El vagón de cola

Marcos Manuel Sánchez

Salgo pitando hacia la parada del metro. La tengo a veinte minutos de casa, así que, por la hora que es, debo apretar el paso. Mi jefe desea con fervor atrapar a alguno de sus subordinados en un apuro de estos para caer sobre él o ella como una bola de derribo. El otro día vi por la tele cómo echaban abajo una casa antiquísima golpeando la fachada a la vieja usanza, con el bolón macizo machacando la ruinosa pared. A la ruina moral quiere llevar mi jefe a todo aquel que le dé un motivo, aunque sea aparente, de desacato o inobservancia del procedimiento. Todo atisbo de iniciativa o creatividad queda mutilado al instante, sin conceder una burbuja de oxígeno al desgraciado aspirante a nada. Porque nadie puede pretender auparse en el escalafón corporativo. Eso queda reservado para los tocados por la divinidad.

Hoy es una de esas mañanas en que mi mente se manifiesta filosófica (o cree que lo hace) y me siento impulsado por una inquietud picante. He decidido saltar la norma desde el primer al último párrafo y plantar cara a la penosa realidad: Me enfrentaré a Ismael, mi jefe, pero nada de escenas subidas de tono. Me acercaré a él y le diré: «querido, ya está bien de reprimir tu homosexualidad, siempre he sabido que mi persona provocaba furor en tus carnes». A continuación le daré un beso de tornillo que le dejará sin respiración durante medio minuto. El paso siguiente será agarrarle de sus partes pudendas y hacerle creer que voy a estrujar su bultito, como hace él cada vez que amaga mediante una amenaza para terminar riéndose de tu cara de susto:

—¿Sabes que el informe que me has pasado es una auténtica basura? —me ha dicho en ocasiones. A las pocas horas lo ha olvidado y da su visto bueno como si la fina observación hubiese tenido como finalidad solamente recrearse en mi miedo. Cuando sea yo el que le esté tocando las pelotas, más bien creo que le daré unas palmaditas en la entrepierna, como si estuviera reconociéndole un trabajo bien hecho. Me conformaría con que la sangre le comenzara a bullir a alta presión en su cabeza cuadrada ya de por sí congestionada por el Riberita del Duero cosecha del noventa y cuatro o el Rioja Alta, acompañados de ciervo en salsa de arándanos, su debilidad. Le veo acercarse con su lengua presta a expulsar un veneno ácido y cáustico a la vez, como corresponde a su naturaleza bipolar. Pero, ¡qué veo!... me he despistado de nuevo con mis fantasías. Esta imaginación... Uf, ya está. He podido encajarme en el vagón de cola.

Que el metro a las ocho de la mañana resulta algo claustrofóbico no es más que un burdo comentario de alguien que no tiene dificultad en permanecer en un espacio cerrado, pero si pudiéramos ver el interior de los viajeros que nos rodean en un momento dado contemplaríamos a alguno sintiendo una auténtica agonía. Como tendría ocasión de comprobar en pocos minutos. Esa mañana, el destino me tenía reservado algo especial.

El metro arrancó y dejó atrás la estación de Pacífico. Volví a verme ante Ismael. Mi despreciado jefe había tenido el honor de ser bautizado con el nombre de quien el propio Mahoma, al colocarlo a la cabeza de su genealogía, había considerado padre del pueblo árabe.

El elemento que yo conozco no podría ser padre de nada. Su concepto de la vida y de los que le rodean se basa en principios difusos que él desea transformar en confusos, para coger desprevenido a todo aquel que pretenda conocerle.

Vaya, otra estación. Estamos ya en Diego de León, no me lo puedo creer. Es que divago de una forma... ¿Qué es esto? Un pedigüeño con su acordeón. Hala, a aguantar la perorata. Y yo que pensaba que ya no se veía gente así por el metro. Aunque hace la tira que no subo a este cacharro, ¿cómo voy a saber lo que pasa? El caso es que no tiene pinta de ser el típico corre andenes... mira, hasta suena armonioso. Sí, toca bien. Pues vaya suerte que ha tenido el pobre hombre. Igual en su día fue miembro de una afamada orquesta o trabajaba como ejecutivo en alguna multinacional. Quizá diseñaba campañas políticas para algún conocido mandamás. Quién sabe.

La vida nos hace jirones y el que no es capaz de recomponerse queda expuesto al vacío, a la negrura más absoluta. No conozco a nadie que en tiempos de crisis se haya arriesgado a facilitar las cosas al prójimo. ¡Hay que ver cómo lucha la gente por defender su terruño! Unos suben y suben y allá arriba quedan, contemplando ufanos al infeliz que debe someterse a las normas, pagar el precio de su mediocridad, el diezmo de su condición débil.

Los más fuertes sobreviven, sí, pero hay que saber sobrevivir en todas las situaciones. Basta que se vivan circunstancias extremas para que, en ocasiones, se incline la balanza. Quiero decir que cuando vienen mal dadas, el que está acostumbrado a sufrir consigue recomponerse y salir a flote mientras que el depredador nato que flota entre bambalinas puede acabar hundiéndose. Quien acapara el éxito en un terreno, sólo ahí es capaz de sacar ventaja y atacar. Es lo que Ismael ejecuta a la perfección. El ataque con mordida al cuello. Muerde y remuerde hasta notar que la yugular sangra y desparrama su espeso borboteo por todas partes.

Sí, el que lleva el nombre del séptimo imán de los ismaelitas es capaz de desgarrar a su contrincante aunque este nunca pretendiera constituir un rival. «Oye, Ismael, si yo solo te preguntaba la hora... ¿por qué me has fulminado como una pavesa?».

Hoy me encontraba con ganas, le tenía ganas, vaya. Me veía capaz de irritarle adrede solo para disfrutar con la detonación de su carga explosiva.

Ah, Ismael, qué bonitos ojos tienes, cómo me conforta tu papada temblorosa, tu sudor grasiento deslizándose por los mofletes de ese rostro lobuno de mirada audaz. Porque, Ismael, has de reconocer que si algo hay que resaltar de tu innoble persona es tu osadía sin límite, de horizonte tan amplio como la cancha que tu superior jerárquico te permite, es decir, un vasto terreno. Ahí es donde te ves seguro. En ese vasto terreno, Ismael. Quisiera estar a tu lado ahora mismo, en lugar de soportar el traqueteo de este vagón de metro y así poder decirte: ¿Es tu mirada felina lo que me subyuga ahora que te tengo tan cerca? ¿O quizá mi furor por tu repelente imagen se deba a un desequilibrio en mi interior? Por el momento, creo que dispongo de suficiente glucosa en el cerebro para asegurarte que no sufro ningún shock.

Ah, si pudiera... qué ganas tengo de llegar a su despacho... si pudiera tenerle delante le arrojaría dardos como:

«Ante todo quiero manifestarte algo, Ismael, y ese algo es... mi más profundo pésame».

«Te anuncio que para mí terminaste como opresor y acongojador de oficio, tío».

Pero la realidad me devuelve a los empujones en este vagón repleto de personas sencillas. Vienen de la calle, luego son sencillos. Es lo que decimos ¿no? Es uno cualquiera, uno de la calle... Ya está, la etiqueta lo explica. Y son sencillos porque los que viajan en jet privado o público no son los más corrientes. Bien es cierto que con esta crisis económica o eco lo que sea, venimos arrastrando desde hace años una carga que hasta a los tocados por la divinidad les resulta difícil acarrear. Tienen otras espaldas sobre las que apoyarla, claro, pero también les fastidia no poder seguir comiendo a diario en los templos del jalar más selectos del país o resignarse a viajar en clase turista; no digo nada de renunciar al cochazo de lujo de la empresa y conformarse con un cochazo de empresa a secas.

A todo esto, andamos ya por O´Donell. Bien, voy a llegar a mi hora y... ¡no, no caigas! No desees el camino fácil, qué caramba; se trataba de plantarle cara a ese vómito de hombre que me antecede en el escalafón. Bueno, sé que no debo verlo como una obsesión. Reconozco que me dejo llevar y no pienso en otra cosa que en devolverle los cinco años de malos tragos que me ha deparado mi vida laboral a su lado. Casi nada. Pienso confesarle que tantos momentos de tensiones y fracasos, tanta alarma sin motivo, esos engaños recurrentes a que me ha sometido para mantenerse al margen o llevarse laureles, nada de eso quedará en mi memoria a partir del momento en que cumpla mi promesa.

He notado que vamos bastante despacio por este tramo. Es que, desde luego, estos del metro no pueden cumplir con... ¿qué hace el del acordeón?, ¿acaso no existe otra canción en su repertorio? Ya está bien de repetir el mismo soniquete:

—«Si tú me dises ven, lo dejo todo...». Pues si me lío la manta a la cabeza te dejo en la próxima estación, macho. Prefiero ir andando que aguantar la serenata. Total, para una estación que queda… no, nada de eso. Perdería tiempo para...

Y dale. Es que no consigo hacerme a la idea. No debo ir como siempre, acogotado y sumiso porque voy a llegar tarde. Que le den por saco al sodomita ese... Me va a salir el nuevo trabajo de entrenador de baloncesto. Eso sí que va a ser vida. Hombre, esa chica del fondo del vagón me recuerda a la capitana del equipo. Tengo suerte de haber encontrado ese Colegio Mayor que necesitaba desesperado un entrenador para sus chicas. Es curioso que en este mundillo no se encuentren apenas entrenadoras. Por lo que a mi respecta ha sido la oportunidad que estaba buscando. Suena convencional pero es la verdad. He andado buscando esa oportunidad desde hace un año más o menos, cuando el innombrable jefe que tengo me jugó la peor pasada de la historia. Pues sí, ese que bautizaron unos padres amorosos con el mismo nombre del noveno rey nazarí de Granada, intentó cargarme un muerto. El marrón era de órdago. Producto fuera de especificaciones. Y mi firma era la única que iba a figurar en el documento oficial. Así que dije que no, que mis principios éticos me impedían hacer eso.

—¿Te das cuenta del error que estás cometiendo? —silbó entre dientes mi superior jerárquico.

—No, señor. No hay error en negarse a cometer un error —repuse.

Me miró con insanas intenciones, puedo jurarlo. Pero decidí no apearme del burro. «Así te duela como a la zorra los perdigones, charrán» —pensaba yo mientras lo tenía a él delante, sin despegar de mí esa mirada de verdugo que está maquinando alguna tortura de interés para su mente torturada.

—Has de saber —intentaba advertirme titubeando—... que tu bravuconería no va a pasar de ésta. Si es tu última palabra puedes estar seguro de que daré parte.

¡Oh, vaya! Dará parte... qué expresión tan poco usada.

«Eres un original pedazo de mierdecita anfibia, informe montón de grasa», era lo que me pasaba por la mente en la siguiente entrega de la colección de fotogramas que había atesorado en mi cerebro.

Cuando me encuentre frente a frente con el tipo, no voy a saber por dónde empezar. Creo que lo mejor será ir al grano y resultar lo más desagradable posible. Y lo mejor vendrá cuando haya conseguido convocar a todo el departamento. Será un momento épico que no olvidarán los demás acogotados que, como me ha sucedido a mí hasta esta crucial mañana en que he decidido pasar a la acción, han sufrido al insigne Ismael.

Bueno, y ahora ¿qué? Este tren se ha detenido completamente. Aquí pasa algo. Nos faltan aún unos centenares de metros para llegar a Nuevos Ministerios. Será que hay otro tren retrasado al que hay que dar paso.

Es curioso comprobar que cuando fijas un poco tu atención en la gente que te rodea en un vagón de metro, puedes imaginar todo tipo de historias. No sabes con certeza si serán gente corriente como aparentan, como parecemos la mayoría de los que utilizamos este medio, o si ocultan algo. ¿Qué podría ocultar este señor de la boina sentado a mi derecha? Podría ser un obseso, un enterrador, un adicto a la lectura, a las películas de terror, a los cuentos infantiles, un sacerdote de paisano o un sencillo padre de familia. Claro que el sencillo padre puede esconder una relación extramatrimonial o una perversión inconfensable. ¿Y si fuera un ladrón de guante blanco o negro? ¿Y un espía? Bueno, esa palabra ya no se lleva. Pero hay agentes al servicio de la inteligencia de los gobiernos con el aspecto de un hombre de la calle.

Qué fácil es caer en el tópico: hombre corriente, de la calle. Y es que lo mejor es pasar desapercibido. Es estupendo que te tomen por lo que creen que eres, porque lo más probable es que nadie se haga cábalas acerca de ti. Pero en cuanto despiertes la menor sospecha te echarán el ojo, pasarás a ser la diana del vejatorio club de vilipendiadores. Aquello que se imaginan que eres puede alcanzar límites insospechados. Y más si te rodean carnívoros de la peor especie, como ocurre en la empresa donde trabajo. Esperan sentados cómodamente a que des un traspié o te despeñes por un escarpado desnivel.

Nadie dará su apoyo a alguien que está cayendo, como a nadie que carezca de padrino interno. La figura del padrino interno cobró auge en la segunda mitad de la última década, en un momento en que la multinacional llegó a atender un considerable número de demandas de empleo. Estas llegaban de todas partes: de empleados de filiales europeas sobre todo, espantados ante la debacle de despidos masivos de los últimos tiempos.

Algunas corporaciones han decidido dejar en la calle a mucha gente. —«Vamos, qué falta de delicadeza» —suele decir mi jefe con absoluto cinismo. Para Ismael supone una coyuntura extraordinaria para repartir inseguridad y... miedo. Nada más fácil para su dudosa integridad que mantener insegura el alma del subordinado, que como candidato a sufrir las consecuencias de una regularización podría estar dispuesto a firmar un contrato de compra-venta con el diablo. Algunos piensan que Ismael y los de más arriba realizan verdaderos pactos con el Maligno. ¿Habrá vendido Ismael su propia alma en pena? Siempre pensé que eso de vender el alma estaba reservado a historias de moda en otra época. Viejos relatos de gran tirada en su día.

No es posible, llevamos un buen rato parados y no hay rastro de otro tren ni han usado el altavoz para informar de lo que pasa. Sea cual sea el motivo de esta inmovilidad resulta cabreante. El día que decido plantar cara a Ismael me veo embutido en esta caja de sardinas. Menos mal que hay aire acondicionado. Si no, iríamos camino de la deshidratación.

Aquella pareja de allá al fondo... Han dejado de besarse por primera vez desde que me metí en el vagón. El de la boina les mira descaradamente. No sé si por lo que dije sobre los obsesos pero me da la sensación de que les mira envidiando al chico. O quizá sea a la chica. Imposible distinguir.

¿Qué pasa? ¡Todo está a oscuras! No veo absolutamente nada. ¡Eh, conductor! No sé por qué chillo, el maquinista o como se llame está justo en la otra punta del tren. No puedo creer lo que está pasando. Alguien a mi lado me empuja: Eh, oiga, no atropelle...

—¡Qué gentuza! No pueden dejarnos aquí en medio —voceó otro al fondo—. ¿Es que no van a hacer nada?

Veo una luz tenue a lo lejos. Es una de esas de emergencia, pegada a la pared del túnel. Ni un sonido. Estamos en la penumbra y no se oye más que el roce de nuestras ropas. La respiración... En el vagón siguiente hay sombras que se mueven de un lado a otro. La mayoría permanece de pie. En este vagón debemos ser muy formales. Alguno golpea de forma ocasional la ventana, pero no dice nada.

—Oiga, señor, ¿usted ve algo? —me pregunta una voz que surge a mi derecha.

—Nada en absoluto. Los del vagón siguiente deben guiarse por alguna luz de penumbra, porque van de un lado a otro. Si se pega a la puerta que nos separa de ellos lo verá, pero no le aconsejo moverse. Yo lo hice hace un momento y me he golpeado con una barra. Todavía me duele.

—¡Que nos saque alguien de aquí! —ruge una voz grave rasgando la negrura. Por algún motivo desconocido, algunos viajeros creen que deben intervenir también: «Es que no hay derecho». —«Estos inútiles del metro no se han enterado de que estamos aquí». —«No funciona el aire acondicionado. Nos vamos a asar».

—¿Y si a alguno de nosotros le da un ataque? —protestó ofuscada una señora—. No pueden mantener el tren aquí más tiempo. Me voy fuera. —la mujer intenta apearse del vagón pero parece que la puerta no se abre.

—Están selladas —dice la voz que está a mi lado. Creo que es el de la boina. Estoy a punto de preguntárselo: ¿Es usted el obseso de la boina? La situación me está poniendo nervioso y no sé qué debería hacer. Busco en mi mente las normas aprendidas en tantos cursos para ejecutivos: «Respira hondo y retén el aire tres segundos. Después lo sueltas lentamente».

Inútil. Me pongo más nervioso. Es como las técnicas de negociación que intentan embutirte en el cerebro en esos cursos. En la práctica tienen poca aplicación: Que si has de esperar a que el otro diga la última palabra, que no muestres todos tus ases... «Reserva la mejor baza para el final» y cosas así.

Algunos encienden sus mecheros para intentar romper el velo opaco que nos rodea. Son sólo tres y no es suficiente. Lamento profundamente que cada vez sean menos los que fuman.

Una voz de mujer joven con acento alemán se oye nítidamente en la negrura:

—Yo me iba hoy a la Alemania, perro no sé si puedo. Esto que pasa no sé qué es.

Alguien próximo a ella intenta seguir una conversación:

—¿Y llevas mucho tiempo en España?

—Tres años. Es bastante, sí. Soy estudiante y me voy a mi casa en el verrano. ¿Y usted dónde vive?

—Eh... yo vivo en Madrid. Me cojo vacaciones ahora y marcho al pueblo.

En ese instante, un aviso suena a través de los altavoces:

—«Señores viajeros, vamos a efectuar un cambio de máquina, Rogamos que permanezcan en sus asientos».

Parece que la noticia cae bien entre los presentes. Además, podemos ver un poco mejor con la luz carmesí del anuncio electrónico que, inesperadamente, surge ante nosotros desde su hasta entonces apagada ubicación en el lateral del vagón. No se restablece la iluminación normal pero algo es algo. La parejita que se besaba con pasión momentos antes del apagón se ríe ruidosamente. El chico susurra cosas que resultan la mar de graciosas a los oídos de ella. Estoy apunto de rogarle que me lo cuente a mí. Siento una necesidad de saberlo que raya en lo inquietante. No acierto a saber qué influye exactamente en mis pensamientos, no consigo ver con claridad, ni dentro ni fuera de mí. Esto último por razones obvias: no hay rastro de un foco de luz que nos aclare de una vez esta noche cerrada que lo envuelve todo.

Vaya, ahora se mueve el vagón de enfrente... bueno, lo cierto es que no hay otro. Este es el vagón de cola. Entonces ¿qué significa que estén separando al resto y nosotros estemos aquí, aislados?

—¡Era lo que nos faltaba! —protesta una voz aguda, que no sé distinguir si es de hembra o de varón.

—Esto es la leche, ¡se han olvidado de este vagón! —añadió el hombre que hablaba con la mujer alemana.

—Pero, ¿es que no van a sacarnos de aquí? —gritó el chico besucón, que parecía haber perdido enseguida su vis cómica—. Yo me largo ahora mismo... —el intento fracasa al igual que el de la señora de antes.

—La puerta está bloqueada, ya lo advertí —insistió el de la boina.

—Pues la destrozaré —acto seguido, el joven arremetió contra la puerta a golpe de hombro, como en las películas.

—Pedro, que te vas a hacer daño —le avisó la novia—. ¡Quédate conmigo! —chilló.

Se levantan varios de los ocupantes de esta especie de ataúd colectivo, pretendiendo quizá resolver algo mediante la agitación caótica de sus brazos y el giro de sus cabezas a uno y otro lado. Parece como un hormiguero humano que hubiera sido pisado por un pie gigantesco. Lo que sucede es que la gente tiene aplastada la moral.

Ningún aviso más en los altavoces. El letrero electrónico continúa sin cesar su interminable tira de palabras, vacías de contenido útil: «Temperatura, 34º C, hora 13:42. Próxima estación Nuevos Ministerios».

—¡Que alguien nos saque de aquí! —aúlla una voz desesperada. La temperatura va aumentando al igual que la desesperación de todos nosotros. El resto del tren se ha alejado completamente del vagón de cola, esta tumba de metal donde nos encontramos. Antes me dio tiempo a contar los que somos: cuarenta y ocho. Casi medio centenar de desgraciados abandonados en una vía de metro. Qué ridículo. ¿Cómo no vamos a ser capaces de romper una ventana? Ahora mismo voy y... alguien se me ha adelantado y esta golpeando un cristal con su maletín.

—¡Vaya mierda! Ni se ha arañado. ¿Alguien tiene un martillo?

Otro le contesta con sorna:

—No, si te parece saco un destornillador del juego de herramientas del bolsillo y quito la ventana entera. Memo...

—Oye, a mí no me insultes, cara de huevo.

—¿Qué me has llamado? Eso lo será alguno de tus muertos, capullo.

Ambos ciudadanos se enzarzan en un intercambio de improperios que pronto da paso a la acción. Debido a una bofetada del contrario, uno de ellos pierde pie y cae sobre otros que están detrás. La que se arma en pocos segundos es monumental. Gritos, palabras malsonantes, empujones, golpes... parece que no quede nadie en este vagón-prisión con suficiente aplomo para estudiar una salida. Pero... claro, eso es, tengo que quitar los tornillos. Uno de esos exaltados lo dijo: los tornillos de la ventana. Tengo un cortaúñas que..., —¡cuidado!, casi me estrujan contra la pared estos energúmenos. Los chillidos de las mujeres resuenan con una frecuencia agudísima. La cosa empeora a cada momento.

El cortaúñas, tengo que sacar como sea el marco de la ventana. Vamos, eso es, así. A medida que progreso en mi esfuerzo de escapar a esta locura, imágenes de todo tipo van pasando por mi cabeza: luchas encarnizadas entre fieras. Sí, los que se golpean a mi alrededor me recuerdan a eso, son peores que eso; una manada de hienas devorándose los unos a los otros.

No sé cuánto tiempo llevo quitando tornillos y... ya está, ¡lo conseguí!

Nadie se ha dado cuenta. Claro, se han arremolinado casi todos en el otro extremo y con el tumulto que están armando es imposible que se enteren de lo que estoy haciendo. Bueno, espero que quepa por el hueco de la ventana. Un poco más y... ¡Fuera! ¡Estoy fuera del ataúd! Qué horror. Los de ahí dentro se están machacando. Debo encontrar ayuda. Ni me atrevo a avisarles. No me oirían siquiera. Allá se las compongan. Tal como están los ánimos es mejor dejar que se den cuenta por sí mismos de que hay una salida. ¿O estarán tan cegados por su odio que no la verán? Avisaré al jefe de estación en cuanto llegue al andén. Gracias a Dios me he librado de ese encierro. Prefiero mil veces enfrentarme a mi jefe. Sí, ese elemento que lleva el mismo nombre que dos Sha de Persia y un sultán alawi de Marruecos. Cuando esté frente a él le diré: «Ismael, he decidido que..., bueno creo que debo decirte... vaya, resulta... pues que... lo he olvidado».

No quiero dejar que el odio me ciegue, no señor. Prefiero pasar por conformista que dejarme llevar por una actitud intolerante. Como esos del vagón. Con su ceguera no se han dado cuenta aún de que hay una esperanza. Y es que muchos permanecen ciegos aunque los rayos del sol les inunden de luz.


💠 💠

Marcos Manuel Sánchez acaba de publicar
la novela El primer clon.


(
Reseña en: http://pendientedemigracion.ucm.es/info/
especulo/numero25/clon.html)

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mafiroco [at] hotmail [dot] com

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Juan J. Barinaga y Pedro M. Martínez ©

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▫ Relato publicado en Revista Almiar (2004). Reeditado en septiembre de 2020.

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