El platero de Éfeso

Juan F. Planas

Hubo por aquel tiempo un disturbio no pequeño
acerca del camino; porque un platero llamado
Demetrio hacía templetes de plata, que daban
no poca ganancia a los artífices.

HECHOS, 19


Primera jornada

Cuando Demetrio se ausentó del taller por una diligencia sus artesanos aprovecharon para aflojar un poco la disciplina. Como el día estaba algo pesado, se asomaron a la puerta para gozar del fresco y charlar animadamente mientras miraban a la gente que pasaba por la calle.

—¿Has visto la mujer que entró en el taller de Antínoo? —preguntó uno de los artesanos a un compañero.

—No. Estaba mirando al burro aquel que se ha empacado en la esquina —respondió el interrogado.

—¡Qué mujer te perdiste! Ya verás cuando salga, Lucrecio. Era una romana, por la vestimenta. Ahora están llevando los pechos al aire, casi —prosiguió el primero.

Todos se quedaron mirando a la puerta del taller de Antínoo, que también se dedicaba a la platería, como casi todos en aquel barrio.

—¿Dónde está Leandro? —preguntó Lucrecio—. Hace rato que no se lo ve.

—Dijo que volvía en seguida y se fue hacia el río. Últimamente se escapa muy seguido. Bueno, siendo el hijo del amo, no tiene mucho de qué preocuparse —contestó otro.

—¿A que ninguno sabe por qué desaparece Leandro del taller? —preguntó uno de los artesanos, dirigiéndose a los demás.

—Irá a algún burdel. ¿No crees, Nicanor? —respondió Lucrecio.

—¡Ahí sale la romana! —exclamó otro de los artesanos. Todos miraron en dirección del taller de Antínoo.

—¡Qué mujer estupenda! Tenías razón, Eusebio —dijo Nicanor. Cuando la romana hubo desaparecido al doblar la esquina, los artesanos apremiaron a Nicanor para que explicara las escapadas de Leandro.

—Bueno, les contaré, pero ¡ojo! Que no se enteren Leandro ni su padre de que lo saben por mí. ¿Entendido? Ocurre que el muchacho anda con una hebrea que vive con sus padres en la calle de los judíos. Creo que llegaron a Éfeso hace poco —explicó.

—¡Qué raro que se haya metido con una hebrea! Por lo general, los judíos se casan entre ellos —dijo Lucrecio, echando una mirada al interior del taller, para asegurarse de que la fragua se mantenía encendida.

—Sí, es cierto, pero creo que éstos son unos hebreos distintos, que siguen a un dios nuevo que ellos tienen —contestó Nicanor.

—Cuando Demetrio se entere, porque tarde o temprano lo sabrá, le calentará las orejas a su hijo. No le gusta que ande de juerga por ahí en vez de aprender el oficio —opinó Lucrecio.

—Si Leandro se entretiene mucho, volverá el padre y se enterará de que se escapó —dijo Eusebio.

—¿Fue muy lejos Demetrio? —preguntó Lucrecio.

—Creo que iba a buscar un modelo para un trabajo que le encargaron —contestó Nicanor.

—Me alegro por Demetrio, porque andaba preocupado por la falta de ventas —dijo Lucrecio.

—¡Buenos días, Tibita! ¿Ya hiciste las compras? Camina más rápido, que tu patrona te debe estar esperando —Nicanor saludó a una chica, sirvienta de Antínoo, que pasaba, cargando una cesta con pescado.

—Yo hace horas que estoy trabajando, Nicanor. Deberías estar en el taller, en vez de holgazanear en la puerta —replicó Tibita.

—¿Si entro al taller vendrías conmigo? Atrás, en el depósito de la leña, tengo una cosa muy bonita para mostrarte —contestó Nicanor. Por toda respuesta, Tibita le sacó la lengua y prosiguió su camino.

—Le gustan las bromas —dijo Nicanor—. Un día de éstos voy a...

—¡Atención! Ahí viene el amo —exclamó Eusebio.

Volvieron apresuradamente a sus puestos. Lucrecio agregó un pedazo de leña al fuego. Poco después, Demetrio ingresaba en el taller. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, sanguíneo, algo obeso. Venía transpirado por la caminata.

—¿Leandro no está? —preguntó, tras echar una mirada que abarcó todo el taller.

—Acaba de salir. Dijo que volvía en seguida —explicó Nicanor.

—¡Cómo pierde el tiempo este chico! Bueno, está bien. Muchachos, vengan todos aquí.

Quiero que vean el modelo de un nuevo trabajo. El cliente es nada menos que el procónsul —contestó Demetrio.

Todos rodearon al platero, que les mostró una copa de bronce. Las figuras cinceladas en ella representaban a Ares y Afrodita atrapados por la red.

—Por supuesto, la copa que haremos será de plata, y el doble de grande. El dibujo no es muy bueno, y el trabajo en general es bastante tosco, pero nosotros lo vamos a mejorar mucho. No olviden que todo lo que sale de nuestro taller debe tener un sello de distinción —dijo Demetrio.

Segunda jornada


A la mañana, Demetrio abrió el taller y después de dejar las cosas en orden se fue a dar un paseo por la ciudad. Hacía mucho que no salía de su casa y, como prácticamente no había trabajo —únicamente la copa que le habían encargado el día anterior—, juzgó que podía aprovechar para distraerse caminando.

La merma de pedidos lo preocupaba, aunque no demasiado; su larga experiencia en el comercio le decía que hay períodos en que la gente compraba menos de sus imágenes para luego volver a comprar. Siempre había pasado así. Otros plateros, en cambio, se alarmaban y veían cercana la ruina si los clientes no entraban continuamente a sus talleres.

Caminando despaciosamente, se llegó hasta el río y por un buen rato se entretuvo mirando la descarga de una barca. Luego continuó su paseo hasta que llegó a la plaza del templo de Ártemis. Allí saludó con la mano a Marco, el procónsul, que caminaba apresuradamente hacia el ágora. Como el paseo le había dado sed, se sentó en un banco frente a una taberna, y pidió vino con agua bien fría. Estaba disfrutando de la fresca bebida cuando vio que pasaba a poca distancia su colega Antínoo.

—¡Antínoo! ¡Estoy aquí, hombre! Ven a beber un poco de este vino conmigo —lo llamó.

Antínoo se acercó, sentándose junto a Demetrio.

—Se te ve acalorado, Antínoo. ¿Estás haciendo diligencias? —preguntó Demetrio.

—Fui a ver el precio de la plata. Sigue subiendo, aunque cada vez tenemos menos trabajo. Eso no nos ayudará en el negocio —respondió Antínoo.

—No, por cierto —concordó Demetrio—. Es de esperar que los precios se normalicen un poco.

—¡Eh! ¡Ahí va mi sirvienta Tibita con uno de tus artesanos! —exclamó Antínoo.

Demetrio miró en la dirección que señalaba su colega y vio a Nicanor que caminaba junto a la jovencita.

—Sí, es uno de mis artesanos. Cada vez que me ausento del taller aprovechan para escaparse y hacer alguna de las suyas. Lo malo es que mi hijo Leandro les da el ejemplo —dijo Demetrio.

—Nosotros también nos escapábamos del taller de nuestros padres cuando éramos muchachos, Demetrio. De todos modos, voy a hablar con Tibita. Es una chica muy prudente, pero no quiero que se descarríe —contestó Antínoo.

—No la regañes demasiado. Con seguridad, lo que pasa es que la chica fue a hacer alguna compra y Nicanor, que andaba merodeando, la vio y se puso a caminar junto a ella. Ese muchacho me tiene cansado con sus travesuras. Es un artesano de primera, eso no se puede negar, pero siempre anda de juerga. Y además, suele meterse en reyertas. Todos lo conocen en el barrio por sus peleas.

—Si no se corrige, te convendrá deshacerte de él —opinó Antínoo.

—Confío en que con el tiempo se enderezará. De todos modos, voy a hablar con él para que no moleste más a tu sirvienta —respondió Demetrio.

—¿Volvemos al trabajo? —propuso Antínoo.

Pagaron y se fueron caminando a través de la plaza. Al llegar al centro de ésta, Demetrio se detuvo, contemplando el templo de Ártemis.

—¡Qué hermosa construcción! Aunque conozco el templo de toda la vida, jamás me canso de admirarlo. Nunca se edificará otro que se le pueda comparar —exclamó.

—Es hermosísimo, es verdad. Y además, gracias a las maquetas de plata que hacemos podemos vivir —contestó Antínoo.

—Te confesaré que los templetes que hacemos los plateros, incluidos los que salen de mi taller, por más primor que tengan nunca me dan la impresión de majestuosa serenidad que tiene este edificio. —dijo Demetrio— Hay algo en él...

—¡Ahí están esos hijos de puta! ¡Por culpa de ellos se está hundiendo nuestro negocio! —exclamó Antínoo, repentinamente enfurecido, señalando a dos hombres que pasaban cargando un pesado rollo de lona.

—¿Cómo? ¡Pero si es Pablo, el lonero, con su socio! No sé cómo pueden perjudicarnos a nosotros —contestó Demetrio, sorprendido.

—¿No lo sabes? ¡Claro, nunca levantas las narices de tu mesa de trabajo! Para que te enteres, ese hebreo, desde hace unos dos años, cuando llegó a Éfeso, viene predicando una nueva religión que trajo de su país y dice a todo el mundo que Ártemis y nuestros demás dioses no son más que figuras de madera o de metal, que no existen en realidad y que los únicos dioses verdaderos son los que él predica —explicó Antínoo.

—¿Y alguien les hace caso? —preguntó Demetrio.

—¡Ya lo creo! Cada vez son más. el otro día, en esta plaza, mucha gente hizo una enorme hoguera con sus libros de magia. Dicen que los volúmenes quemados valían como cincuenta mil piezas de plata en total —contestó Antínoo.

—Es mucho dinero —comentó Demetrio.

—Sí, y son muchos los que se convierten a esta maldita religión. Ninguno de ellos comprará jamás uno de nuestros templetes —continuó Antínoo.

—Lúgubre porvenir, Antínoo —dijo Demetrio, pensativo.

—¡Ya lo creo que es lúgubre! Y las autoridades no hacen nada; estos hombres se pasean tranquilamente por la calle ofendiendo nuestra religión y arruinando al gremio de los plateros sin que el gobierno mueva un dedo. Si yo fuera el procónsul, ya los habría mandado ajusticiar, o por lo menos los deportaría —respondió Antínoo.

—¿Y si planteáramos una queja ante el procónsul? —sugirió Demetrio.

—¿Acaso crees que nuestros negocios le interesan al procónsul? Sólo se ocupa de robar todo lo que puede mientras le dure su cargo, y un día se irá de vuelta a Roma a disfrutar del botín, como hacen todos los funcionarios; además, estoy seguro de que es ateo, de modo que le importan un bledo nuestros dioses o los que traen estos extranjeros —dijo Antínoo con vehemencia.

Ambos continuaron su camino. Antínoo prosiguió descargando su ira contra la nueva religión, mientras Demetrio lo escuchaba gravemente.

—Lo que más me preocupa es que he comprado bastante plata a crédito; todavía falta para el vencimiento, pero si las ventas no repuntan, no sé cómo podré salir adelante —dijo Demetrio, por fin.

—Yo también estoy endeudado. Había pedido dinero para comprar plata igual que tú, Demetrio, porque veía que estaba subiendo y creí que iba a hacer una buena diferencia; pero las ventas no han hecho más que caer, así que no sé cómo podré pagarle al prestamista —respondió Antínoo.

Llegaron a sus talleres y se separaron. Demetrio preguntó si había entrado algún cliente; tal como se temía, la respuesta fue negativa.

Durante el almuerzo, que compartió con su esposa Nisa y con Leandro, permaneció taciturno, contestando con monosílabos cuando sus familiares le dirigían la palabra.

Como ningún cliente entró al taller en el transcurso de la tarde, el semblante del platero se ensombreció. Esa tarde, Demetrio mandó cerrar más temprano que de costumbre. Después de que se hubieron ido los artesanos, el platero se fue al patio a tomar el fresco bajo la higuera, tal como acostumbraba en verano, pero esta vez llevó una jarra grande de vino, y estuvo sirviéndose abundantemente mientras meditaba en lo conversado con Antínoo. Cuando llegó la hora de acostarse, Nisia debió conducirlo a la cama y ayudarlo a desvestirse, mientras Demetrio farfullaba cosas ininteligibles. Nisia sólo pudo comprender algo acerca de una nueva religión, y muchas palabrotas.

Tercera jornada


Demetrio se levantó de la cama con los síntomas corrientes en quien se embriagó la noche anterior. Como había poco trabajo, decidió acabar de despejarse en las termas. Antes de salir, dio algunas instrucciones a sus artesanos.

—Lucrecio, no es necesario que enciendas la fragua; por ahora tenemos bastantes templetes hechos, así que es mejor que ahorremos leña —dijo Demetrio en cuanto abrió el taller. Las finanzas de su negocio lo estaban comenzando a preocupar en serio.

Tras despedirse, salió a la calle. Al llegar a la esquina se cruzó con Tibita, que lo saludó respetuosamente. «Qué chica bien educada es esta Tibita. Siempre alegre, pero tiene buenos modales», pensó. Recordó entonces que debía hablar con Nicanor acerca de Tibita. Quedaría para el regreso.

Al cruzar la plaza, vio un grupo de personas que formaban un semicírculo. Se acercó.

En el centro del semicírculo, sosteniendo un largo palo rematado por una cruz de madera en la cual se encontraba fijada la figura de un hombre, estaba el socio del lonero Pablo, junto a una mujer —Demetrio juzgó que sería la esposa del que hablaba— y varios adolescentes.

—Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores —dijo el socio de Pablo.

—Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores —repitieron los demás.

—No nos dejes caer en la tentación —siguió el socio de Pablo.

—No nos dejes caer en la tentación —repitió el coro.

—Mas líbranos del mal —continuó el lonero.

—Mas líbranos del mal —repitieron los otros.

—Amén —concluyó el que hablaba.

—Amén —concluyeron todos.

Terminada la plegaria, los adolescentes que acompañaban al predicador se pusieron a distribuir pedacitos de papiro escritos. El lonero continuaba hablando:

—Hermanos míos, llevad con vosotros la oración que nos enseñó Jesús. Rezadla todos los días, al levantaros, antes de tomar el alimento, cuando os acostéis. ¡Fuera del camino de Jesús no hay salvación! —gritó—. ¡Sólo Jesús salva! Venid todos a la escuela de Tiranno, a escuchar la palabra de Dios.

Demetrio apartó desdeñosamente al muchacho que le ofrecía un pequeño papiro y continuó su camino. La escena presenciada había empeorado su malhumor.

Una vez en la terma, un baño frío y enérgicas fricciones con una esponja áspera le ayudaron a despejar los vapores del vino de la noche anterior. Luego pasó a una piscina de agua templada, donde se sentó con el agua hasta el cuello. Normalmente, con un baño templado su ánimo se serenaba y Demetrio quedaba de buen talante, pero esta vez no pudo olvidar sus tribulaciones y se quedó cavilando en el agua, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el borde de la piscina.

—¡Hola, Demetrio! ¡Dichosos los ojos que te ven, colega! —alguien que llegaba lo saludó jovialmente.

Demetrio levantó la cabeza y vio que se acercaba Demófono, el obeso platero que tenía su taller en la esquina de la fuente.

—¡Ah! ¡Qué agradable es el agua calentita después de un baño frío! —dijo Demófono, tras zambullirse con mucho estrépito.

—Sí —respondió brevemente Demetrio.

Demófono se sumergió por completo durante algunos segundos y apareció en la superficie soplando con todas sus fuerzas. Luego preguntó:

—¿Estás malhumorado, Demetrio? Si tu mujer te pidió alguna nueva prenda de vestir, dile que espere a que mejoren los negocios. Justamente es lo que le expliqué a la mía ayer, que se quejaba de no tener qué ponerse. Cuando le dije que por ahora no se podía, se enojó. ¡Bah! Ya se le pasará.

—¡Ojalá fuera una menudencia de ésas lo que me preocupa! Es algo mucho más serio —contestó Demetrio.

—¿De qué se trata? —preguntó Demófono.

—Los negocios no andan, como sabes, y tengo un préstamo que devolver. Para colmo, venía a las termas pensando en mis problemas y me encuentro precisamente con esos malparidos... —respondió Demetrio.

—¿Quiénes? —pregunto Demófono.

—Al socio del lonero Pablo, que estaba aleccionando a un montón de imbéciles en la plaza —aclaró Demetrio.

—Te refieres a los cristianos, según parece. El socio de Pablo es un hebreo convertido llamado Aquila, y siempre lo veo predicando en la plaza y otros lugares. Lo que no entiendo es qué tienes contra ellos —dijo Demófono.

—¿No lo entiendes? ¿No estás enterado de que esos cristianos dicen que nuestros dioses son falsos, Demófono? ¿No te das cuenta de que si logran convencer a todo el mundo no habrá quien nos compre nuestros templetes ni las imágenes de la diosa? —Contestó con vehemencia Demetrio.

—Me parece, Demetrio, que la cosa no es para tanto; hasta ahora, los cristianos son una pequeña minoría, de modo que si no vendemos nuestras imágenes es más bien por el encarecimiento de la plata, y porque la gente no anda con mucho dinero últimamente. Pero tarde o temprano las cosas se normalizarán —respondió con calma Demófono.

—Con todo, agrava las cosas. Si Pablo el lonero hubiese ido a establecerse a otra ciudad, tendríamos un problema menos —dijo Demetrio.

—Cierto, pero seguramente eligió predicar en Éfeso porque aquí vienen en peregrinación o para asistir a los juegos, gentes de toda el Asia occidental, sin contar con los demás viajeros de todas partes del mundo que nos visitan. De esta manera, no sólo predica a los efesios, sino que también puede hacer propaganda a distancia en todo el imperio. No es tonto ese Pablo; sabe bien lo que hace —observó Demófono.

—¿Es que se proponen echar por tierra el culto de Ártemis? ¡Esto no puede permitirse! —exclamó Demetrio, aún más encolerizado.

—¿Y qué quieres hacer? Cada uno es dueño de creer en los dioses que quiera. La diferencia que hay entre nosotros y ellos es que tú y yo podemos adorar a Ártemis especialmente mientras que veneramos también a Apolo y a los demás dioses del Olimpo. Los cristianos, en cambio creen que si su dios es verdadero los demás son necesariamente falsos. ¿Pero crees que podríamos perseguirlos porque sean fieles a su conciencia? Te aseguro, Demetrio, que no se si me parecería razonable —respondió Demófono.

—¡Oh! Lo que faltaba para echarme a perder la mañana; ahí viene el prestamista Glauco —dijo Demetrio.

Un hombre delgado y bajo, entre los cincuenta y los sesenta años, se acercó a la piscina. Al ver a los plateros, se aproximó a ambos.

—¿Cómo están, amigos? Me alegro de encontrarlos —dijo el recién llegado.

—La alegría es mutua; lástima que justamente nos íbamos —contestó, con pocos miramientos, Demetrio.

—¡Oh, qué pena! ¡Me hubiera agradado tanto poder compartir una agradable charla con ustedes! —respondió Glauco. La voz comedida y la cortesía afectada del prestamista irritaron a los plateros.

—Es una pena, Glauco. Lo que ocurre es que tenemos que volver al trabajo —explicó Demófono, mientras él y Demetrio salían de la piscina.

—¿Sí? Yo hubiera creído que tenían mucho tiempo libre. Oí decir que los plateros se estaban lamentando por la falta de ventas —replicó Glauco.

—Siempre hay algo de trabajo en el taller, Glauco. Y si el amo esta presente, los negocios van mejor —dijo Demófono.

—Cierto, cierto. Bueno, no los entretengo más. Que vendan mucho..., así pueden saldar esas cuentitas que tenemos —los despidió Glauco comedidamente.

Una vez en la calle, Demetrio pateó con fuerza una piedra, que salió disparada.

—¡Ese maldito cabrón está esperando que no le podamos pagar para comernos el hígado como a Prometeo! —dijo con furia Demetrio.

—La verdad es que es un problema. Dentro de un mes tengo que pagarle mi deuda, y si las ventas no mejoran no sé cómo voy a salir del paso. Tal vez tendré que prendar un terreno que poseo en el campo... Qué sé yo —contestó Demófono. Esta vez parecía preocupado.

—Y mientras nosotros y nuestros artífices nos matamos trabajando él está ocioso todo el día —dijo Demetrio.

—Así es —respondió Demófono.

Siguieron su camino. Al pasar por la plaza, vieron nuevamente una multitud que escuchaba a alguien que estaba predicando.

—¡Cada vez son más! Ahora son el doble que esta mañana —dijo Demetrio.

Al final de la tarde, Nicanor se acercó a Demetrio para informarle que había terminado de hacer la copa y que restaba cincelar el motivo de Ares y Afrodita. Demetrio se acordó entonces de que debía reconvenir al muchacho acerca de su trato con Tibita y de su conducta en general. Para sorpresa de Demetrio, Nicanor escuchó el sermón en silencio y con mansedumbre, y luego prometió mantener una buena conducta en lo sucesivo.

«Al menos una satisfacción en el día. No todo lo han echado a perder los cristianos aún», pensó Demetrio.

Cuarta jornada


Cuando Demetrio acabó de desayunar en compañía de su familia suspiró; comenzaba otra difícil jornada, casi seguro que sin ventas y sin ningún trabajo pendiente, salvo la copa que había terminado de formar Nicanor.

—Leandro, vas a poder lucirte: hay que hacer el dibujo de la copa. Quiero que muestre un sello de distinción, como todo lo que sale de nuestro taller —dijo Demetrio, dirigiéndose a su hijo.

Leandro se puso serio al oír a su padre. Con aire vacilante, preguntó:

—¿Es que quieres que yo haga el dibujo de Ares y Afrodita?

—Sí, eso mismo, hijo. Es verdad que podría encargarse Nicanor de ese trabajo, pues él fue quien empezó la copa, y además es muy hábil en el dibujo, pero como fue el único que tenía alguna ocupación estos días, quiero que descanse un poco. Además, así mantienes la mano —explicó Demetrio.

Leandro no contestó. Su semblante estaba demudado.

—¿Te ocurre algo, hijito? —preguntó la esposa de Demetrio, alarmada.

—Padre, yo... yo... No. ¡No puedo hacer eso!

—¿Cómo? ¡Qué tontería! Si has hecho trabajos más difíciles. Eres muy competente en el oficio, Leandro. En dos o tres días lo tendrás terminado. Y luego podrás seguir escapándote para ver a tus amiguitas —replicó Demetrio, tratando de decir algo alegre.

—¡Es que me es imposible tallar esas imágenes idolátricas, padre! —respondió Leandro, con acento desesperado.

—¿Qué estás diciendo? No entiendo nada —dijo Demetrio, totalmente confundido.

—Esas imágenes lascivas de Afrodita y de Ares que quieres que grabe en esa copa son ídolos, padre, son imágenes de falsos dioses. Si yo hiciera lo que me pides pecaría contra el único dios verdadero —contestó Leandro, cuya voz ponía de manifiesto lo alterado que estaba.

—¡Hijito, no blasfemes! —exclamó la madre, aterrorizada.

—Acaso..., acaso te has unido a esos cristianos malditos... —dijo Demetrio, lleno de cólera.

—Padre, me he convertido a la verdadera fe —repuso Leandro, que había compuesto algo su voz— Hasta ahora no me pude decidir a decírtelo, pero ya lo sabes. ¡Si supieras lo hermoso que es ser cristiano! Todos los días rezo para que te conviertas y entres en la comunión con...

—¡Basta, Leandro! Sólo porque eres tan joven se te pueden perdonar esas tonterías. Pero yo soy tu padre, y en esta casa mando yo. Te ordeno que comiences la tarea que te asigné, y que desde este momento no tengas más tratos con esos piojosos cristianos —lo interrumpió airadamente Demetrio.

—¿Piojosos, padre? No los llames así, pues tu hijo es uno de ellos. Son gentes muy buenas, muy gentiles. Aman a todo el mundo, incluso a sus enemigos, a quienes los persiguen —contestó con vehemencia Leandro. Más suavemente, prosiguió: —La que será mi esposa es cristiana.

—¡Ah, ésas tenemos! Ahora veo cómo aumentan su clientela; me imagino a las cristianas a la puerta del templo, invitando a los transeúntes a que pasen. Es un buen sistema. ¿Cobran muy caro el ingreso al cristianismo? —replicó Demetrio con una sorna feroz.

—¡Padre, no quiero que injuries a...! —replicó Leandro, exaltado.

—Injurio a quien me da la gana; si no te gusta, puedes irte a vivir con los cristianos —lo interrumpió Demetrio.

—Me iré, padre —contestó Leandro, levantándose de la mesa.

—¡Leandro, hijo mío! ¡No puedes dejarnos! —gritó la madre, desesperada.

—¡Que se vaya! Vamos a ver que tal le sienta la vida entre esos puercos —dijo Demetrio.

Leandro se levantó y salió de la habitación en silencio. Como la madre comenzó a llorar y lamentarse amargamente, Demetrio le ordenó que callara, y fue a sentarse bajo la higuera, rumiando su cólera. Estuvo así un par de horas. Cuando su mujer fue llorando a anunciarle que Leandro, tras hacer un paquete con sus pertenencias, se había ido, Demetrio contestó desabridamente:

—¡Mejor, así estará entre su gente!

Por fin, entró en el taller. Los artesanos callaron al ver a Demetrio. Únicamente se oía a Nicanor trabajando con la copa. Para librarse de la tensa atmósfera del taller, Demetrio asomó a la puerta, justo cuando llegaba Antínoo, furibundo.

—Me dijeron lo de tu hijo, Demetrio. ¡Es el colmo! Sólo faltaba que los cristianos nos quitasen a nuestras familias. ¡No puedo creerlo! —dijo Antínoo.

—Pues ya lo ves. Es tal como te dijeron, Antínoo —respondió Demetrio.

—¡Malditos sean! ¡Son una verdadera plaga! Ayer me enteré de que Tibita también se ha convertido. Ya los tenemos metidos en nuestras casas —vociferó Antínoo.

Algunos plateros y artesanos del vecindario se acercaron para ver qué pasaba.

—Demetrio, ¿por qué en vez de quejarte no echas a esos cristianos que están en la esquina predicando? —preguntó un artesano.

—¿Cómo? ¡No me digas que vienen a predicar a nuestro barrio! —contestó sorprendido Demetrio.

—Puedes ver con tus propios ojos a dos macedonios, amigos del lonero Pablo, en la esquina, junto a la fuente —dijo el artesano.

Demetrio miró hacia donde le indicaba el artesano y vio a dos hombres que dirigían la palabra a algunos oyentes. Fuera de sí, gritó, dirigiéndose a los presentes:

—¿Vamos a permitir esto? ¡Echémoslos a puntapiés! ¡No podemos tolerar que tengan la desvergüenza de insultar a la diosa en el mismo barrio de los plateros!

Los artesanos de Demetrio habían salido a la calle, y también los artesanos de otros talleres y los vecinos asomaron a sus puertas. Lucrecio gritó:

—¡Grande es Ártemis de los efesios!

La multitud, ya crecida a esta altura de los acontecimientos, coreó el vítor y todos corrieron a la esquina. Instantes después, los macedonios se encontraron rodeados por la enardecida muchedumbre.

—¡Abajo los cristianos blasfemos!

—¡Sinvergüenzas!

—¡Vamos a darles una paliza!

Los macedonios se veían zamarreados por la turba, en medio de amenazas y maldiciones. Sólo la aparición de Demófono trajo un respiro a los cristianos.

—¿Qué ocurre, amigos? ¡Por favor, evitemos violencias! ¡No maltraten a estos hombres! —clamó, alarmado, Demófono.

—¡Vamos a darles su merecido! —respondió Antínoo.

—Escúchenme, por favor —dijo uno de los macedonios, aprovechando el momento de calma— no deberían irritarse con nosotros, pues les aseguro que no nos ha traído aquí sino nuestro amor por ustedes.

—¿Ah, sí? ¿Por amor a nosotros estás arruinando nuestro comercio, Gayo? —contestó Demetrio.

—¡Por amor a ustedes queremos que conozcan al Dios verdadero! —exclamó con voz vibrante el cristiano.

—¡Grande es Ártemis de los efesios! —gritó Demetrio.

—¡Grande es Ártemis de los efesios! —gritó la multitud.

—¡Llevemos a los cristianos al teatro para juzgarlos! —propuso Antínoo.

Sin prestar oídos a las moderadas exhortaciones de Demófono, se lanzaron todos hacia el teatro, llevando por la fuerza a los atribulados macedonios. Muchas personas que veían pasar a los plateros con sus cautivos se sumaron a la manifestación, y cuando llegaron al teatro sumaban varios miles. Unos gritaban una cosa y otros otra, porque los más no sabían por qué se habían reunido y la multitud estaba confusa.

—¿Has visto entre quienes hemos venido aquí a tu artesano Nicanor? —preguntó Antínoo, mientras él y Demetrio marchaban hacia la escena.

—No. Por lo menos, no está junto a los demás muchachos del taller. ¿Se habrá perdido entre la gente? —contestó Demetrio.

—No creo que esté con nosotros. Me dijo uno de mis artesanos que también Nicanor se ha convertido al cristianismo. Parece que fue Tibita la que lo atrajo a las reuniones. Como ves, también se están infiltrando entre nuestros artesanos. ¡Tenemos que pararlos, Demetrio, o sucumbiremos! —dijo Antínoo.

El tumulto, entre tanto, no hacía más que aumentar. La gente había tomado ubicación en la graderías y el alboroto era indescriptible. Demetrio pidió silencio con la mano. Debió reiterar sus ademanes muchas veces, pues la multitud no se aquietaba. Los plateros habían conseguido que el lema de ¡Grande es Ártemis de los efesios!, prevaleciera sobre las diversas consignas y los presentes la coreaban incesantemente. Por fin, Demetrio logró algo de calma e inició un discurso:

—Ciudadanos de Éfeso: Sabemos que del trabajo de los plateros obtenemos no sólo las ganancias de quienes estamos involucrados directamente en la actividad, sino también la riqueza que hace próspera a la ciudad toda. Pero vemos y oímos que este Pablo, no sólo en Éfeso, sino en casi toda Asia, ha apartado a muchas gentes con persuasión, diciendo que no son dioses los que hacemos con las manos. Y no solamente hay peligro de que nuestra actividad decaiga, sino también de que el templo de la gran diosa Ártemis sea estimado en nada y comience a se destruida la majestad de aquella a quien venera toda Asia occidental y el mundo entero.

El discurso de Demetrio enardeció a los presentes, que nuevamente se pusieron a gritar ¡Grande es Ártemis de los efesios! A partir de aquel momento, fue imposible calmar a la multitud. Los dos macedonios, que se encontraban sobre la escena con Antínoo, Demetrio y otras veinte o treinta personas, estaban visiblemente inquietos. Demetrio intentó sosegar a la gente, pero sus esfuerzos eran vanos. La agitación estaba alcanzando un peligroso paroxismo cuando, súbitamente, todo el mundo se calló.

—¡Los soldados! —exclamó Lucrecio.

Más de un centenar de soldados de la guarnición romana habían ingresado en el teatro. Pronto la escena quedó rodeada y los soldados quedaron de cara a las graderías. Marco, el procónsul, entró en la escena acompañado por un centurión.

—Tú, Demetrio, y los dos cristianos quédense conmigo en la escena —dijo, con voz alta y autoritaria. Luego agregó: —Los demás, diríjanse a las graderías.

La multitud estaba ahora en silencio, esperando los acontecimientos. Marco paseó su mirada por las graderías durante algunos momentos y luego empezó a hablar.

—Ciudadanos efesios: ¿Hay alguien que ignore que esta ciudad es guardiana del templo de la gran diosa Ártemis y de la imagen venida de Zeus? Puesto que esto no puede contradecirse, es necesario que ustedes se tranquilicen y no obren precipitadamente, pues han traído aquí a estos dos hombres a la fuerza, sin que sean delincuentes ni hayan blasfemado contra la diosa. Y si Demetrio y los plateros que están con él tienen pleito contra alguno, audiencias se concederán, y magistrados hay; que unos acusen legalmente a los otros. Y si ustedes tienen alguna petición, en legítima asamblea se debe decidir, porque, no habiendo ninguna causa legalmente válida para esta reunión, podrían ser ustedes acusados de sedición. Esto es todo, ciudadanos efesios. Los invito a que se retiren del teatro y continúen sus pacíficas actividades.

Marco observó al público mientras se vaciaba el teatro. Luego se dirigió a los dos macedonios:

—Ahora pueden irse a sus casas o adonde prefieran. Si alguien los volviese a molestar, acudan inmediatamente a las autoridades.

Los cristianos se fueron, tras agradecer respetuosamente al romano. Éste agradeció al centurión y lo autorizó a retirarse con su fuerza. Luego Marco se dirigió a Demetrio:

—Ven a sentarte conmigo un momento, Demetrio; tenemos que hablar algunas palabras —dijo.

Ambos tomaron asiento en la platea, ahora desierta.

—¡Buena la hiciste, Demetrio! ¿Por qué un hombre tan pacífico como tú se decide a promover un amotinamiento? —preguntó Marco.

—Es que con los cristianos me ha caído encima la desgracia, Marco. No sólo me estoy arruinando; es peor que eso —respondió Demetrio, todavía irritado.

—¿Te refieres a la querella con tu hijo? —preguntó el romano.

—¿Te has enterado de eso? —contestó sorprendido el platero.

—Yo me entero de muchas cosas, Demetrio. Comprendo que estés alterado, pero lo que hiciste hoy fue una imprudencia muy grave. ¿Sabes que Pablo quería venir al teatro? Yo mismo le mandé una persona para disuadirlo. No sé lo que podría haber ocurrido si se presentaba aquí en lo peor del tumulto. ¿Te gustaría encontrarte procesado por homicidio y sedición?

Demetrio no supo qué contestar. Marco percibió la confusión del platero y, ya sin severidad, prosiguió:

—Que quede entre nosotros, Demetrio, pero si como funcionario debo condenar oficialmente tu acción, como leal romano te justifico.

Tampoco esta vez encontró respuesta el platero.

—Antes de que me destinaran a Éfeso, serví a Roma en Judea, y desde entonces vengo observando a los cristianos; por cierto, ya en aquel tiempo desconfié de ellos. Es verdad que siempre hablaban de amar al prójimo. El mismo fundador de esa doctrina, un tal Jesús, decía que los pacificadores son bienaventurados; ahora bien, ese Jesús algunas veces (las menos, eso sí) tuvo algunos dichos un tanto llamativos: por ejemplo, que él había llegado a traer la espada, y no la paz; o que había venido a dividir el hijo y el padre, la hija y la madre. ¿Qué te parece? —dijo Marco.

—Sí, es bastante llamativa esa forma de hablar. Por cierto, ya introdujo la división entre mi hijo y yo. ¿Ese Jesús era un individuo violento? —preguntó Demetrio.

—No, eso no; hay que reconocerlo. Dicen que una vez agredió a unos vendedores ambulantes frente al templo, en Jerusalén, pero fuera de ese episodio, no sé de ninguna violencia por parte de aquel hombre —contestó Marco.

—¿Y por qué desconfiaste de ellos desde el principio? —preguntó Demetrio.

—Por varias razones, Demetrio. Por un lado, esos dichos de Jesús son inquietantes de por sí; luego, está el hecho de que en cuanto empezó a difundir su doctrina comenzaron las disensiones entre los judíos que se convertían al cristianismo y los que se oponían a la nueva religión. Yo mismo tuve que apaciguar algunos disturbios en Jerusalén. Mientras hicieron propaganda entre los judíos el problema, al menos, quedaba circunscrito a los hebreos. Por cierto, ese Aquila, el socio de Pablo, fue expulsado de Roma a causa de los tumultos que se producían en la capital —dijo Marco.

—¿También llegaron a Roma? —exclamó Demetrio.

—Sí —Marco se rió— Lo gracioso es que como allí no entendían lo que pasaba, para acabar con las bataholas echaron a todos los judíos.

—Pero ahora hay muchos cristianos que no son hebreos —observó el platero.

—Es verdad, y ahí está la cuestión. Desde que Pablo empezó a predicar, están haciendo una propaganda furiosa para que todos dejen sus creencias anteriores y se conviertan al cristianismo. Y por cierto que les va bien con su prédica. Encontramos cristianos en todo el imperio —dijo Marco, suspirando.

—¿También entre los ciudadanos romanos? —preguntó Demetrio.

—También, Demetrio. Y no creas que sólo convierten a esclavos y artesanos; hay mucha gente de calidad en Roma que se ha hecho cristiana. Y hasta se han infiltrado en el ejército —respondió Marco.

—¿Es posible? —dijo Demetrio, lleno de estupor.

—Muchos soldados se han convertido al cristianismo; y también unos cuantos oficiales —continuó Marco.

—¡No puedo creerlo! —exclamó el platero, que iba de sorpresa en sorpresa.

—Pues es tal como te lo digo. Incluso... —el romano vaciló por un momento antes de proseguir—. Incluso me han dicho que Sergio Pablo, el procónsul de Chipre, se ha hecho cristiano. Te ruego que no comentes con nadie esto que te dije, Demetrio.

El platero, abrumado, no contestó. Marco se puso de pie.

—Te recomiendo nuevamente la mayor prudencia, Demetrio. Lo de hoy terminó bien, pero no quiero más alteraciones del orden dentro de mi jurisdicción —dijo el romano.

—Pero, ¿no hay manera de contener a los cristianos? —respondió Demetrio, que también se levantó.

—Sus actividades no son ilegales, de modo que no se puede proceder contra ellos; y, además, tienen derecho a que los magistrados les demos protección. Desde luego que si algún día Roma los coloca fuera de la ley pondré el mayor empeño en combatirlos. Me parecen peligrosos, aunque sólo sea porque afirman que pronto el mundo se acabará; ¿te imaginas si todos abandonaran sus obligaciones habituales y se sentaran a esperar el final? Bueno, Demetrio, te dejo en paz. Una cosa: si llegara a tu conocimiento que los cristianos están acopiando armas, o que se reúnen furtivamente, házmelo saber —contestó el procónsul, dando por terminada la conversación.

Demetrio regresó a su taller caminando a paso lento, sumido en sus preocupaciones. El furor se había disipado de su ánimo, y ahora lo dominaba el abatimiento. Veía como todo lo que era importante para él se derrumbaba: su familia, su negocio, el culto de la diosa. Cuando pasó frente al templo, se detuvo. ¿Estaría siempre allí, tan hermoso e imponente? ¿O algún día los cristianos lo destruirían para edificar una de sus iglesias con las piedras de la demolición? Apesadumbrado, el platero oró:

—Oh diosa, que, al menos en mis días, vea tu templo en pie y lleno de fieles. Sigue protegiéndonos e inspírame para que pueda alimentar a mi familia.

Quinta jornada

El desayuno transcurrió casi en silencio. La esposa del platero ya no lloraba, pero su triste semblante ponía de manifiesto sus sentimientos. También Demetrio estaba acongojado. Cuando terminaron de comer, fue al patio y se sentó bajo la higuera. Estuvo un par de horas inmóvil y con la mirada en el vacío hasta que Rode se dirigió a él:

—Padre, esta mañana le recé a Ártemis para pedirle que te reconcilies con Leandro. ¡Lo extraño tanto! ¡Cómo me gustaría que volviese con nosotros!

—Tu hermano ha querido irse para casarse con una cristiana, Rode —respondió Demetrio, sintiendo que la garganta se le oprimía.

—¿No puedes decirle que vuelva y que traiga a su mujer cristiana? —rogó la niña.

—Demetrio, la casa es grande, y Leandro podría vivir con su mujer perfectamente —dijo la esposa del platero.

—Es que no es ésa la cuestión, Nisia. ¿No comprendes, mujer, que Leandro considera que nuestros templos e imágenes no son más que ídolos falsos, que nunca volverá a trabajar conmigo en el taller? —respondió Demetrio.

—¿Y qué importa eso? Podrías decirle que vuelva, que si no desea hacer los templetes puede trabajar en lo que le guste. ¿No ves que Rode y yo estamos sufriendo? —dijo la mujer, que se puso nuevamente a llorar.

—Padre, sé buenito —suplicó la pequeña.

Demetrio ya no pudo resistir. En el fondo, él mismo deseaba poner fin a la querella con su hijo. Estrechando a la niña contra su pecho, dijo:

—Muy bien, hija; iré a hablar con Leandro. ¿Sabes cómo encontrarlo? —agregó, dirigiéndose a su mujer.

—El que podría decírtelo es Efraín, el padre de la novia de Leandro. Me dijeron que vive en el callejón de los pescaderos, donde tiene su taller de zapatería —respondió Nisia.

Demetrio se despidió y salió a la calle, que encontró con su aspecto apacible de todos los días. Se encaminó hacia el Meandro y un rato más tarde se encontraba en la parte más pobre de la ciudad. «Es el colmo de las desgracias. ¡Tener que pedirle a este cristiano extranjero que me diga dónde puede encontrar a mi hijo! ¡Qué humillación, por Zeus! ¿Cómo me recibirá? Al fin y al cabo, después de lo de ayer en el teatro, es muy natural que Efraín me deteste. ¿Y si me insulta? Peor para él. No voy a tolerar que me ofenda», pensaba Demetrio mientras caminaba junto al río. Por fin, encontró el callejón de los pescaderos, uno de los más miserables de aquel barrio. El platero se internó en él, tratando de no respirar el humo de los montones de basura que ardían ni el fuerte olor de pescado. Cuando preguntó por el taller del zapatero Efraín le señalaron una casa ruinosa, como todas las que formaban la mísera vía. Una de sus puertas estaba abierta, y dos hombres estaban sentados ante un banco de trabajo, cerca de la calle para aprovechar la luz natural. Uno de ellos era Leandro; el otro, de cabellos y barba encanecidos, tenía un zapato a medio terminar en una mano y una cuchilla en la otra, y parecía estar explicándole algo al muchacho, que miraba atentamente la pieza de calzado. Demetrio se acercó.

—¡Padre! —exclamó Leandro, sorprendido.

—Leandro, tu madre y Rode están muy apenadas; y yo también, por cierto. Ya no objetaré que seas cristiano; puedes casarte con tu novia cristiana, también. Tu madre y yo queremos que tú y tu mujer vivan con nosotros en paz —dijo Demetrio.

—¡Alabado sea Dios, que ha escuchado nuestras oraciones! —dijo alegremente el hombre que estaba con Leandro.

Demetrio miró al que había hablado y le preguntó:

—Tú eres Efraín, ¿verdad?

—Sí, Demetrio, y me siento dichoso de conocerte —mirando hacia el interior de la casa, el cristiano llamó: —¡Miriam! Ven aquí, hija!

Una jovencita entró en la habitación que hacía de taller. El platero la encontró algo menuda y tímida, pero la aprobó íntimamente. Efraín, con jovialidad, hizo las presentaciones. Cuando Leandro le explicó a Miriam que Demetrio ya no se oponía a su matrimonio y que los invitaba a vivir en la casa de la calle de los plateros, Miriam dijo:

—Padre —porque así te llamaré en adelante—, te aseguro que seré una esposa fiel y obediente para Leandro.

Estas palabras agradaron a Demetrio, que ya no sentía la tensión del momento inicial; con todas sus rarezas, los cristianos sabían cómo debe ser una familia.

—Seguramente la comida debe estar casi lista; me agradaría mucho, Demetrio, que almorzaras en nuestra compañía —dijo Efraín.

Demetrio aceptó, y poco después Miriam los hizo pasar a otra habitación, que hacía de comedor. Lo modesto del mobiliario le hizo comprender al platero que el taller de Efraín no era demasiado próspero. Pero el cristiano era alegre, y el almuerzo transcurrió jovialmente. Antes de empezar a comer, Efraín oró junto con Miriam y Leandro para agradecer la comida. «Habrá que acostumbrarse a estos usos extraños», pensó el platero. Viendo que en la pared estaba una cruz con una figura humana, preguntó a su hijo:

—¿Qué significa esa cruz que he visto antes entre los cristianos?

—Se llama crucifijo, padre. Jesús murió crucificado para redimirnos, y por eso los cristianos suelen tenerlos en sus casas. Muchos llevan pequeños crucifijos colgados del cuello —contestó Leandro.

Miriam se levantó y salió del comedor.

—Bueno, hijo, conviene que vengas conmigo a casa. Ya sabes que tu madre y tu hermana te esperan ansiosamente —dijo el platero.

—Sí, vamos. Luego iré a la casa de Tiranno, donde tengo mis cosas, para traerlas de vuelta —respondió el muchacho.

Miriam, que había vuelto, se dirigió a Demetrio:

—Padre, quiero que aceptes este crucifijo que perteneció a mi difunta madre. Aunque no compartes nuestra fe, confío en que la imagen santa de nuestro redentor te protegerá —dijo, entregándole al platero un pequeño crucifijo de cobre.

Demetrio lo aceptó, algo confuso, y él y Leandro se despidieron.

—Me gusta mucho tu novia, Leandro. Y Efraín parece un buen tipo. Lo que me llama la atención es que no me guarden rencor por lo del teatro; supongo que saben lo que pasó ayer —dijo el platero, cuando estuvo en la calle con su hijo.

—Es que Jesús nos enseñó que debemos amar incluso a nuestros enemigos, padre —explicó Leandro.

—¿Sí? Es curioso, por cierto. La verdad es que son buena gente tus parientes. Bueno, Leandro, hay algo que me preocupa: si ya no vas a trabajar con los templetes, ¿cómo podrás ganarte la vida? —preguntó Demetrio.

—Efraín me está enseñando el oficio de zapatero —contestó Leandro.

—Ah... Pero me parece que los negocios no le van demasiado bien, hijo. ¿No crees que tendrás que pasar por bastantes privaciones? —dijo el platero.

—Es posible que así sea, padre. Pero el amor todo lo soporta, nos dice Pablo —respondió el muchacho.

El retorno de Leandro provocó inmensa alegría en Nisia y Rode, y también entre los artesanos del taller. La madre dijo que quería conocer a Miriam y a Efraín. Rode saltaba de gozo y decía que Ártemis había oído sus oraciones. Después, Leandro fue a la casa de Tiranno para retirar sus pertenencias.

Cuando todo se tranquilizó, Demetrio mezcló un poco de vino con agua fresca y fue a sentarse bajo la higuera. En ese momento se sentía feliz; por lo menos, la familia estaba unida de nuevo; y, al parecer, Miriam y Efraín eran personas con las que se podía convivir. «Aunque sean cristianos, hay que reconocer que son gente civilizada», pensó el platero, tomando un sorbito de vino.

La aparición de Nicanor, que vino portando la copa de plata, distrajo a Demetrio de sus reflexiones.

—Perdón, amo —dijo el artífice.

—Sí, Nicanor. ¿Qué deseas? —contestó el platero.

—He terminado el motivo de la copa de Marco y la traje para que la veas —dijo Nicanor.

—¿Ya acabaste el trabajo? ¡Qué rápido! Déjame ver la copa, Nicanor —respondió el platero.

Demetrio tomó la pieza y la examinó detenidamente, haciéndola girar con lentitud. Por fin, dijo:

—Es un trabajo de primera, Nicanor. El dibujo es excelente. ¡Qué sensualidad que tiene la Afrodita que cincelaste! Ares también está muy logrado con su expresión irritada. Te felicito; y además, lo has hecho muy rápido. Eres un artista consumado.

—Gracias, Demetrio. Ahora faltaría bruñirla bien, para que se la puedas entregar a Marco —contestó Nicanor.

—Claro. Te la devuelvo, así le das el acabado. ¡Ah! —exclamó Demetrio.

—¿Ocurre algo, amo? —preguntó el artesano.

—Ahora me acordé de que alguien me contó que te has convertido al cristianismo. ¿Es verdad, Nicanor? —dijo el platero.

—Sí... —respondió, receloso, el artesano.

—No temas, a mí no me importan tus creencias; te lo preguntaba porque me llama la atención que cincelaste, y muy bien, esa imagen de unos dioses en los que no crees —dijo Demetrio.

—Demetrio, yo no veo en esas imágenes o en los templetes más que obras de arte; las cincelo tan bien como soy capaz sin ver en ellas ningún significado religioso, y me gano honradamente la vida —contestó Nicanor.

El platero quedó silencioso por un momento.

—Bien pensado, Nicanor —dijo por fin.

El artesano regresó al taller, dejando nuevamente solo a Demetrio. Éste bebió otro sorbo de vino. «Qué muchacho sensato resultó ser Nicanor. Parecía un tarambana, pero se ha corregido y encima me dio una lección de sentido común», pensó. Demetrio bebió otro sorbo. «Eso sí, los negocios siguen mal. Hoy tampoco ha venido ningún cliente hasta el momento. Me las voy a ver mal cuando Glauco quiera cobrar su cuenta. ¿Será que Ártemis ya no protege a los suyos? Ayer recé para que me inspirara, pero sigo sin encontrar una solución. En cambio, el dios de los cristianos parece que sí los protege, si es cierto que cada día son más, por toda la ciudad, por todo el imperio, con sus crucifijos prendidos en todas las paredes y colgando del cuello...» —pensaba el platero.

Y entonces, como el fulgor de un relámpago, recibió Demetrio la inspiración que le enviaba la diosa. Sacó rápidamente de entre sus ropas el pequeño crucifijo de cobre que le había dado Miriam y lo examinó con detenimiento. «El artesano que lo hizo sería un hombre piadoso, pero le faltaba oficio», pensó. Luego terminó lo que quedaba de vino y se levantó, dirigiéndose al taller.

Salvo Nicanor, que seguía ocupado con la copa del procónsul, los artesanos estaban ociosos y habían formado un corrillo para distraerse conversando.

—A ver, muchachos, vengan conmigo. Desde ahora vamos a tener muchísimo trabajo, así que basta de charlas —dijo el platero.

—¿Tenemos un modelo? —preguntó Eusebio.

—Sí, aquí está —contestó Demetrio, mostrándoles el crucifijo— Es verdad que el modelo es bastante tosco, pero nosotros lo vamos a mejorar mucho. No olviden que todo lo que sale de nuestro taller debe tener un sello de distinción.



📸 ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez Corada ©

🌐 Página web del autor:
http://ar.geocities.com/sanalpar/galeradas.htm

CONTACTAR CON EL AUTOR:
sanalpar [at] yahoo.com [dot] ar

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▫ Relato publicado en Revista Almiar (2004). Reeditado en septiembre de 2020.

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