La mar tenebrosa

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Raúl Roldán García

Prólogo:


A pesar de que la mañana del día 13 de abril de 1179 amaneció con el cielo cubierto de espesas y preñadas nubes, y que el viento soplaba desde el mar con una fuerza capaz de partir los mástiles y desgarrar las velas, Bernardo de Noja, patrón de la vieja carraca llamada Santa Ynes, decidió hacerse a la mar. El invierno se estaba alargando aquel año. Por lo general, para marzo las condiciones comenzaban a mejorar y los barcos podían enfrentarse a las bravas aguas del Cantábrico con confianza. Pero marzo terminó y abril había aparecido con visos de no querer mejorar las expectativas. Su pequeña nave hacía seis meses que dormitaba en el puerto de Santoña, y él y los diez marineros que tenía contratados, sólo podían mirar cada mañana al mar y esperar que de una vez las olas calmaran su furia. Desde finales de febrero un Importante cargamento de lana esperaba en los almacenes la hora en que fuera cargado en la Santa Ynes para ser luego llevado a las costas de Inglaterra y vendido. Su propietario, un rico hacendado de Burgos que esperaba sacar buenos dineros con aquella lana, comenzaba a impacientarse y no hacía más que mandar recaderos hasta Santoña por ver si el hombre al que había confiado su preciada carga se había hecho ya a la mar. Bernardo de Noja sabía que si el burgalés no queda satisfecho de sus servicios, nunca más haría negocios con él. Por ello, esa mañana, aunque todos los presentes en el puerto lo desaconsejaron, izó la vela latina de su vieja carraca y se hizo a la mar.

Los que vieron alejarse la pequeña nave, luchando con fiereza contra el irritado Cantábrico, creyeron en principio que, al fin y al cabo, los valientes marineros y su testarudo patrón iban a conseguirlo. El viento les dirigía hacia el norte, hacia alta mar, y allí las olas serían más manejables. Luego, la tormenta estalló cuando aún se divisaba, apenas un punto que aparecía y desaparecía en el mar, la vela en el horizonte. Entonces los más rezaron una plegaria pidiendo por las vidas de aquellos que partían.

La Santa Ynes jamás llegó a Inglaterra, y nunca más se la volvió a ver por Santoña ni por ningún puerto cercano. Tampoco de ninguno de sus marineros, ni de su patrón, se volvió a tener noticia. A nadie le cupo duda de que la vieja carraca había perdido su batalla contra el mar Cantábrico.

I

Descubrieron que llevaban un polizón al poco de estallar la tormenta. Dos marineros bajaron para asegurar los fardos de lana, que ya habían comenzado a soltarse presas del terrible vaivén que producían los muros de agua que el mar arrojaba sobre la nave. Le encontraron tirado bocabajo, escondido tras una barrica de agua, vomitando hasta el hígado, y pálido como la faz de la luna.

Furiosos como estaban por haber tenido que abandonar la tranquilidad del puerto en un día como aquel, los marineros tomaron sin lindezas al polizón y lo subieron a cubierta. Allí las ráfagas de viento eran cada vez más fuertes, y las olas traían y llevaban la nave a su antojo. El patrón se encontraba a popa, manejando el timón e impartiendo órdenes para combatir aquella terrible tormenta.

Lo llevaron ante él a empellones, de manera que entre los modos de los marineros y los golpes del mar, a poco estuvo de irse por la borda aquel polizón que a duras penas podía mantenerse en pie. El patrón no pareció turbarse en demasía por el descubrimiento, pues andaba con problemas peores en ese momento. Pero cuando los marinos dijeron que, aplicando la ley del mar, era justicia arrojar al furtivo por la borda, Bernardo de Noja les dijo:

—Dejad eso ahora, que ya nos ocuparemos más tarde, no sea que este demonio de mar nos lleve a todos también. Además, estamos muy cerca de la costa y este malandrín podría tener la suerte de alcanzarla. Haremos justicia cuando termine la tormenta. Para entonces no encontrará costa hacia la que nadar.

De modo que volvieron a arrojar al polizón a la bodega, le ataron bien atado a un fardo de lana y le dijeron:

—Estate ahí quieto hasta que la tormenta amaine. Entonces arreglaremos cuentas.

Y como para asegurarse de que el pobre hombre no se movería de allí, le dieron una buena tunda de patadas y puñetazos hasta dejarlo inconsciente.

Y así pasó el polizón largas horas amarrado a aquel fardo, sumido en un estado de aturdimiento en el que los sueños turbios y agitados se mezclaban con realidades no menos tenebrosas y meneadas de manera que nunca sabía cuando se encontraba en los unos y cuando en las otras. Constantemente le llegaba el sonido de los golpes de mar contra el casco de la nave, los silbidos salvajes del viento y los restallidos de los truenos, los gritos de los marineros en cubierta, así como sus presurosos pasos... De cuando en cuando alguno de los marineros bajaba a la bodega para volver a asegurar la carga, o para, armado de maderos y herramientas, cerrar alguna grieta abierta en el casco. Y el barco no paraba de subir y de bajar, y así lo hacían también su cabeza y su estómago, que hubiera seguido vomitando las entrañas de no ser porque no quedaban ya dentro de él ni entrañas que vomitar. ¿Cuántas fueron aquellas largas horas? Nunca lo supo. A la penumbra de la bodega se unían las sombras de su cabeza, por lo que le era difícil tener una referencia que de qué momento del día o la noche era. Sólo el dolor que causaba la cuerda con que estaba amarrado su cuerpo, especialmente en los brazos, le hacía comprender que ya era mucho el tiempo trascurrido.

Luego, cuando ya comprendió que iba a morir allí atado, sintió que unas manos aflojaban la cuerda y su cuerpo quedó libre. Como un trapo sin vida, no hizo el menor esfuerzo por enderezarse mientras se escurría de costado sobre la húmeda madera de la bodega. Sintió que le alzaban en volandas y le ponían en pie, obligándole a caminar aunque sus piernas no querían.

De pronto, tras el terrible esfuerzo de subir las empinadas y angostas escaleras, el sol le cegó al salir a cubierta. Olía a mar y una brisa suave le acarició el rostro. Parpadeando, pues la luz del día le hería las pupilas, pudo entrever que la tormenta había cesado y que, a pesar de todo, la vieja carraca seguía flotando sobre las olas del mar.

De nuevo le zarandearon de un lado a otro hasta que los hombres que lo llevaban se detuvieron. Ante él, de pie con el timón asido por una sola mano, encontró al hombre que antes, horas, días, años, antes, le fuera mostrado como el patrón del barco. El resto de los marineros estaban todos a su alrededor. Parecían cansados, pero enteros, como si luchar contra aquella tormenta no hubiera sido nada más penoso que una buena juerga.

El patrón comenzó a hablar. Apenas si podía el polizón entender lo que decía, pues su estado era tan lamentable que su mente se negaba a centrarse, e iba y venía, tal vez siguiendo la inercia de la pasada tormenta. Las palabras del patrón eran duras, e iban acompañadas de las risas y el regocijo de los presentes. Entonces cesaron y hubo un silencio, y el polizón, en un chispazo de entendimiento, comprendió que le había sido formulada una pregunta, y que de la respuesta que diera dependía su vida.

Aunque su mente estaba embotada y su garganta le ardía por la sed, el polizón comenzó a hablar. Comprendió que debía explicar el porqué de su presencia en aquel barco, de modo que contó su historia.

Dijo llamarse Tello, haber nacido en Osma, y ser juglar. De inmediato, uno de los marineros que le habían traído desde la bodega corroboró este último dato mostrando un laúd que, dijo, habían encontrado abajo, junto a la barrica donde se escondiera el polizón. Pero el patrón apuntó que, a su juicio, los juglares solían vestir ropas llamativas, de muchos colores alegres, para llamar la atención, y que el hombre que tenían ante él llevaba ropajes muy normales. El polizón tomó la palabra para decir que, si le dejaban contar su historia, llegaría pronto al punto en que explicaría el por qué de aquellas ropas. Como el patrón le hizo un gesto de asentimiento, Tello comenzó a contar:

—No os voy a contar ni mi vida ni mis andanzas, aunque sin duda las encontraríais peregrinas y entretenidas, pero presumo que mi tiempo es poco, de modo que seré concreto con los motivos por los que me hallo en vuestro barco. Llegué a Santoña ayer..., es decir, el día anterior a la partida del barco, pues desconozco cuantos días he estado en esa bodega. No bien me situé en el centro de la plaza de la villa, la gente se arremolinó en torno mío, como es normal que suceda cada vez que me dispongo a entonar mis canciones, pues mi arte es bien conocido en buena parte del reino de Castilla. Y habéis de saber, y no lo digo por jactancia, que los más de los que se presentan ante mí son mujeres, que suspiran por escucharme, como de natural le sucede a una mujer cuando está ante un doncel apuesto y galán como yo. Y he aquí que mientras entonaban mis cantos pude ver como una de estas mujeres, ya algo entrada en años, como lo son las viudas, me miraba mucho y me hacía gestos concluyentes. Vi en esto la oportunidad de pasar una noche en buena compañía, pues habéis de saber que las viudas son mujeres que, a fuer de solitarias, son melosas como la más dulce de las frutas, y gustan de buscar los favores de los juglares jóvenes como yo. Como había previsto, no bien terminó mi actuación, aquella mujer me hizo gestos para que la siguiera con discreción, cosa que, por descontado hice. No había caído aún la noche, y ya estaba yo sentado delante de buenos platos repletos de viandas, pues tenéis que saber que parecía mujer pudiente, y cubierto de besos y carantoñas me dediqué a satisfacer mi estómago. Y al poco andábamos los dos desnudos como vinimos al mundo, revolcándonos en su catre, y entregándonos a placeres deleitosos, pues la mujer, cuanto más ha vivido, más conoce del arte de volver loco a un hombre, y os aseguro que aquella mucho tenía ya corrido.

«Mas he aquí que, para mi sorpresa, cuando más envalentonados andábamos, suena un ruido como de la puerta que se cierra, y ella salta de la cama y grita que es su marido, pues como me explicó precipitadamente, no era viuda, sino casada, y bien casada, con un regidor del Concejo de la villa. Vime yo perdido y busqué la manera de salir con bien de aquello, pues el cornudo marido aporreaba ya la puerta del dormitorio preguntando por qué la hallaba cerrada. De modo que, vistiendo nada más que mi propia vergüenza, pues mis ropas habían quedado desperdigadas por la cocina, cogí mi laúd y me encaramé a la ventana y me descolgué por ella, pues habéis de saber que la alcoba la tenía aquella mujer en un segundo piso, de suerte que a poco me rompo la crisma. Mas a pesar de mi premura en desaparecer, el regidor había entrado a tiempo de verme escabullir, y no medió ni lo que se tarda en decir «mala puta» y ya estaba en la calle dispuesto a descoyuntarme con un bastón de roble que no sé de donde había sacado.

«Partí calle abajo perseguido por aquel marido ofuscado, que no hacía sino gritarme amenazas y llamar a la justicia. Y tales fueron sus voces que al poco eran hasta cinco los alguaciles que se habían unido a él en mi persecución. Me costó Dios y ayuda, y buena parte de ingenio, darles esquinazo, amparado en las sombras de las angostas calles. Luego pude hacerme con unas ropas que alguien había puesto a secar, y este es el motivo por el que las veis ropas normales y humildes, en lugar de las mías, hermosas y llamativas. Ya vestido, hice por salirme de la villa, porque me iba el pellejo si me quedaba, pero erré el camino en la noche, y en lugar de encontrar la salida, dieron mis pasos con el puerto, donde hallé vuestro barco. Entonces llegó hasta mi el rumor de voces y el resplandor de antorchas, y supuse que venían a por mi, de modo que, sin pensarlo, trepé a vuestro barco y en él me refugié sin que me viera quien estaba de guardia. Bajé hasta la bodega y allí me parapeté. Mas andaba tan fatigado por tanta correría que, no bien me sentí a salvo, me quedé dormido. Y fueron los trajines del mar lo que me despertó y a poco termina conmigo, que soy hombre de tierra y no estoy hecho para estos bamboleos. Así fue como me encontrasteis. De modo que esa es mi historia».

Por un momento debatieron los marinos sobre lo que acababan de escuchar. Por un lado querían arrojarle por la borda, pero por otro se habían reído hasta casi desternillarse con la historia narrada, y algunos había que proponían respetarle la vida. Un juglar a bordo, dijeron, será una grata compañía para el viaje. Pero el patrón no las tenía todas consigo de que Tello fuera un juglar, ni de que aquella narración fuera fidedigna. De modo que agarró el laúd y se lo largó al supuesto juglar diciendo:

—Si demuestras que eres un juglar, te perdonaré la vida. Canta.

Tan ajado se sentía el juglar que el laúd le pesaba como un quintal de trigo, pero sabiendo que le iba la vida en ella, buscó en su mente la canción que mejor entonase con la situación, y pronto comenzó a rascar el instrumento y a cantar:


Van y vienen las olas, madre,
a las orillas del mar:
mi pena con las que vienen,
Mi bien con las que van.


Y terminado que hubo aquella estrofa, huyéronle las fuerzas y cayó de espaldas, cuan largo era, sobre la cubierta, sin sentido.

II

Aquella que azotó a la vieja carraca fue la última gran tormenta antes de la llegada del estío. Es más, pasada la borrasca, el cielo se despejó de nubes y el sol asomó nítidamente, y no dejó de hacerlo ya hasta caído el otoño.

Cuando al fin las olas dejaron de golpear la estructura del barco y el viento se sosegó, los marineros se pusieron a evaluar los daños producidos. Diversas vías de agua fueron taponadas por todo el casco y hubo que achicar casi un codo de agua de la bodega; antenas y cabos pendían sueltos desde el palo, de manera que hubo que subir para colocarlos en su sitió antes de poder izar la vela; el timón también estaba dañado, pues algo debía de haberlo atascado, de manera que ni aún empujando toda la tripulación a la vez, podían moverlo más que unos grados.

Pero la consecuencia más dañina que tuvo la tormenta no pudieron verla hasta que el patrón no casó sus instrumentos y comenzó a localizar su posición. Después de los complicados cálculos, torció el gesto y ordenó que se apresuraran en reparar los cables para izar la vela cuanto antes. La tormenta, si bien en un principio les había arrastrado hacia el norte, había cambiado después su fuerza para llevarlos en dirección oeste. Si sus cálculos eran correctos, estaban a muchas millas al oeste de Finisterre, ya en el Atlántico, en mar abierta.

El pánico se apoderó de la tripulación al saber esto. Especialmente porque una corriente marina seguía ahora impulsándoles en la misma dirección. Era perentorio colocar la vela a fin de poder maniobrar con ella. Si no, seguirían alejándose del continente, adentrándose en el oscuro mar del que nadie había regresado jamás porque, como todo el mundo sabía, terminaba en una enorme catarata que delimitaba el final de la tierra.

Los diez marineros y el patrón duplicaron sus esfuerzos en la reparación del velamen. Arriesgaron su vida incluso en las alturas afanándose en terminar cuanto antes, pues hasta el más valiente de ellos ansiaba tornar la proa hacia el este y regresar.

Al anochecer de aquel que fue su tercer día en el mar, pudieron izar la vela. Mas cual fue su desaliento cuando comprobaron que la brisa soplaba hacia poniente, impulsándoles aún más deprisa en la dirección que no deseaban.

A la mañana siguiente, dado que las condiciones no cambiaban, el patrón decidió tratar de liberar el timón. Era una operación peligrosa, pues alguien tenía que sumergirse. El propio Bernardo de Noja asumió la responsabilidad. Se ató un cabo a la cintura, y se lanzó al mar. Los marineros le vieron forcejear primero con las olas, hasta que consiguió asirse a la parte del timón que penetraba en el océano. Luego, le vieron desaparecer debajo de las aguas y esperaron. Al cabo de un rato reapareció boqueando en busca de aire. Dijo que casi no se podía ver nada en aquellas corrientes turbias, y pidió que alguien le diera algo con que poder trabajar. Le acercaron un gancho y con él volvió a desaparecer tras una larga aspiración. Esperaron de nuevo. Nada sucedió. Entonces a uno se le ocurrió que ya había pasado mucho tiempo dentro del agua. Los demás estuvieron de acuerdo. Comenzaron a tirar de la cuerda que su patrón tenía atada, pero pronto, para su estupor, la cuerda apareció sola sobre la cubierta. El extremo parecía haberse seccionado. Corrieron a mirar las aguas, gritando el nombre de su patrón, pero si este estaba en algún lugar de aquellas encrespadas olas, fueron incapaces de divisarle. De cualquier modo, apuntó uno, no podían regresar a buscarlo, pues aquella corriente seguía arrastrándoles hacia el oeste.

Lamentaron largamente la desaparición de su patrón, pues ahora se sentían más desamparados y aterrorizados que nunca. Luego, tornaron a comentar entre ellos qué debían hacer. Alguno planteó volver a intentar sumergirse, pero los demás no quisieron saber nada del tema. Quizá pudieran, propuso otro, desmontar el timón desde la cubierta, pero alguien les aseguró que aquello era imposible si el barco no estaba en calado. Luego la desesperación se apoderó de ellos. El más viejo de ellos, llamado Arcadio, que debía pues tomar el mando, dijo que lo mejor era esperar, pues seguramente los vientos y las corrientes cambiaran y entonces podrían desviar el rumbo. Esto no satisfizo a ninguno de ellos, pero al menos, sirvió para que cada cual regresara a sus quehaceres, o al menos a fingir estar ocupado, pues todos ellos necesitaban estar a solas con sus pensamientos. A pesar de ello, de cuando en cuando todos tornaban la vista hacia levante, quizá por ver si aún podían divisar a su patrón entre las aguas, o tal vez porque adivinaban que allí, muy lejos, estaba la tierra de la que venían.

III

Tello permaneció mucho tiempo presa de fuertes fiebres. Lo habían dejado tumbado en la bodega, esta vez en un lugar seco y cubierto con una manta. Cuando salió, tambaleante, de nuevo a cubierta, pálido y consumido, ya hacía una semana que la nave avanzaba rumbo oeste sin control.

Le dieron de comer y le explicaron la situación. Como era un hombre de tierra y aquellas cosas de la mar todas le parecían pura magia, no comprendió realmente la situación hasta que alguien le habló de las aguas tenebrosas. Había escuchado alguna vez hablar de ellas, de aquellos mares de los que nadie regresaba. Se decía que grandes monstruos habitaban esas aguas, y que extraños fenómenos sucedían a los barcos que en ellas se adentraban. Y si se lograba superar esos escollos, era para precipitarse por la gran catarata que ponía fin al mundo.

En aquellos días, la conversación favorita de los marineros era tratar de adivinar que sucedería cuando las aguas de la cascada se los tragara. Algunos decían que, después de caer durante días, se estrellarían contra unas enormes rocas. Otros aseguraban que más allá no había nada, y que por tanto caerían sobre las estrellas que había en el firmamento. Otros decían que aquella catarata no era otra cosa sino las mandíbulas de un gigantesco pez en cuyo estómago pasarían el resto de la Eternidad.

Como andaban en aquellas conversaciones, le pidieron al juglar que les cantara algo para animarles. Tello cantó sones terrestres, para hacer olvidar a los marinos donde estaban. Sus cantos les hicieron bien, y en adelante serían la única distracción que aquellos asustados hombres de mar encontraron.

IV

Los días seguían pasando sin que vieran solución a sus problemas. Lo peor de todo era que, como tenían poco trabajo que hacer, pues ya se encargaba el mar de dirigir la nave, pasaban el más del tiempo dándole vueltas a la cabeza y elucubrando sobre las cosas sobrenaturales que iban a encontrar. Sin embargo, pronto se plantearon otros problemas más reales, ya que la nave tan sólo tenía agua para veinte días y comida para un mes, pues alcanzar las costas de Inglaterra no debía de haberles costado más de una semana. Como desconocían cuantos días iban a estar en aquellas aguas, Arcadio se encargó también de racionar el agua y las provisiones: un cuartillo de agua, un puñado de mijo y una manzana para cada hombre al día. Esta medida, si bien necesaria, no ayudó mucho en el ánimo de los marineros. Los nervios estaban a flor de piel a cada momento las conversaciones subían de tono y en ocasiones se llegaba a las manos. Tello, entonces, tañía su laúd para tratar de evadir las mentes de sus compañeros.

V

Una mañana, trascurridas ya tres semanas desde que se hicieran a la mar, uno de los marinos dio un grito desde la proa que alertó al resto de sus compañeros. Cuando llegaron corriendo junto a él le encontraron muy ocupado tratando de agarrar algo desde la borda con un gancho. Al asomarse pudieron ver que se trataba de largo palo que flotaba mecido por las aguas. Asombrados por el hallazgo, todos ayudaron hasta conseguir depositarlo en cubierta. Cuando al fin pudieron contemplarlo pausadamente, los marinos se llenaron de estupor: aquello no podía ser otra cosa que los restos del mástil de un barco. De inmediato, algunos de ellos comenzaron a decir que aquel hallazgo sólo podía traer mal fario, y que aquello demostraba que esos mares eran propensos a los naufragios; aconsejaron arrojarlo al agua cuanto antes. Otros dijeron, en cambio, que el madero bien les podía serles de utilidad en los días venideros para futuras reparaciones, y que era de mal agüero desprenderse de los regalos de la mar. Discutieron airadamente durante un buen rato, hasta que pronto anduvieron a poco de llegar a las manos, pues no eran capaces de ponerse de acuerdo. Entonces le preguntaron a Tello qué creía que debían hacer, pues le tenían por un hombre instruido, ya que sabía tantas canciones y tantas historias. Él se limitó a encoger los hombros y a decir que nada sabía de las cosas de la mar, pero que le parecía de más inteligencia guardar el palo por si era menester usarlo en el futuro. Y así decidieron finalmente almacenar aquel regalo en la bodega.

Esto no hubiera sido sino un episodio más de aquella aventura desafortunada, de no ser por que dos días después, Arcadio regresó de la bodega pálido como si hubiera visto la muerte. Cuando le preguntaron que le sucedía, tan sólo acertó a decir dos palabras:

—La broma.

Y fue suficiente. De inmediato todos comenzaron a llorar y a maldecir, y se formó un revuelo tremendo. Tello les miraba pensando que habían enloquecido, pues no entendía nada. Al fin, después de mucho preguntar sin que nadie le hiciera caso alguno, Arcadio fue quien le explicó. El trozo de mástil que habían recogido del mar tenía la broma, y ahora el barco estaba infectado también. Como Tello dijo que no sabía de que broma hablaban, Arcadio le explicó que era un gusano infecto que vivía en el mar y que devoraba madera.

—Es una plaga —dijo— estamos condenados. Dentro de unos días cada viga y cada tablón estarán repletos de ellos. Pronto, la madera se pudrirá y el barco se irá a pique.

Pero no había terminado de decir todo esto cuando la conversación quedó acallada por las voces de los demás. Había estallado en cubierta una reyerta pues aquellos que en su día quisieron tirar el palo acusaban a los demás de ser los causantes de su desgracia. Esta vez la discusión llegó a las manos con mucha facilidad. Entonces salieron a relucir ganchos y puñales, y cuando por fin se consiguió que los ánimos se calmaran, dos marineros yacían muertos y otros tres muy mal heridos.

Al ver lo sucedido, llegaron los remordimientos, pues aquellos hombres de la mar, si bien bruscos y duros, eran unos de los otros su propia familia. Los que habían asestado los golpes lamentaban ahora sobre los cadáveres lo que habían hecho. Y aunque corrieron a atender a los heridos, no pudieron evitar que dos de ellos murieran a poco.

Cuando al fin pudieron reunirse para ver qué era lo que se hacía a continuación, Arcadio les dijo que la única manera de ganar un poco de tiempo a lo inevitable era aligerar de todo el peso posible la embarcación. Quizá así las maderas de la carraca soportaran un poco más y, ¿quién podía saber qué les depararía el destino?

A ello se pusieron de inmediato, mas era este trabajo penoso para los cinco que aún podían moverse, especialmente débiles y desmoralizados como se sentían. Primero arrojaron por la borda, no sin pesar, los cuerpos de sus cuatro compañeros muertos. Tras una pequeña plegaria, hicieron una cadena hasta la bodega. En Santoña, quince hombres fornidos y bien alimentados habían tardado tres horas en almacenar la carga de fardos de lana. A ellos les costó casi dos días realizar el trabajo inverso.

Cuando por fin terminaron su trabajo, en la bodega no quedaba más que las barricas de agua y las vituallas, y algunas herramientas de trabajo que habían decidido guardar. Entonces todos se tumbaron sobre la cubierta, agotados, hundidos en su desesperación, sabedores de que su futuro consistía en esperar que aquella mar tenebrosa les azotara con sus peligros, si la broma no les echaba a pique antes.

VI

En la quinta semana de navegación la situación era desesperada para aquellos hombres. Tan sólo cuatro marineros y el juglar sobrevivían, pues el herido había muerto dos días después de recibir las puñaladas. Aquellos cinco hombres eran ya como cinco cadáveres que a duras penas se mantenían en pie. Los harapos que ahora vestían cubrían unos cuerpos famélicos y huesudos. Sus rostros estaban demacrados e inexpresivos, llagados por el sol. Sus encías habían comenzado a hincharse y los dientes a caérseles. El agua era ya tan escasa que apenas cubría el fondo de las barricas, y olía a corrompida y a insalubre. Las manzanas estaban casi todas podridas y en el mijo había aparecido toda suerte de larvas y gusanos. Día tras día pasaban horas encaramados a la borda, con aparejos de pesca que habían improvisado, pero, al parecer, aquellas aguas estaban muertas, o, al menos, sus peces no eran lo suficientemente estúpidos como para morder un anzuelo cebado con manzanas podridas.

La nave parecía aguantar, pero la madera crujía, o así les parecía a ellos, de una manera especial cuando una ola un poco más alta que las demás golpeaba la quilla.

Por ello, nadie pareció sorprenderse cuando, una mañana, las luces del alba les trajo la imagen de un cadáver colgando del palo. Miraron unos instantes en silencio a aquel compañero que, presa de la desesperación, había decidido no esperar más lo inevitable y poner fin a sus padecimientos. Descolgaron el cuerpo y lo arrojaron a las aguas sin mudar la pétrea expresión de sus rostros. Murmuraron una oración y volvieron a dejarse caer en algún lugar de la cubierta, a seguir esperando la muerte, pues otro destino no alcanzaban ya. Y ninguno de ellos pudo evitar que por su mente pasara la posibilidad de imitar a aquel a quien acababan de sepultar en el mar.

VII

Sucedió a mediodía, cuando el sol caía sobre ellos como una condena. A todos les causó tal espantó que su primera decisión fue la de correr a la bodega. Pues estaban, como hacía días, esperando la muerte, cuando de pronto comenzó a llover peces. Cuando la curiosidad por aquel fenómeno pudo más que el terror que sentían, asomaron sus cabezas lentamente desde la bodega, sólo para descubrir que no era una lluvia de peces, sino que en aquellas latitudes, los peces tenían alas, y salían de las aguas para planear por encima de sus cabezas durante largo rato antes de volver a zambullirse.

Cuando uno de aquellos peces calculó mal su vuelo y, tras golpearse contra los cables de la vela, cayó sobre cubierta, Tello salió a todo correr desde su escondrijo y, asiendo un gancho, empaló al animal gritándole al pez que pronto se caería en su estómago. Un instante después, los cuatro estaban en cubierta alzando los brazos y gritando como locos a los peces que sobrevolaban sus cabezas. A poco, corrían por todo el barco como queriendo alcanzarles en su vuelo, saltando por ver si les atrapaban.

La demencia de la desesperación se había adueñado de ellos, y no les abandonó hasta que el banco de peces quedó tras ellos. Entonces hicieron recuento: ocho peces habían caído en cubierta y ahora yacían en espera de convertirse en suculentos platos. Ocho peces para cuatro... Entonces se miraron, se contaron, volvieron a mirarse y se preguntaron unos a otros donde estaba Arcadio. Por más que buscaron por toda la nave no le hallaron, por lo que concluyeron que, en la algarabía del momento, persiguiendo a un pez, había caído por la borda. Rezaron sin emoción alguna aquella oración ya tan cotidiana. Luego se dispusieron a preparar los pescados para acallar las voces de sus estómagos.

VIII

—¡Allí, mirad!— gritó el marino desde la proa.

Penosamente sus dos compañeros se arrastraron por la cubierta para dirigir sus miradas hacia el punto de la noche que el hombre indicaba. Por un momento no vieron nada, pero entonces, allá delante pudieron ver, o más bien adivinar, una tenue luz.

Era sólo un ligero resplandor, y por más que cavilaban, no acertaban a descubrir de que podía tratarse. Fuera lo que fuera, estaba lejos, pero iban derechos hacia ella. La luz brilló en el horizonte durante buena parte de la noche. Luego, sin más, se extinguió y no volvió a aparecer. Sus corazones se comprimían pensando qué nuevo fenómeno provocaría aquel resplandor.

Nada vieron a la mañana siguiente, ni tampoco cuando llegaron las sombras. Pero cuando regresaron las luces del alba, fue Tello quien primero miró y vio algo en la línea que separaba el mar del cielo. Llamó a sus compañeros con la voz entrecortada, pues había tenido un pálpito...

Durante largo rato los tres hombres miraron en silencio el horizonte. Tello ardía en deseos de preguntar a los dos marinos si lo que él creía..., si aquello podía ser cierto. Y fue al mirar a uno de ellos cuando comprendió que era cierto: el hombre lloraba sin despegar su mirada de la lejanía. Y entonces corroboró con un susurro:

—Tierra.

Un instante después los tres hombres saltaban, gritaban, reían y lloraban, pues delante de ellos veían, cada vez con más nitidez, los aún lejanos bordes de una costa, y la corriente, aquella corriente que les atrapara en el otro confín del mundo, les llevaba ahora directo hacia ella.

Su alegría la justificaba, ya no sólo las muchas semanas, cuya cuenta ya habían perdido, que llevaban en el mar, ni el hecho de saberse perdidos en el mar tenebroso, sino sobre todo el saber que aquel hallazgo llegaba justo a tiempo. Hacía dos días que no se echaban a la garganta más agua que la poca saliva que podían segregar, y tenían que hacer tremendos esfuerzos por acercarse a la escasa comida que aún quedaba, tal era el olor a putrefacción que despedía. Pero sobre todo, la carraca había comenzado a hacer agua. Día a día el nivel del agua subía en la bodega, de forma lenta, pero constante.

Durante todo el día estuvieron mirando desde la proa, rezando por que aquella corriente les empujara más lejos aún. Llegó la noche y el horizonte aún estaba lejano. Ninguno de ellos durmió, ni se separó de la proa, a pesar de que sólo podían ver sombras.

El día les trajo la desesperación, pues pareciera que la costa no se había acerado en absoluto. Calcularon que a aquel ritmo necesitarían dos días más para alcanzarla. Y las fuerzas comenzaban a abandonarles ya. No sabían si podrían soportar tanto tiempo sin beber ni comer.

Cuando la oscuridad regresó un rayo de esperanza habitaba en sus corazones: su última mirada a la costa les había mostrado ya detalles de ésta. Casi sentían que podían tocarla.

Aquella esperanza les alentó, y rodeados por la noche, aún en la proa, mirando la penumbra, hablaron como si ya estuvieran pisando aquellas tierras, bebiendo las dulces aguas que encontrarían, degustando los frutos, refugiándose en la sombra de sus árboles del insufrible sol...

Fue entonces cuando escucharon el crujido. Sonó como si la nave entera se estremeciera a sus pies. Instantes después la nave empezó a escorarse por babor rápidamente. La madera de la quilla, carcomida y podrida por la broma, había sido ya incapaz de soportar la presión del mar y el peso de las aguas almacenadas en la bodega y había reventado.

Ninguno de los tres reaccionó. Se quedaron allí, mirándose los unos a los otros con cara de pánfilos, haciendo equilibrios para no caerse mientras el barco se tumbaba rápidamente, preguntándose como la providencia era tan cruel con ellos, estando tan cerca de la salvación. Y cuando quisieron darse cuenta, se vieron volando por los aires cuando la carraca se precipitó sobre si misma y quedó dada la vuelta.

Tello cayó bastante lejos del casco. Al entrar en las aguas, gélidas como una mañana de febrero, sintió que todos sus músculos se le paralizaban y que la respiración se le detenía. El pánico se apoderó de él pues no sabía nadar. Ese pánico le sacó del letargo y le hizo reaccionar. Por un momento comenzó a forcejear como tratándose de zafarse del agua que le rodeaba. Una de sus manos alcanzó la superficie y rozó algo. La mano tanteó en el vacío. Sentía que su cuerpo comenzaba a descender y que pronto le faltaría el aire en los pulmones. Sus dedos volvieron a rozar algo sólido, tangible, allá arriba, pero esta vez se aferraron con desesperación.

Epílogo:

En 1503 una expedición inglesa, formada por dos galeones de buen calado, arribó al litoral de lo que más tarde sería la costa de Massachussets, desoyendo la voz de la monarquía española que reclamaba todas las tierras descubiertas en el Nuevo Mundo para sí.

Entre aquellos expedicionarios viajaba Charles Montfort, cartógrafo y hombre de letras cuya misión era llevar buena nota de los descubrimientos y hallazgos para después poder reclamarlos en nombre de Su Majestad.

La expedición recorrió la costa y se adentró algunas decenas de leguas tierra adentro, antes de regresar a Europa.

Montfort cayó en desgracia nada más pisar suelo inglés, pues el almirante Watson, que dirigía la empresa, le acusó ante la Corona de haberse apropiado de distintos regalos que los indios autóctonos de aquellas tierras habían entregado para Su Majestad. Permaneció tres años en la Torre de Londres hasta que fue perdonado, aunque nunca más gozo de favor, y terminó sus días como notario en las calles de Manchester.

Montfort, no obstante, escribió un copioso volumen sobre todas las cosas maravillosas que había visto en el Nuevo Mundo. El libro nunca vio la luz, y muy pocos han leído el manuscrito, que se perdió años después de su muerte, aunque ciertos pasajes quedaron trascritos en otras de sus obras, que no fueron muchas, y que si fueron editadas.

En uno de esos pasajes Montfort narra cómo tuvo la suerte de entrar en la choza del chaman de una de las tribus con las que toparon y como quedó impactado cuando el brujo le mostró, orgulloso, la reliquia más sagrada de cuantas tenía, entregada a sus antepasados, según explicó, por el dios Xantinumi, llegado desde las aguas. Aún rotas sus cuerdas y descascarillado su cuerpo, Montfort no tuvo ninguna dificultad en reconocer el objeto: un viejo laúd.

Pero más pasmado se quedó aún cuando aquel viejo chaman cogió el instrumento y, simulando rascarlo, entonó esta canción en un deteriorado, aunque comprensible, castellano:


Van y vienen las olas, madre,
a las orillas del mar:
mi pena con las que vienen,
mi bien con las que van.



📌 Texto seleccionado en el Taller del día 20.11.2002, ex aequo con La ciudad de los artistas, de Cristina Aparicio

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  • Créditos

    Revista Almiar (2002)
    ISSN 1696-4807
    Miembro fundador de A.R.D.E.