Pretérito futuro:
tiempo
para escribir (III)
Presentación
¿Quién
no ha fantaseado, al ver a un niño, cómo será su futuro? Jugando,
charlando de sus cosas, con su familia, al observar su comportamiento,
podemos imaginarlo adulto, con sus logros o con sus fracasos, en su
mismo medio o en otro completamente distinto.
De
cualquier modo, su historia está por escribir, y eso es lo que proponemos
a nuestros colaboradores. A partir de una foto antigua, inventar cómo
habrá sido el devenir de ese niño que se encuentra en primer plano
y contarnos su biografía, sus avatares, su peripecia vital, en este
caso pensando que él vigila a una niña que está encaramada a algún
sitio...
Se
pueden introducir o no otros personajes,
pueden tener cualquier relación con el niño, la que queráis, su pretérito
futuro está en vuestras manos. ¡Adelante!, esperamos vuestra participación.
Carmen López León
diciembre de 2007
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Relatos
Riesgos
Carmen
López León
—Bájate de ahí, Alba,
que te vas a caer.
—No seas tonto, ¿no ves
como sí puedo?
—¡Mamáaaaa¡ mira a Alba.
* * *
—Pero, Alba, ¿qué haces
subida a la canasta del patio de los mayores? Te puedes hacer daño.
—Déjame en paz, eres
un cagarri.
—¡Señoritaaaaa, dile
algo a Alba!
* * *
—Dios mío, Alba, ¿pero
cómo que vas a hacer puenting desde aquí? Te vas a matar.
—¡Pero, ya vale!, es
mi vida, ¿no?
—¡Policía, paren a Alba!
* * *
—Alba, ¿Qué ha pasado?
—Se soltó un escalón
de la escalera de mano cuando estabas cambiando una bombilla.
—No puedo moverme.
—Hay que tener paciencia,
parece que tienes una vértebra aplastada, con rehabilitación… quizás…
—¡Doctooooooor!, ¿escucha
a Alba?
Mariamor
Jordana
Lee
Apenas contaba dos años
Mariamor, cuando la vi por primera vez en la balaustrada del rosedal.
Casi muero de un susto, sobre todo porque su padre desde lejos la
miraba tranquilo y abandoné el arco y a los otros pibes, que me dijeron
de todo por el golazo que les hicieron los de Flores, para correr
de inmediato a su lado: «Déjala, muchacho, no va a caerse», aseguraba
con una sonrisa que encarecía mis temores y yo lo miraba perplejo
y con cierta indignación mal disimulada. Recuerdo que aquel domingo
tuve más de una pesadilla a raíz del episodio y volví a la semana
siguiente con mi madre que no podía creer lo que le había contado
y estaba preocupada. «No te metas, Angelito, este señor es el dueño
de un circo muy importante, me dijo, posiblemente esté entrenando
a su niña».
Yo, sin embargo, cuando
la encontraba, sentía una necesidad íntima de protegerla y corría
con frecuencia hasta el balcón del parque donde Mariamor hacía sus
primeras prácticas de equilibrio. A los tres años la vi trepar a un
árbol y a los cuatro, la encontré de nuevo en la pista de patín sobre
hielo, a los cinco, galopaba de pie en el show del anfiteatro y a
los catorce, bailaba sobre el cable sin red ovacionada por los aplausos
del público.
Hoy avanza hacia mí sobre
la roja alfombra de la iglesia, entre las luces, vestida de novia
y siento sobre mi brazo la suave presión de los dedos de mi madre,
que trata de tranquilizarme como si adivinara que experimento el vértigo
de la primera vez.
jorlanas[at]yahoo.com.ar
El
puente de piedra
Pepi Núñez
Pérez
Era el puente más bonito
de mi isla, le llamábamos el Puente de Piedra, allí todos los canarios
que nacimos en los años cincuenta tenemos una foto en él. Aquí en
esta imagen me asomaba a ver el agua que pasaba camino al mar, mi
primo Juan me decía que no metiera la cabeza en medio de los balaustres,
al tiempo que me sujetaba un brazo, pero a mí me gustaba hacerlo.
Esa mañana era Viernes Santo por eso voy tan guapa con mi sombrerito,
íbamos a ver la procesión de las mantillas, y nos quedamos rezagados
mirando el agua, mientras su padre y el mío hablaban como siempre
de fútbol. Mi primo siempre estaba pendiente de mí, los dos éramos
hijos únicos, él era un par de años mayor que yo, y se sentía con
el deber de protegerme. Crecimos juntos, yo lo adoraba y él se desvivía
por satisfacer mí menor capricho. Los años pasaban lentamente y nosotros
disfrutamos cada segundo del día. Cuando cumplí los quince años, mi
primo, que ya había cumplido los dieciocho, se presentó en casa muy
serio con un hermoso ramo de flores y un pequeño paquete envuelto
en una tela preciosa y un enorme lazo, era tan lindo que yo no me
atrevía a deshacerlo, pero él casi me obligó. Al quitar la tela que
lo envolvía, apareció una caja y dentro de ella, en medio de unos
bombones se encontraba otra pequeña cajita con forma de corazón, yo
la abrí toda ilusionada y dentro de ella brillando mucho, había una
sortija preciosa. Mi primo me dijo que perteneció a su madre y que
con ella me pedía que fuese su novia. Yo hubiese esperado escuchar
cualquier cosa, menos esa, para mí, mi primo era mi hermano, lo adoraba,
pero ya entonces me gustaba otro chico. Me quedé sin palabras, mientras
mi primo esperaba con una sonrisa una respuesta afirmativa. Al ver
que yo continuaba callada, me tomó las dos manos y me dijo —Dime que
la aceptas, por Dios, di que me quieres—. Yo le miré con lágrimas
en los ojos y le dije —Claro que te quiero, pero como mi hermano—.
Juan cogió el anillo y lo volvió a guardar en el estuche rojo. Me
miró a los ojos con una enorme tristeza y me dijo —¿Quieres acompañarme
un momento al Puente? —¿Ahora? —contesté yo—. Sí, tiene que ser ahora
mismo. Me cambié de ropa y nos encaminamos al Puente de Piedra, por
el camino ninguno de los dos cruzamos ni una sola palabra. Al llegar,
él se asomó, y miró el agua que con fuerza se dirigía al mar. Después
se volvió a mirarme y me dijo —¿No cambiarás de idea respecto a mí?
Yo le dije que no con la cabeza. Entonces mi primo sacó del bolsillo
la cajita de la sortija y la arrojó con fuerza al agua, al tiempo
que decía: —Si tú no la llevas, no la llevará ninguna otra. Con la
misma me dio un beso en la frente y se alejó muy deprisa. Yo pensé
que en un par de días se le pasaría. Pero esa fue la última vez que
le vi. Apenas una semana, vino mi tío desolado a decirnos que la noche
anterior su hijo se había enrolado en un barco que marchaba a Venezuela.
No volvió nunca. Tengo muchas fotos de cuando éramos niños, pero esta
es sin duda la que más quiero.
pepinubeazul[at]hotmail.com
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Lucia
Amanda Coria
Ese día mi madre nos
vistió a mi hermana y a mí con nuestras mejores ropas. Era el Día
del Patrono de la ciudad y ella fue a la Iglesia Catedral, escuchó
la solemne misa concelebrada. A la salida, estaba aquel apuesto caballero
que visitaba nuestra casa con bastante asiduidad en los últimos tiempos.
Vino hacia nosotros y cambió unas breves palabras con ella. No recuerdo
los detalles, pero sí recuerdo muy bien que me dio una moneda de 1
peso, para caramelos. Mi madre nos colocó al lado de los duendes (así
llamaba yo a los gruesos pilares), me dijo: «Cuida a tu hermana»,
subió al auto de su amigo y se marchó.
Fue la última vez que
la vimos.
Las hermanas de mi padre
se hicieron cargo de nosotros y nos criaron como pudieron. Pero fueron
especialmente duras con Élida, a causa de su notable belleza idéntica
a quien le dio la vida. La trataron como si fuese su madre. Por lo
tanto adúltera, traidora y deshonesta. No conoció las dulzuras de
un cariño por parte de la familia. Se hizo huraña y desconfiada. Su
actitud era la de quien siempre esperaba un golpe de todos los que
tenía cerca. La escuela primaria apenas pudo aprovechar su natural
inteligencia, ya que disponía de muy poco tiempo para sus estudios.
Sin embargo el amor llegó
a su vida, cuando menos lo esperaba, y fue el momento en que todas
sus ilusiones florecieron con divinas rosas. Pero Fernando era un
hombre prohibido... era el novio de la «niña» de la casa. No le importó.
Hasta que el hijo se
anunció en su vientre. Hasta que él le dijo que no la quería. Que
no dejaría a su novia por ella.
Calladamente, fue hasta
el puente donde nuestra madre nos dejara, y sin adioses inútiles,
terminó con su vida arrojándose al paso de un tren.
Me tocó reconocer el
cadáver.
aurandaluz[at]hotmail.com
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Ojos
grises
Sofía
Campo Diví
¡Ha pasado tanto tiempo!
podría decirse que toda una vida, y sin embargo todavía lo recuerdo
como si acabara de pasar hace unos minutos. Te acercaste a mí y me
sujetaste por la cintura para que no me cayera. Pero yo, que era terca
y obstinada, me empeñé en permanecer subida a la barandilla de aquel
puente de nuestro pueblo, aquel tan bonito, de barrotes de piedra,
que desde aquel día atravesamos en infinitas ocasiones.
Finalmente accedí a tu
ruego y cogiéndote de la mano bajé el pie al suelo y te di un beso
en la mejilla. Te ruborizaste bajando un poco la cabeza, como queriendo
esconderte bajo el cemento de aquel puente. A los pocos segundos me
miraste a los ojos y me preguntaste: —¿Tienes los ojos grises?—, mostrando
la sorpresa de alguien que descubre algo por primera vez, yo te respondí
que sí y mirándome de frente me dijiste que pensabas que las chicas
no tenían ese color de ojos, como los gatos. Yo me reí y tú me seguiste.
Aquel día recorrimos
el puente de Piedra varias veces, cogidos de la mano, no sé cuánto
tiempo pasó, pero diría que fueron horas. ¡Nos sentíamos tan bien
juntos! Así comenzó una gran amistad entre nosotros, que perduró durante
años, hasta que la guerra nos separó definitivamente y con tu muerte
terminó una etapa importante para ambos. Una etapa irrepetiblemente
bonita. ¡Lástima de la guerra que te arrebató de mi lado para siempre!
Hoy he vuelto a visitar
aquel sitio y he sentido el impulso de subirme a la barandilla. Por
un momento he creído sentir tu mano en mi cintura, como aquella vez.
He cerrado los ojos y me he sentido transportada muchos años atrás;
cuando los he abierto te he visto ante mí con cara de sorpresa preguntándome:
—¿Tienes los ojos grises?—. Y, como aquella vez, hemos caminado por
el puente… cogidos de la mano...
scampodivi[at]hotmail.com
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Riesgos de la vida
Patricia
Elena Manzanares Núñez
A ti siempre te gustaron
las alturas, parecías no tener miedo a nada, teníamos que estar siempre
atentos.
Recuerdo aquella vez
que desde la ventana del cuarto saltaste al árbol para coger a nuestro
gato. Parece que estoy oyendo a mamá gritar entre llantos y sollozos,
pero tú no te inmutabas, te gustaba arriesgarte, a veces innecesariamente.
Creo que tu mayor reto
fue casarte con quien lo hiciste, pero eso no lo sabíamos. Todos pensábamos
que habías sentado la cabeza, y nos alegramos. Ver cómo poco a poco
te ibas calmando, cómo te ibas convirtiendo en una mujer relajada…
Y hoy, al verte, entiendo
la cruda realidad. Tú no cambiaste, te obligaron a cambiar, y probablemente
tu mayor riesgo fue vivir en silencio. Y hoy, al ver tu cuerpo tirado
en la acera no puedo dejar de recordar aquella niña que amaba las
alturas y el peligro…
patri.mn[at]gmail.com
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Yo,
hombre
Delia
Patrone Belderrain
Todo sucedió tan rápido...
Ahora sé que a pesar de las tareas escolares, los horarios estrictos
para cada cosa y las visitas de las tías, mi vida tenía una felicidad
mansa.
Esa felicidad de los
juegos, las bromas, las no preocupaciones y la seguridad. La casa
confortable, la comida abundante, el beso a la noche y a la mañana...
Cuando llegó Felisa,
mi hermana, sentí esa felicidad celosa, mezcla de ternura y rabia,
por tener que compartirlo todo con la recién llegada. Pero fue creciendo
y envolviéndonos a todos en la gracia de sus descubrimientos y las
monerías con que nos derretía el corazón.
Papá siempre serio, aunque
hacia sentir su cariño, con esa mano protectora que siempre posaba
en mi cabeza o en mi hombro, reía y tomaba a Felisa en sus brazos,
la elevaba y ella reía y reía. Y las sonrisas se dibujaban en nuestros
corazones. Porque papá era un hombre importante en el pueblo. Casi
todas sus horas las pasaba en su despacho, atendiendo asuntos que
no entendíamos... pero que intuíamos eran muy serios. Por eso cuando
llegaba a casa, ya mamá nos tenía limpios y tranquilos para la cena
en familia...
Un día, no fue al despacho.
Tampoco al otro, ni al
otro. El Dr. Riverós, salía por las mañanas y las tardes del dormitorio,
hablando bajito con mamá, ella escuchaba y asentía, cuando nos veía
forzaba una sonrisa... y el doctor nos tocaba la cabeza al salir.
Hasta que hubo una mañana
diferente, mucha gente en la casa, las tías que nos vestían con nuestras
ropas nuevas y nos peinaban... nos hacían más caricias que de costumbre,
nos besaban por cualquier motivo... Nos llevaron al dormitorio y allí
estaba mamá, sola, vestida de negro las lágrimas caían en su regazo,
nos abrazó muy fuerte. A Felisa la llevó la tía Isabel al jardín,
y yo me quedé allí sin comprender... Mamá tomó mi rostro, me miró
muy profundo y me dijo: —Fernando, tu papá nos amó mucho... ya no
está con nosotros... Dios lo llamó a su lado. Nuestra vida cambia,
nuestros afectos crecen... y su presencia siempre estará con nosotros.
Pero tú, ahora serás el hombre de esta familia. La infancia despreocupada
se fue con papá, me apoyaré en ti para poder seguir.
Así de golpe, me dijeron
hombre... así de golpe, entré en un mundo distinto, así de golpe,
fui el papá de Felisa...
Así de golpe, mis juegos
son con una muñeca de verdad... mi responsabilidad y mi alegría...
la tomo en mis brazos y la hago reír, la protejo... así como lo hacía
papá...
azulyazulde[at]adinet.com.uy
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La
vida, un equilibrio…
Jesús
Sánchez Espinosa
Desde siempre pensé al
mirar esta fotografía, que era un reflejo de lo que sería tu vida.
Siempre en un equilibrio. Segura y firme, confiada y complaciente.
Han pasado años, muchos
años de esto. No puedo evitar hoy, invadido por estos pensamientos,
sentir una angustia y una ansiedad profunda. Siempre he dicho que
las fotografías en blanco y negro me provocan ansiedad, despiertan
en mí sentimiento del pasado. Tiempo que fue y no existió, he pensado
muchas veces, en mi cabeza un vacío, un no recordar o no querer hacerlo,
no lo sé. Algo mágico. Pero… si esta imagen… esta fotografía, además,
tiene que ver contigo, la añoranza es aún mayor.
Fui para ti, padre, madre,
hermano… las circunstancias marcaban los tiempos, siempre sucede esto
en nuestra vida, hechos concretos que marcan un antes, un después,
un siempre… tiempos a veces nada fáciles…
De niño recuerdo los
días, algunos interminables. Ya de más mozo, también, siempre de ti
pendiente. Mamá, recuerdas, nos lo inculcó muy bien. «Haz caso de
tu hermano, que es mayor». Recuerdo un día, de verano, yo de vacaciones
y tú con papá y mamá en casa, me contaron en una carta que habías
enfermado, aún hoy me cuesta recordar exactamente cuál era el mal.
Pero recuerdo que en poco tiempo, tu vida se fue apagando, lentamente…
Fue este, un tiempo muy difícil para mí, hoy pienso que para todos
y para ti especialmente.
Recuerdo tus últimos
meses y tus últimos días, como un regalo, hoy así lo veo, que alegraba
mi despertar cada mañana, que llenaba con gozo y sentido mi vida…
Yo no entendí, cuando
nos dejaste, he sufrido mucho, pero hoy veo que nada ha sido en vano,
que tú tenías una misión en mi vida. Mostrarme una dulce cara de la
vida que a veces nos acompaña… el sufrimiento.
Yo te recuerdo, siempre
alegre, jovial, feliz y agradecida con tu existencia.
Siempre tu vida fue la
imagen que muestra esta fotografía, un equilibrio. Un equilibro en
todo. Hoy te digo, veo esa enseñanza, mi vida, como la tuya, como
la de otros, en un permanente equilibro. El secreto está en saberlo,
aceptarlo y sentirte acompañado. Gracias hermana.
jsespinosa[at]hotmail.com
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Maite
Sánchez Romero
No mires atrás. Lánzate.
Siempre oía risas a su alrededor cuando decía esto. Tan pequeña y
tan osada. A veces, cuando su madre callaba, se acercaba con timidez
a ella y le tocaba la manga. Lánzate, le decía.
Todo eran carreras para
ella, todo movimiento; parecía un torbellino de sueños preparando
su disparo; ambición y metas, en tiempo de calma o en tiempo de tormenta.
Y aquella mañana la tormenta
era dura. No podía controlar bien el avión. No obstante, sentía la
emoción del riesgo como un suave cosquilleo en las orejas, y escuchaba...
lánzate... adelante.
Pensó en su novio, directivo
de la más importante empresa hotelera de su ciudad, en sus amigos,
aquel día en el bar, que guardaban una mirada de asombro en su bolsillo
para ella y otra de compasión: aspiras demasiado alto, ten cuidado,
o mayor será tu caída. Su padre, bajo tierra, le dijo alguna vez que
no tuviera tanta prisa, pues todos sus vuelos acabarían en el suelo,
entre maleza. Y en el horizonte las nubes le decían que ella les pertenecía;
que sus materias eran similares: puro aire.
El vuelo se hacía cada
vez más peligroso; se sintió tragada por el temporal. Durante unos
minutos sólo vio oscuridad. Estaba cegaba. Oyó un extraño murmullo
de olas que se superponía al del motor. Estaba perdida. El combustible
se agotaba. Fue fascinante, le decía a su novio. Una vuelta al mundo
en avioneta es sentirse ángel, es contemplar el mundo con todos sus
matices, es vivir tus propios límites, es conocer el miedo, la lucha,
la vida, tu sangre viva, es...
suite1231[at]hotmail.com
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Migraciones
Mónica
Bezom
Menos mal que te encontré.
No te imaginas el pánico que me invadió ante la sola idea de haberte
perdido. Pero no, qué va. Estás aquí, a resguardo de toda mortalidad,
tal como aquella tarde.
Recuerdo que me mostrabas
los pasos —pasos de baile— que coqueta, ensayabas de columna en columna,
«para ejercitar los pies en el zigzag», decías. Entonces pensé que
si tú ibas a ser una gran bailarina, yo tendría que oficiar de acompañante,
narrador de cuentos y cuidador; debería encargarme de que no danzaras
si se te lastimaban los pies o si te sentías triste y sin ganas de
ballet. Aunque te confieso ahora que esa idea me abrumaba hasta robarme
el entusiasmo. Imagínate qué responsabilidad tan grande, velar por
los pies de una bailarina y por la bailarina.
Me encontraba tan ensimismado
en estas reflexiones mientras seguía el grácil movimiento de tus bellos,
pequeños pies, que no me di cuenta de nada. No advertí los gritos,
ni la tormenta repentina ni el viento ese tan fuerte que te empujó
abajo, donde quedaste convertida en alas de cisne abiertas al cielo,
como un triste abanico muerto junto a un granado que suspicaz, polarizaba
sus frutos de ti. A tu lado sollozaba un ser alado también; tenía
las manos llenas de luz que derramaba en caricias sobre tu carita
de muñeca, hasta que se dibujó en tus labios la sonrisa de las Doce
Princesas Bailarinas, igual que en el cuento que te había leído la
noche anterior.
La gente corría, gritaba
y el viento no permitía elaborar siquiera una idea que permaneciera
estable. ¡El viento se robaba las palabras, ahogaba las razones y
fustigaba los rostros sin pausa y sin piedad! Luego supe que fue un
viento malévolo. Pero no consiguió gran cosa. En contra del soplo
infernal, te fuiste alejando hacia el horizonte arrebolado de carmines
que —aún en minoría—, pugnaban por ganar un espacio al negro telón
del tornado en retirada. Sentí impotencia. La bendición del llanto
no me fue otorgada.
Más adelante, en la soledad
de los años infantiles, cada día de viento me acordaba de aquel infausto
que te lanzó fuera de mi vida y, enfurecido, abofeteaba el aire receloso.
Así, me fui convenciendo que se había desatado con el propósito de
robarte el alma para llevarte al averno, como Hades hizo con Perséfone.
Reforzó mi idea el hecho de que luego de tu partida sobrevino el otoño
y ya no había flores. Entonces razoné que, al igual que la leyenda,
estarías de regreso para el solsticio de verano, a más tardar. Pasé
así muchas horas sentado en aquella terraza, cada 21 de diciembre,
atento a cualquier señal y acompañado de tus zapatillas de seda por
si acaso.
La última vez cayó en
ellas una granada y supe que te vería.
¡Mírame! He venido a
juntarme contigo muchos años después, un 21 de diciembre en que luego
de esperarte allá, fui al encuentro del mar para ahogar tu recuerdo.
Divagábamos mi alma y yo en el azul profundo cuando reparamos en una
zapatilla —igual a las que calzabas aquel día—, a la deriva en una
navegación solitaria. Nada más verla, nadé tras ella enloquecido hasta
perder el sentido en retazos de seda blanca. Y entre flores de seda
y granadas de sangre, te hallé entregada a la más delicada danza que
haya visto (y presencié muchas luego de tu partida, sólo por recrearte
en mi pena).
Ahora estás bailando
en medio de un lago de cisnes mientras un curioso cascanueces se encarga
de los exquisitos arreglos musicales. No sé dónde están los demás,
pero ¡qué importa, hermana, si tenemos quince años y volvimos a encontrarnos!
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Giro
Rosana
Poe
—García... Nunca
he sabido tu nombre.
—Pedro.
—Pedro García... Así que tú fuiste el que me trajo...
—Sí.
—¿Cuántos años tenía?
—Tres o cuatro.
—¿De dónde me robaste?
—De un puente.
—¿Te pagaron bien?
—Bue'... más o menos... lo mismo de siempre.
—Lo de siempre... ¿Con quién estaba?
—Con tus padres.
—¿Cómo lo hiciste?
—Estaban distraídos.
—Tres o cuatro años... O sea que ahora, ¿qué tengo? ¿Cómo veinte?
—Veinte o veintiuno. Fue hace diecisiete. ¿Te acuerdas?
—No. En mi recuerdo más antiguo ya soy puta. ¿Me vas a ayudar?
—Sí.
—¿Tienes el coche allá afuera?
—Sí.
—¿Con quién hablaste?
—Con tus padres.
—Diecisiete años buscándome... ¿Te van a dar la recompensa?
—Sí.
—¿Es mucha?
—Bue'... más o menos... lo de siempre.
—¿Dónde nos esperan?
—En el mismo puente.
—¿Mis padres?
—Y tu hermano.
—Tengo un hermano... ¿Mayor?
—Sí.
—Me das asco, García... ¡Vámonos!
palabraescrita[at]gmail.com
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Francisco
José Expósito
El cabrón de Joan
me la ha vuelto a jugar, la puta droga lo está matando y también me
está matando a mí. Yo le recuerdo tan especial, después de tantas
mañanas juntos sin parar de reír y jugar y crecer, el amor de mi vida,
toda la infancia y adolescencia y ahora sólo somos estúpidos zombis
en busca de un poco de caballo. Recuerdo aquella foto tan especial
que nos hizo el tío Joaquín en la playa de Figueres, sólo se le ocurre
a Joan hacerse un turulo con la foto y después romperla, no se puede
ser más desconsiderado y ahora encima me roba para chutarse él solo.
¿Por qué hemos roto la armonía de aquella infancia feliz? ¿Por qué
tuvieron que morir nuestros padres en aquel accidente? ¿Por qué nadie
nos quiso escuchar…?
fjexposit[at]ya.com
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Ese día, un árbol...
Bertha
Carou
Desde acá, la veo tan
niña ¡y tan feliz! Me sonríe desde el retrato con la misma sonrisa
de los juegos con su hermano, o desde la sala donde se reunían todos
para celebrar la Nochebuena.
A medida que fue creciendo,
cambiaba su cuerpo de niña a mujer pero la sonrisa mantenía siempre
la dulzura de las cosas verdaderas y simples, el candor de la inocencia.
Cuando llegó el amor de la mano de Miguel, los sueños de Ana se concretaron.
Pero ahora, nada era
igual para la familia Sánchez después de lo sucedido aquella tarde.
El tiempo fue transcurriendo a un ritmo lento, como si se desangrara,
dejando a su paso, una estela de insatisfacciones. Pude observar en
Ana, cómo los años le habían ultrajado la piel tersa del rostro y
sostener en la espalda, el agobio del propio peso.
Hace varios días me percaté
de su ausencia. Me preguntaba por sus hábitos: el ir y venir por las
habitaciones, su estancia en la sala con la mirada vagando a través
de la ventana. Percibí cambios en la casa.
Gente desconocida para
mí, entraban y salían, iban y venían apresurados, hasta que ayer,
un coche blanco con cruces rojas a los costados, irrumpió de golpe.
Nunca lo había visto antes…
Antes… las risas de los
hijos de Ana y Miguel, hacían estremecer las paredes de la casa y
llegaban a mí en volutas de colores transparentes. Redonda y amarilla
era la de Mariquita; roja y envolvente, la de Pablo. Me llegaban con
un cascabeleo especial y sus vibraciones ondulaban en mi savia. Todas
las noches, los veía acostarse y yo, recogía sus risas para fabricar
los sueños.
Las risas de los adultos,
en cambio, tenían cierta opacidad viscosa; sobre todo una, la de aquél
día en que Ana se dio cuenta de que su marido la engañaba. La escuché
cómo saltó de su garganta amarga y hostil, culminando en una crisis
desacostumbrada.
Recuerdo que esa Navidad
tenía el rostro del desencanto. Yo quise acercarme a los chicos; recordándoles
los adornos festivos que adornaban mi copa y llevar así, algo de alegría
a sus corazones; extendí mis brazos todo lo que pude en inútil intento
fraternal, pero mis ramas apenas si alcanzaron el dintel de la ventana.
Vi brotarme de flores
varias veces y otras tantas se hinchó mi cuerpo con los frutos.
Llegó el día en que la
puerta de hierro que da a la calle se abrió para verlos partir tomando
nuevos rumbos; sólo quedó Ana con palidez melancólica y como única
depositaria de los recuerdos familiares.
Hoy, me ha dejado pensativo
una caja negra que vi salir de la casa; la sostenían varias personas,
dos de ellos, eran Mariquita y Pablo, ¡tan cambiados estaban! apenas
los reconocí; y a pesar de que debí alegrarme al sentir el olor vegetal
de la caja, una tenaza aprisionó mi savia y reservé todo el rocío
de la mañana para dejarlo caer sobre su tapa.
bcarou2004[at]yahoo.com.ar
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Mario
Santiago
Algo se detuvo
en el tiempo y fuimos niños otra vez jugando en este puente desde
donde estás a punto de arrojarte y yo no voy a detenerte. En mi habitación
aún escucho el chasquido del agua al recibir tu cuerpo, mientras yo
me alejaba sin querer mirar ¡Cuidado te vas a caer!, resuena mi voz
infantil ¡Tu mamá nos va a castigar!, y tú sólo reías, con una risa
atormentada y un brillo amargo en tus mejillas (la verdad, nunca te
vi tan hermosa). Tu mamá nos está mirando Marita. Y quizás ese siempre
fue el problema. He vuelto al puente a tirar aquella vieja foto (¿para
qué conservarla?). Al irme, vuelo la mirada para ver por última vez
a aquella niñita traviesa que jugaba sin miedo al vacío. ¿Tú me salvaras
verdad Nandito? Siempre Marita, siempre.
tiagomarsal[at]yahoo.com
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Abismo
Paula
Martínez Ruiz
La conocí en el parque,
junto al Puente de los Deseos, ese que tiene una baranda de piedra
y desde el que los chavales tirábamos migas de pan a los barbos.
Ella tendría unos cuatro
años, y siempre iba impecablemente vestida. Solía distraerse encaramándose
a la baranda de piedra, mientras La Tata que la cuidaba, hablaba con
su novio. Yo, con mis siete años, sentía un extraño vértigo cuando
la veía desafiar al equilibrio, tan menuda y sin saber lo que era
el miedo. Así que me impuse la responsabilidad de vigilarla para que
no le ocurriese nada.
Tenía algo en la mirada
que me tenía fascinado. En sus ojos, de un color entre miel y aceituna,
se podía leer, ya tan pequeña, que estaba saturada de abundancia.
Había en esa mirada una mezcla de desilusión, aburrimiento y deseo
de huida.
Nunca cruzamos más de
tres o cuatro palabras de cortesía. Ni siquiera supe jamás su nombre.
Ella jugaba en el puente y yo la escoltaba. Ahí comenzaba y terminaba
nuestra amistad.
Pasó el tiempo, La Tata
se casó y la niña no volvió al parque. Yo también crecí, aunque nunca
conseguí olvidarla. Sin saberlo, buscaba su mirada en todos los ojos
que me encontraba.
Cuando cumplí quince
años, mi tío me colocó de botones en el Banco donde trabajaba. Como
era discreto y aplicado, en unos años me coloqué los manguitos y llegué
a ser cajero. Desde mi puesto podía admirar a las señoritas más distinguidas
de la ciudad, pero ninguna conseguía llamar mi atención. Ninguna era
como ella.
Un día, tendría yo veintiún
años, la vi entrar en el Banco y el corazón me dio un vuelco. Llevaba
un vestido de organza, y en la cabeza, un discreto tocado y un recogido
en la nuca, lograban domar aquel pelo alborotado que de niña, escondía
bajo un bonete. Iba del brazo de un hombre de unos cuarenta años,
a quien yo conocía de vista, por ser cliente asiduo del Banco.
Enseguida, el director
salió de su despacho a saludarles, y él la presentó como su esposa.
—Un placer —dijo el director.
Ella le contestó con una ligera inclinación de la cabeza.
Yo, sin quererlo, no
podía apartar la vista de sus ojos. Después de tantos años, ahí estaban:
el mismo color entre miel y aceituna, la misma mirada de hartazgo,
el mismo aire aburrido, la misma querencia al abismo.
trinapalu[at]hotmail.com
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Tristeza premonitoria
Rosa Maria
García Barja
Ayer mientras desalojaban
los baúles de la mudanza, mientras se amontonaban los recuerdos y
los cacharros, encontré esta fotografía.
Se me escapa la tristeza
por los bordes de ese mundo rectangular color sepia. Mi pose de guardián
cansado sin rastro de sonrisa, desentonan con la alegría blanca de
Margarita.
Es curioso, miro sus
pies y ya, entonces, estaban al filo... su vida siempre ha estado
al filo de todas las cosas.
Si yo hubiese sabido...
que un empujón a tiempo le haría crecer las alas...
Mañana iré a verla. Es
su cumpleaños.
Al borde de su cabeza
hueca, me siento y tomo sus manos. Se aferra a ellas para deslizarse
en el barranco de su ayer sin miedo.
A ratos canta, a ratos
llora, a ratos quiere atrapar el agua del estanque, a ratos me pregunta
que cuándo nos vamos... (un reloj de musgo detiene el tiempo).
Nos vigila la enfermera
de este mundo de cuerdos.
Parece que fue ayer...
nadie sabe qué mecanismo cruel la mueve a ratos...
Cincuenta años de renglones
borrados de su memoria y de mi vida.
Hace frío.
Mi hermana se deja llevar...
al filo de una puerta que da acceso al pabellón de «esquizofrénicos
peligrosos».
rosadesastre[at]gmail.com
Ésta sección estuvo
abierta hasta
el día 24 de agosto de 2008
(pulsa
aquí para leer las participaciones en la siguiente entrega)
Pretérito
futuro...,
es una sección
ideada y coordinada por Carmen López León
(http://mural.uv.es/carlole/)
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ANTERIORES
SECCIONES PUBLICADAS DE
ESCRITURA COLECTIVA:
PERSONAJES SECUNDARIOS /
PINTURA VIVA /
PON COLOR A LAS PALABRAS /
CRUZA ESTA PUERTA Y ESCRIBE /
CUÉNTANOS UN VIAJE EN... /
PÓQUER LITERARIO /
PÍDELE AL MAR UNA HISTORIA /
LA TIENDA DE ANTIGÜEDADES /
ESPERANDO EN...
Ilustración página:
Fotografía por
Pedro Martínez ©
- N. de R.: Debido a un desafortunado accidente, la fotografía que
originalmente ilustraba esta página se dañó. Por ello, hemos sustituido
la misma por otra que pensamos cumple la misma función (aunque no
en todos los relatos).
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