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Higiene íntima
Patxi Irurzun


—Mierda puta— maldije, incapaz de conciliar el sueño. Por si fuera poco sólo me quedaba un cigarrillo. De todas maneras me levanté, lo encendí y me asomé a la ventana.

—Tiene gracia —pensé—. He dormido en miles de casas okupadas, portales meados, en la puta calle, le he pegado cientos de vueltas a esta mierda de ciudad para al final acabar a diez metros del mismo agujero de donde salí.

Me habían ligado los munipas hacía unos días en un descampado peleándome con monstruos peludos y fosforescentes, babeando ristras de ajos, sudando cerveza, kalimotxo, güiski de garrafón...

—Delirium tremens —diagnosticaron los matasanos.

Y después psiquiatras, asistentes sociales...:

—Felisín, tienes que integrarte socialmente..., reestructurar tu vida...

Eran como salvaeslips para tu alma. Querían mantener ésta bien limpita cuando sangrabas. Me acordé de mi abuelita, cómo solía recomendarme que llevara siempre la ropa interior inmaculada, por si tenía un accidente y, aunque a mi me parecía ridículo y agorero, también me ponía mis mejores gallumbos cuando salía con una chica. Lo de aquellos tipos, sin embargo, no lo pillaba, porque dentro de sus cálculos no entraban desgarros, menstruaciones, desnudos que pringaran tu higiene íntima.

Del hospital me habían conducido a aquel piso comunitario de los servicios sociales de Jamerdana, precisamente en Beirut, mi antiguo barrio y justo enfrente de la que fuera mi casa. Lo compartía con algún que otro majareta al que consideraban todavía reciclable. Como la basura. No sabía muy bien lo que esperaban de nosotros. Supongo que una existencia austera, dócil y despojada de pasión. Nada que tuviera que ver con la idea que tenía yo de la vida, pero me encontraba tan débil que no podía protestar. Tan débil y tan cómodo, para ser sincero. Es difícil elegir entre tus convicciones y un techo cubierto, a resguardo de la intemperie.

Me tiraba las noches en blanco y mirando por la ventana. Mirando melancólico otra ventana, la ventana de mi casa, enfrente, tras la cual tantas horas había pasado observando el mundo como un niño pobre ve girar un tiovivo.

A veces, cuando tenía 13 ó 14 años, solía meneármela cuando las chicas paseaban por la acera, me gustaba escuchar sus risas cantarinas y hacer coincidir los calambrazos en la columna con alguno de sus movimientos: una onda en el aire de sus cabelleras, el penduleo de sus nalgas, ah, ah, aaaaaah, de puta madre, pero después sentía un vacío dentro de mí, era como si expulsara toda mi vida interior diluida en semen, una pérdida de tiempo, no parecía haber ninguna chica dispuesta a recogerla y sólo servía para ensuciar las paredes. ¿Qué sentido tenía?

Desde pequeño había tenido esa mala costumbre: hacerme preguntas. Tal vez por eso era capaz de pasarme tardes enteras mirando a la gente allá abajo, a los otros niños jugando, a los adultos en grupo, charlando, discutiendo... Me sentía tan ajeno a ellos... Ninguno podía responder a esas preguntas y ese era el germen de la soledad, la tristeza y el dolor. Con el tiempo había aprendido a vivir con ellas. Eran malas hierbas que sulfaté primero con lágrimas, más tarde con cerveza, kalimotxo, güiski de garrafón, antes de que resecaran mi pradera, y a pesar de todo continuaban allá dentro, enredándose a mi corazón, estrangulándolo, y yo no podía evitar revolverme, y temía que al hacerlo hiciera una locura, que sé yo, matarme, o matar a otro...

—¿Cómo no va sentirse un hombre solo, cómo no va a volverse majareta si ni siquiera es capaz de conocerse a si mismo?— me preguntaba ahora, y deseé tener una botella a mano, porque lo más parecido a una respuesta se encontraba casi siempre en el fondo de ella.

Tuve que conformarme con un cigarrillo y con seguir mirando la ventana de la que había sido durante años mi habitación. Las persianas aparecían descoloridas y carcomidas por la lluvia. Imaginé que nadie vivía en la casa. Cuando murió mi abuelita el propietario se apresuró en echarme a la calle. El contrato de alquiler del cual ella era titular pertenecía a los de renta antigua, pagábamos cuatro duros y eso le jodía particularmente. Ahora tenía el piso a su disposición pero vacío. Había miles de pisos vacíos en Jamerdana, mientras en la periferia se construían nuevos barrios y algunos teníamos que dormir en casas okupadas, en portales meados, en la puta calle. Al menos con los cuatro duros que le pagábamos aquel tipo habría tenido para el autobús, para venir de vez en cuando a Beirut, echarle una ojeada a su casa y sentirse así importante, un hombre de negocios.

Esas reflexiones me hacía cuando de repente unos pisos más abajo descubrí la figura espigadamente ágil de un adolescente colándose por otra ventana.

—¿Qué hace ese gilipollas? —me pregunté.

Hacía demasiado tiempo que no me enamoraba y había olvidado ciertas temeridades y urgencias que hacerlo implicaba. Tras la ventana una chica recibió al adolescente con un beso largo y apasionado, al que él se abandonó peligrosamente, pues dejó de asirse al alfeizar de la ventana para corresponderle con idéntica efusión. Por un momento permaneció flotando en el vacío (y me dio la impresión de que no le habría importado perder pie, llevarse como último recuerdo de esta mierda de mundo aquel beso) y finalmente entró a la habitación. Pude distinguir entonces el rostro de la chica. Me sonaba. Su nariz ligeramente respingona, sus labios carnosos como una fresa desventrada, los ojos oscuros encaramados a dos pómulos de piel roja y sobre todo un gesto tímido, como si se avergonzara de su hermosura, reforzándola paradójicamente con aquel apocamiento. Recordé una niña morenita mirando asustada cuando subíamos en el ascensor mis pelos de colores, la chupa llena de chapas, imperdibles... Hummmm. Claro que me sonaba, era mi vecinita, la del tercero.

—Joder, cómo pasa el tiempo —pensé.

Hacía sólo unos años jugaba a la goma en el portal y ahora allá estaba, arañándole la espalda a aquel muchacho. Me sentía un «voyeur» pero qué querían, yo había llegado antes, ya estaba allí fumando mi cigarrito cuando el chaval apareció en plan Spiderman. Y por otra parte ellos dos no se mostraban especialmente pudorosos, o su apasionamiento les había hecho olvidar todo lo demás, pues se desnudaban el uno al otro junto a la ventana. El chico besaba a la chica en el cuello y era como si inflara despacito un globo: el cuerpo de ella se convulsionaba leve e incontroladamente con cada caricia, dejando flotar deliciosamente su melena negra, casi azul, en el aire. Mi vecinita estaba preciosa y no pude evitarlo. Bueno, quizás ya no me encontrara tan débil como pensaba. Hacía días que no tenía una erección. Comencé a acariciarme y los calambrazos en la columna me trajeron en esta ocasión el recuerdo de Ione, no sabía por qué. Ione a la que tanto quise, sobre todo una vez que la perdí tontamente, egoísta de mí, en una borrachera cualquiera, como si fuera un mechero, la chupa, la dignidad, esas cosas que se pierden tontamente en borracheras de ese tipo.

La había conocido —en el sentido bíblico— durante una de ellas y la perdí en otra en que conocí —también en el sentido bíblico— a su mejor amiga; que en realidad no lo era. El oleaje del alcohol funciona de esa manera, a veces nos trae pequeños tesoros, caracolas, botellas con mensajes de la otra orilla y otras latas abolladas, botas despanzurradas, alquitrán...

Aquello había sucedido hacía mucho tiempo. Ahora tenía treinta y tantas primaveras como balas de plomo alojadas en mi corazón y Ione era una de ellas, pero nunca supe si quedó alguna muesca en el suyo. Sólo que lo superó con la cabeza alta, restañándose ella misma la herida, comprendiendo que no se merecía a un julai como yo.

Tal vez sí sabía porqué me había acordado de ella. Ione se parecía mucho a mi vecinita. Todo el mundo pensaba que era una mosquita muerta. Yo mismo lo creí hasta que nos acostamos y ella se comportó de aquella manera tan enérgica y desinhibida. Con cada una de mis embestidas sentía como si le arrebatara, hiciera añicos su secreto, aquella fuerza que guardaba celosamente en lo más recóndito de su interior para cuando fuera imprescindible. En un mundo de apariencias Ione me mostraba su excepcionalidad: ella no derrochaba energías para defenderse de las cosas triviales, prefería pasar desapercibida, ser incluso infravalorada, pero cuando había que dar la talla tampoco se rajaba, no se escondía ni traicionaba a los demás, como hacían muchos que por el contrario iban por la vida pisando fuerte. Ione era noble, podía parecer una mosquita muerta pero también te zumbaba en los oídos cuando la mierda se amontonaba alrededor, y quizás eso sólo lo sabía ella, era su aliento vital, que entonces en el asiento trasero de su buga expulsaba cada vez que yo se la metía. Y sin embargo no supe darme cuenta, yo también la menosprecié.

Sí, mi vecinita se parecía mucho a Ione y yo además de un voyeur me sentía canalla y hasta algo pedófilo, allá meneándomela, pero que querían, ya no era la niña que jugaba a la goma en el portal, ahora estaba follándose a Spiderman. Mi vecinita se parecía tanto a Ione que hasta hacía el amor de la misma manera, sentándose sobre el chico e introduciéndose despacito la polla, con pequeños, delicados vaivenes que no lastimaran su vagina chiquitita, aumentando el ritmo conforme la dilataba y apoyando las palmas de sus manos sobre el pecho del chico, como si le aplicara un masaje cardiaco que redoblara el bombeo de sangre a la entrepierna cuando se aproximaba al orgasmo.

Por mi parte, al llegar ese momento cerré los ojos y no fue a ellos dos a quienes vi, sino a Ione y a mi mismo, en el asiento trasero de su buga. Y luego me quedé junto a la ventana como hacía unos años, enfrente, en mi antigua casa: con los testículos vacíos, el alma lánguida y haciéndome preguntas. ¿Por qué me había permitido el lujo de perderla? Había estado toda mi vida solo, unas, pocas veces por puro pánico a ser feliz y la mayoría lamentándome, y entonces, cuando estuvieron al alcance de mi mano las dos cosas, compañía y felicidad, las dilapidé por un capricho, por unas botellas, algunos porros y un polvo rápido que además resultó un desastre. ¿Y por qué me daba cuenta ahora, después de tanto tiempo y de sopetón? ¿Qué había de íntegro en no concederle ninguna esperanza no ya sólo al matrimonio, la pareja, sino incluso al amor? Mis amigos se habían ido quedando por el camino con sus sueños de clase media —el pisito, el trabajo en la fábrica, los pitufos— pero eran felices mientras que yo me desintegraba, sólo y atormentado. ¿Qué había de vital en beberse a tragos la existencia si a la vez la dejabas vacía para los restos?

Vaya, tal vez me estaba haciendo viejo. O puede que después de todo, los matasanos, los psiquiatras, los asistentes sociales estuvieran haciendo bien su trabajo.

—Mierda puta —murmuré.

Quizás a la mañana siguiente me largara de aquel piso. Después de todo alguna vez el tiovivo también se detenía para que se montaran los niños pobres.

Miré por última vez hacia la ventana de mi vecinita. Los dos muchachos jadeaban, tumbados uno junto al otro, sin dejarse de acariciar después de haberse corrido. Ellos todavía eran jóvenes y nobles, como Ione. El chico encendió un cigarrillo, le dio una calada, besó después a Nuria y ella escupió el humo. Se rieron, se susurraron al oído balsámicas palabras de amor. Pensé que continuar espiándoles ahora sí que tenía delito, que había mucha más intimidad en aquello que en el propio acto sexual de hacía unos instantes.

Me volví pues hacia el colchón, me tumbé sobre él y deseé unirme a aquella ceremonia del humo en que los sentimientos caracoleaban en el aire pero ya no me quedaban más cigarrillos y tuve que conformarme con la plácida y lánguida tristeza después de la eyaculación.


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PATXI IRURZUN
, escritor pamplonica, ha sido distinguido con el premio Francisco Ynduráin para autores jóvenes que organiza el colectivo Bilaketa de Aoiz (2OO3).
Dirige el ciberfanzine Borraska (http://www.ctv.es/USERS/patxiirurzun/cero/index.html)

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©