimiento.
No obstante, contemplar al
viejo, seguir sus pasos, adivinar sus pensamientos, eran mi tarea
diaria.
No, no era alguien que pareciera
especial. Más bien, común y monótono como tantos muchos otros hombres
que caminan, tomando uno que otro objeto tirado sobre el suelo: una
moneda, un lápiz, una fotografía.
Fue así que comenzó entre
nosotros una amistad de silencio, de frases robadas, de pensamientos
obtenidos a fuerza de tirabuzón. Supe entonces que en algún tiempo
tuvo una familia; que en ese tiempo había sido esposo y padre de un
hijo tan maravilloso como los recuerdos.
Mas qué importan los recuerdos,
lo agrio de la sal en el único plato de comida. Su alma como la mía
estaba dividida. Y fue así que comencé a visitarlo todas las tardes
de los días siguientes, e insultar a coro, cada segundo de la vida;
despreciar el canto de los pájaros, lapidar una y otra vez el vuelo
blanco de las palomas.
Y sí, ni Antonio, en su gusto
excesivo por las mujeres, ni mi madre —sumida
en el sueño del alcohol—, sabían de mis
visitas clandestinas con el viejo, que para esto, en la evocación,
se ha limpiado el sudor de la frente y se escucha el zumbido largo
de las moscas, su aleteo de vidrio frente el aburrimiento.
¿O será mi madre que se marcha,
su breve despedida y la carcajada del hombre? ¿Será la casa, esta
maldita casa tirada al olvido, a la herrumbre? Pero no, no es la casa
sino el amor de mi madre para con el hombre que la abraza y la besa
en ese amor entregado a la misericordia del cuerpo, de la carne.
El viejo, por tanto, era todo
para mí. No así el día en que su historia cambió de repente, y fue
entonces, cuando encontré su rostro alegre frente al espejo. La vida,
de un día para otro se llenó de luces y nunca diciembre fue tan festivo,
tan acerbo. Te diré, pues, que me fue imposible soportar la felicidad
del viejo.
¿Qué pasó? Lo ignoro. Sólo
sé que el viejo rejuveneció de un día para otro; que una vez más se
sentía alegre y jovial como para cantar todas las mañanas, saludar
a la gente; escribir una que otra carta. Efectivamente había cambiado
y su cara reflejaba esa tranquilidad que yo hubiera querido encontrar
bajo mis párpados.
Dejó de fanfarronear, de maldecir
los días helados de diciembre, de gritarles a los chiquillos que lo
dejaran «por favor»
dormir la siesta. Su alma, esa alma dividida, ahora era un corazón
tirado por gaviotas, por el aleteo alegre de las gaviotas.
Fue por eso que comencé a
odiarlo; que le reclamé una y mil veces la felicidad, «porque
nadie, absolutamente nadie tiene derecho a la felicidad, sólo mi madre».
Sí, era el odio, pero más que odio, el rencor acumulado contra ella
y mi padre por siempre desconocido.
Miraba luego los otros niños,
sus grandes mochilas, sus libros, el brillo de sus ojos tan semejantes
a la luz de las luciérnagas. Y efectivamente, no era uno de ellos;
sí aquel hombre, entre una borrachera y otra, entre una alucinación
y la del día siguiente.
Pero qué importaban las borracheras
y el llanto tirado en las banquetas. Ella, estaba ahí y también mi
afán, ese sabroso afán de maldecir al viejo; maldecir su felicidad
repentina, su gabardina azul, sus lentes «asientos
de botella».
Mayela, en cambio, era mi
único refugio, su cuerpo tibio después del baño, sus ojos color azul
como un día fueron los ojos de mi madre.
Es cierto —dije—
son impresionantes los aviones; pero ya para entonces, no pensaba
ni siquiera en el zumbido de las moscas, en sus alas tan efímeras
como el aire. Pensaba en Mayela, en su habitación perfumada por el
incienso y su cuerpo como un respiro.
No te miento, en verdad no
te miento, pero yo podía ver a través de ella. Ella era mis ojos y
también el agua, el bosque. Mas vivir es volver por los mismos caminos,
anudar las agujetas de los zapatos y emprender el retorno a lo que
somos, a lo que fuimos.
Yo hubiese dado todo por ordenar
mi vida. Me encargaría de Mayela, de sus desvelos, de las tareas cotidianas.
Pero ¿por qué debemos limpiar el polvo, lavar la grasa, sacar el excremento
de los gatos?
Y dime: ¿quién dicta las leyes
de la felicidad? Todo era tan lejano; incluso el momento aquel en
que decidió echar por la ventana el amor, la ternura; la promesa aquella
de amarnos.
Fue entonces que pensé en
el viejo y en los días de navidad llenos de luces, árboles agigantados
por el alboroto de los niños. Veía el escenario perfecto de la felicidad
y los papás y las mamás comprando el regalo perfecto: el reloj, la
pulsera, los autos de control remoto, la bicicleta.
Había tantas cosas para abrazar
con ese amor. Pero dime, ¿quién, pese a la angustia, te da un tiro
en la cabeza; un vaso de veneno?
Intentaba lavar aunque sea
un poco mis ropas de los últimos meses. Sin embargo, pese a mi empeño,
en un segundo volvía a ser el hombre de pantalón roto, de camisa a
cuadros manchada por el desconsuelo y la incertidumbre.
Fue así que contra mi orgullo
volví a la casa del viejo, como lo hice aquella vez, mucho tiempo
antes. Apenas pudo reconocerme. El tiempo no había pasado en vano;
mas sus ojos brillaban, como brilla la luz de la navidad.
Me disculpé por el abandono,
por haberlo dejado al libre albedrío de los días de soledad y desamparo;
me disculpé por el odio, por los lentes que llevaba puestos, por su
gabardina azul, hecha pedazos.
Le dije que cuando lo abandoné
era casi un niño; un niño que nada sabía del mundo, de la vida en
el continuo trago de la derrota. Él, sin embargo, no quiso escuchar
ya nada y se limitó a encoger los hombros.
—Mañana es noche buena ¿verdad?
Pero ¿cómo dices que te llamas?
—Soy Agustín...
Agustín... el niño que vivió contigo. ¿Recuerdas
la noche en que me fui? Tú me abrazaste fuertemente hasta la última
campanada y me dijiste que estarías conmigo, por encima incluso de
los años. Tenías razón: siempre estuviste en mis pensamientos, en
mis angustias. Y mira, he vuelto.
—¿Quién dices que eres? Recuerdo
que hace algunos años conocí a un niño que tiene, incluso, un poco
de ti. Era un niño muy alegre, pero no alcanzó a cruzar y fui yo quien
tuvo que levantarlo de mitad de la calle.
Su madre apareció tres días
después pero para esto ya lo habíamos enterrado. Su madre lloró, lloró
como nunca había visto llorar a una mujer. Se disculpó frente a su
ataúd, se arrodilló y le pidió perdón por su abandono para con él.
Pero bueno, ya para qué te
cuento. Yo igual. Lo supe desde el momento en que los vi entrar por
la puerta. Sus caras eran tan luminosas, sus ojos. ¿Ves aquellas fotografías?
Son mi esposa y mi hijo. Y yo ya estoy con ellos.
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NADIA
CONTRERAS (Quesería, Colima, México, 1976).
Es autora de los poemarios Retratos de mujeres (Secretaría
de Cultura de Colima, 1999) Mar de cañaverales (La luciérnaga
editores, 2000) Figuraciones, eBook (Crunch! Editores, 2003),
y Agua inicial (El cálamo, 2003),
entre otros. Poemas suyos aparecen en las antologías Selección
de poesía mexicana contemporánea, Español-Portugués (Bianchi Editores/Ediciones
Pilar, 2002) y Árbol de variada luz, antología de poesía mexicana
actual 1992-2002, estudio, selección y notas de Rogelio Guedea (Universidad
de Colima, 2003). Recibió Mención Honorífica en el Premio Nacional
de Poesía Joven Elías Nandino 2001, y es Premio Estatal de la Juventud
Colima, 2002, así como Premio a proyectos culturales en la categoría
de poesía, 2003, otorgado por el Instituto Mexicano de la Juventud.
Tiene inédito el libro de ensayos La otra forma de amar en la poesía
de Alejandra Pizarnik. Actualmente es catedrática en la Universidad
Autónoma de La Laguna, Torreón, Coahuila.
WEB:
http://nadiacontreras.blogspot.com/
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* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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