Cita diaria con la muerte
por
Antonia de J. Corrales Fernández
Llovía con fuerza, pero a pesar de ello emprendió el camino con el ramo de rosas entre sus brazos. Cada tres pasos se detenía para sacudir el agua que caía sin piedad sobre las flores, que amenazaba con empapar la cinta malva. La lluvia resbalaba por la superficie del impermeable verde que le cubría el cuerpo hasta las corvas. La capucha, demasiado sucinta, dejaba al descubierto su incipiente alopecia.
Sintió no haber cogido el paraguas, no por él, sino porque no quería entregar las flores tan mojadas, tan mustias, que parecía que su belleza se hubiese licuado con cada una de las gotas que golpeaban los pétalos rojizos, casi encarnados.
«Aún es pronto», se dijo mirando el reloj de bolsillo y sonrió al recordar que no funcionaba, que sus manillas llevaban quietas desde que lo heredó. Hasta aquel día no lo había necesitado porque estaba habituado a guiarse por la sombra de los árboles, por la espantada que los coches al entrar en el recinto provocaban en las palomas, pero esa tarde las pichonas se habían resguardado y las nubes cubrían el cielo. Desde que comenzó a trabajar allí había pasado un año, un largo año en el que se acostumbró a la soledad, a no reconocer su voz, a dejar que fuesen los demás los que hablasen, por ello su queja fue muda, reduciéndose a un pensamiento que le hizo mover de izquierda a derecha la cabeza y plantearse la compra de otro reloj.
Cuando llegó a la puerta permaneció unos minutos quieto, mirando hacia el interior, contemplando como la oscuridad embargaba el recinto. Con los pies dentro del aguazal que invadía la entrada, imaginó la flaccidez de sus músculos; los párpados laxos, la mirada vacía, los pómulos afilados, su última mueca de dolor y, como siempre, el plañir insoportable de los suyos. Como en los casos anteriores se tomó su tiempo. Intentó no hacer suyo aquel dolor, pero todo fue en vano. Se acongojó y volvió a plantearse abandonar. Se dijo a sí mismo que aquella era la última vez, que tenía que dejarlo, que no podía soportarlo más. Permaneció frente a la entrada, con la mirada vidriosa y perdida, hasta que el murmullo del cortejo fúnebre lo sacó de su ensimismamiento.
Cuando todos llegaron colocó el ramo
de rosas sobre el féretro, abrió la cancela del panteón y ejerció,
una vez más, de enterrador.
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Antonia de J. Corrales
es una escritora madrileña. De su obra, citar que su relato
Siempre te querré fue distinguido con el 1.º Premio Fundación
José Banús y Pilar Calvo y Sánchez de León, en diciembre de 2001.
Fue finalista en el Certamen de Narrativa Corta Villa Torrecampo,
(Córdoba, mayo 2002) y en el VII Certamen Literario «Santoña...
La mar», de narrativa corta (agosto 2002). Su relato
Las lágrimas
del mar fue seleccionado en el 1.er Certamen Internacional
de Relato Breve
La Lectora Impaciente
(agosto 2003).
El relato aquí publicado resultó finalista en el Certamen «Las
500», convocado por la publicación
El malpensante.