Cinco palabras
por
Antonia de J. Corrales Fernández
Justino tomó asiento, subió el volumen del equipo de música y mirando el teclado colocó sus manos sobre él. Éstas quedaron, por unos instantes, suspendidas en el aire desafiando la gravedad con elegancia, sin atisbo alguno de pesadez. La forma arqueada de los dedos, la carencia de movimiento, evocaban la obertura de una gran obra. Tras deslizar su mano derecha por la superficie de su extensa calva, inclinó la cabeza buscando aquella tecla que parecía estar jugando al escondite. «Tendré que aprender mecanografía», se dijo pensativo. Ubicada, al fin, la letra n comenzó a escribir:
Necesito verte, saber cómo eres, dejar de imaginarte...
En la cocina, la cafetera gritaba histérica sobre la placa de vitrocerámica que Mercedes, su hija, le había obligado a instalar después de que un estofado de precognición se convirtiera en lo más semejante al carbón para barbacoa. Justino oía lejano el «pitido», el sonido agudo que aquel depósito de cafeína emitía sin descanso. Pero sus oídos eran como montañas, el «piii...» rebotaba de uno a otro convirtiéndose en una especie de eco que en vez de llamar su atención le hacía evadirse aún más de la realidad.
El tiempo, frente a
la pantalla, pasaba diferente, poseído por la imprecisión. Llevaba
horas pulsando el teclado, escribiendo en aquel archivo de «Word»
recién nacido deseos, esperanzas, que más tarde transcribiría
en el correo electrónico. Los signos de exclamación arropaban
las palabras más cercanas, aquellas que expresaban el sentimiento
que le trastornaba la razón. El de apertura parecía el brazo izquierdo
y el de cierre el derecho, dándole a la oración cobijo, calidez,
abrazando tras su lectura los pensamientos del destinatario.
El olor a café quemado recorrió el pequeño distribuidor que unía la cocina con el salón. A pesar de ello no se levantó. Su olfato, junto al sentido del gusto, le abandonaron hacía ya tres meses; después de la operación de retina de su ojo derecho:
—Me ha dejado usted casi ciego. Sepa que ha sido el culpable de que se me caiga la retina —dijo entonces, malhumorado.
—No sea usted grosero —contestó el oftalmólogo—. El desprendimiento de retina es muy frecuente después de una operación de cataratas.
—Papá, sabías el riesgo. No debes preocuparte de nada. Te lo he explicado varias veces; el láser hace milagros.
—Me da igual. Sólo quiero que este señor sepa que no soy tonto. En realidad, para mi trabajo que es lo que me preocupa, no me hace falta la vista; con un ojo me basto.
—Es degustador de aceites —respondió Mercedes mirando al especialista.
—Vaya. ¡Qué curioso! A mí siempre me ha llamado la atención esa profesión. Tendrá usted el estómago a prueba de ácidos. Yo soy de Toledo, allí tenemos unas olivas especiales.
—No diga usted tonterías,
allí lo que hay son unos magníficos ajos, y el mejor mazapán.
Usted es cirujano, ¿o no? —el médico asintió—. Pues a lo suyo.
La recuperación ocular fue satisfactoria, pero Justino perdió el olfato y el gusto en el mismo instante en que sus riñones eliminaron la anestesia. Fue tal la correspondencia temporal de los dos acontecimientos, que hubiera podido decirse que aquella micción se llevó al depósito de la sonda algo más que su orina, si no fuese porque dos meses antes de que su retina se dejara caer sin previo aviso, su mujer había muerto y tras su último aliento se fueron yendo silenciosas, cautas, sin mostrar sintomatología alguna, las cualidades que le acreditaban como uno de los mejores catadores de la comarca. Desde aquel momento la soledad no solo tomó posesión de aquella casa, sino que se instaló cómodamente en su corazón; en todo su ser. La desolación y la desidia se hicieron sentir. Justino permanecía inmóvil durante horas, frente a la pantalla del televisor, ajeno a todo lo que no formase parte de aquellas cuatro paredes, del recuento diario de los sucesos, del ver pasar las vidas ajenas.
Mercedes, consciente de la crisis emocional que atravesaba su progenitor, intentó ayudarle. Compró un ordenador y, sin explicaciones, sin decir una sola palabra, ella y su marido lo instalaron en la casa del padre.
Mientras escribía aquel mensaje, Justino, recordaba el día que se lo instalaron; hacía ya un mes. Consciente de lo que aquel regalo había supuesto para él, sonreía lleno de satisfacción:
«Algún día tendré que decírselo, pero antes será mejor que nos conozcamos..., ¡mucho mejor! Mi Mercedes pondrá el grito en el cielo, pobre mía la sorpresa que se llevará. Su padre enamorado de alguien a quién ni tan siquiera conoce» —pensó releyendo el comienzo del texto.
El diferencial saltó dejando la casa sin suministro eléctrico.
—¡Al carajo! —dijo irritado.
Se levantó, no sin antes desconectar el interruptor general del procesador que estaba debajo de la mesa. Con una expresión que evidenciaba nerviosismo se incorporó mirando hacia el techo. El humo acariciaba el marco de la puerta del salón. Sorprendido corrió hacia la cocina. El café estaba esparcido por toda la superficie de la placa y parte de él había invadido los bordes introduciéndose por las ranuras del aparato.
—Esto es lo que ha provocando el salto del diferencial —dijo mirando cómo el café parecía emprender una frenética huída que le conducía irremediablemente hacia las maltrechas resistencias—. ¡Qué cabeza la mía! —exclamó limpiando con premura la superficie. Después se apresuró a abrir la ventana y desconectar la placa de la red. El teléfono sonó:
—¿Papá? —preguntó Mercedes desde el otro lado de la línea.
—Pues claro, quien iba a ser. Aquí no vive nadie más. Bueno..., yo y mi ordenador.
—No empecemos. ¿Has desayunado? ¿No habrás tomado café? Sabes que te sube la tensión.
—¿Tensión?, a estas alturas...
—Hablo en serio.
—Lo sé. Pues claro que no. Estoy tomando un vaso de leche con galletas. Cuéntame que tal lo estáis pasando. Dime..., ¿cómo están mis niños?
—Muy bien, te mandan un beso. Están disfrutando lo suyo. La pena es que sólo nos queda una semana. ¡Cómo pasa el tiempo!
—A mí me lo vas a contar.
—Oye, hablando de contar. Cuéntame que tal te apañas con el ordenador. Ya le has cogido el truco al «ratón». ¿Y lo del Ciber?
—Sigo navegando. Internet es un gran invento. Hace unos días..., quiero decir una semana, que recibo correspondencia.
—Sí, ¡cuéntame! Es la mujer de la que me hablaste, ¿verdad?
—Sí. Se llama Adelaida. Nos mandamos e-mail. Este medio de comunicación ha sido una terapia para mi alma. Ha conseguido que mi soledad se esfume..., lo cierto es que la artífice de ello ha sido Adelaida.
—Es un nombre precioso. No sabes lo que me alegro. Ya te dije que hoy los amigos se hacen de muchas formas. Los tiempos cambian y la gente también debe cambiar. Ahora tengo que dejarte, nos vamos a desayunar, el horario del «buffet» se nos va. Besitos...
Justino colgó el teléfono y tras subir el diferencial conectó el procesador. Inhalo profundamente, estiró sus dedos y se dispuso a comenzar aquel mensaje dirigido a Adelaida que momentos antes se había desvanecido tras el corte de luz:
Hace unos momentos se fue la luz. Te había escrito, pero todo lo que te decía estará ahora perdido en el espacio, en el limbo de las palabras no nacidas. Intentaré retomar el texto. Necesito conocerte. No puedo seguir así, buscándote en los ojos de todas las mujeres que viven en la ciudad. ¡Déjame verte! Llevo varios días pensando que podríamos aprovechar esta cercanía. Que los dos residamos en la misma ciudad no puede ser una simple coincidencia. Tal vez el destino..., no lo sé. ¡Quedemos mañana! Dime tú el sitio. Se me ocurre que podríamos ver tiendas. Me dijiste que te gusta mirar escaparates, a mí también. ¡Por favor! Deja que tus palabras tomen cuerpo. Tuyo, Justino.
Adelaida no contestó. No lo hizo aquella noche ni los días posteriores. Pasados tres días en la misma situación, el desconcierto de Justino ante la primera falta de correspondencia le llevó a pensar que Adelaida podría haber interpretado erróneamente su último escrito, por ello decidió pedirle disculpas. Suplicando una palabra, una respuesta a sus dudas:
Espero que tu falta de respuesta no sea debida a enfermedad. Si fuese debido a que te molesté con el texto de mi último mensaje, te ruego me perdones. Adelaida, tus palabras cambiaron mi vida, mi estado de ánimo, se llevaron mi soledad. Aún recuerdo como nos conocimos. Tú abriste aquel maravilloso foro sobre el sabor del aceite de oliva, sobre los degustadores, en un apartado de pensamiento. ¿Recuerdas los comentarios? Todos te llamaron neurótica. Yo entendí lo que querías decir. Sé que sólo quieres mi amistad, lo sé, lo dijiste en repetidas ocasiones. ¡Lo siento! Siento haberme enamorado de ti. No era mi intención. Me parece de chiquillos, un absurdo, pero..., pocos me entienden. Tienes razón cuando dices que es culpa mía. Soy rancio de carácter, lo reconozco. En este medio me cuesta menos decir lo que siento, también sentir. Aquí todo es más simple. Has despertado emociones que creía olvidadas. Dame al menos una palabra que indique que aún sigues ahí, al otro lado de la red. Una sola palabra, ¡por favor! Tuyo Justino.
Aquellas fueron las últimas palabras que Justino envió al correo electrónico de Adelaida y como las anteriores no recibieron respuesta. Llevado por el sentimiento que le arrebataba la razón, volvió tras sus pasos recorriendo todos y cada uno de los foros de pensamiento. Buscó en ellos una expresión, un adjetivo, cualquier indicio dentro de lo escrito que le hiciera pensar que la autoría pertenecía a su amada. Su búsqueda fue estéril.
Cuando Mercedes regresó de sus vacaciones, su padre estaba sumido en una profunda depresión. Preocupada llamó al psiquiatra:
—Te dije que tu idea era descabellada, no sólo eso, muy peligrosa. No quisiste escucharme. Sólo ha servido para hacerle salir por unos días de la crisis. Creíste que tú eras la única que podía ayudarle —Mercedes lloraba—. Cálmate o necesitarás un relajante. No creo que la obsesión le dure mucho. Lo importante es que busque nuevas amistades...
Después de hablar con el especialista, Mercedes llamó a su marido:
—Es tu padre. Yo no puedo decirte nada más, lo hice en su momento, te dije que me parecía una locura. Deberíamos haberle llevado con nosotros. Es normal que se encuentre solo. Todos sabemos que tiene un carácter insufrible, pero es buena gente. No creo que la decisión que has tomado sea la mejor. Deberías haberte dado cuenta antes, sabías que esto era lo más fácil..., lo que suele suceder. Si te encuentras mejor hazlo, pero ten en cuenta que él puede tener una reacción inesperada. Puede ser nefasto para su estado emocional...
Aquella noche, el correo electrónico de Justino que permanecía conectado durante las veinticuatro horas del día desde que Adelaida desapareció, emitió un sonido casi olvidado para él. Justino estaba tendido en el sofá, mirando el televisor mientras sujetaba en su mano izquierda una taza con café al que daba vueltas con el dedo índice derecho. Tras oír el «din, don...» se levantó apresurado derramando el líquido del tazón. Obviando lo sucedido se acercó a la pantalla y presionó una de las teclas para que el monitor abandonase el periodo de pausa. Tras unos instantes «pinchó» tembloroso el icono del correo. El mensaje era de Adelaida. Gimoteando, llorando como un niño, leyó en voz alta las cinco palabras que había escritas en él:
Papá, ¡perdóname! Adelaida soy yo
«¡Dios de mi vida! Nunca habría podido imaginar esto. ¿Cómo he podido ser tan incauto? ¿Cómo hemos llegado a esta situación tan absurda?» Se dijo al tiempo que con su mano derecha secaba las lágrimas que iban humedeciendo su cara. Que ahogan su corazón. Tomó asiento, estiró sus manos, arqueó sus dedos y localizada la letra h dio comienzo al más doloroso e íntimo de sus conciertos literarios:
Hija, te quiero. ¡Siempre te he querido! Ahora no va a ser diferente, aunque no me guste lo que has hecho. Tu compasión ha descubierto mi desarraigo emocional, pero también ha sido la lente de aumento al mostrarme lo que mis ojos no podían, o no querían ver. Voy a salir, tomaré unas cervezas. Mañana quiero que vengas a desayunar conmigo, después iremos a ver tiendas, sé que te gusta mirar escaparates, eres igual que tu madre. Creo que eso fue lo que más me gustó de tus mensajes; la herencia genética. ¡Gracias por tu sinceridad! Por quererme tanto. Aun y después de esto seguiré buscando a Adelaida, pero es obvio que lo haré fuera de la red.
Tuyo Justino.
Desconectó el procesador, se dio una ducha y tras vestirse salió a la calle. Pensativo tomó el camino del parque en dirección a la terraza Los del Mus. Las plantas se dejaban mecer por el cálido viento, mientras el ronroneo de las hojas acariciaba los oídos de Justino. Se detuvo e inhaló el aire de aquella noche de verano. Acercando sus labios a una flor blanca dijo:
—¡Me gusta el olor del jazmín!
—A mí también —respondió una mujer que paseaba a un perro labrador...
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Antonia de J. Corrales es una autora madrileña.