El castillo de la piedra bermeja (III)

Pablo Sanz


(...) Silvia descendió tan apresurada y torpemente del tejado que cayó sobre una losa como un saco.

—¡Vaya trompazo! ¡Para haberse roto la crisma!

—Silvia, ¿estás bien?

Si tenía algún desperfecto en el cuerpo vapuleado por la caída, Silvia no lo sentía ni le importaba mucho: Su único afán era salir como fuera del maldito cementerio, pero dominada como estaba por el pánico no era capaz de articular palabra.

—¡Cálmate, tía! ¿Qué ha pasado, qué has visto?

—¡...!

Contagiadas del miedo que destilaba el gesto aterrado de Silvia, Elena y Elisa encendieron las linternas halógenas parapetando sus propios temores detrás de los potentes caudales de luz. Incluso bajo el resplandor hiriente de los focos, que a ellas dos las obligaba a entornar los párpados, los ojos de Silvia aún mantenían las pupilas completamente dilatadas por el pavor. Sus amigas dirigían nerviosamente a todos los rincones cañonazos de luz que rasgaban las tétricas tinieblas que envolvían las tumbas.

Los haces luminosos de las linternas, disolviendo la oscuridad al paso de su estela, concedían un ápice de seguridad alejando momentáneamente el temor de lo invisible. Pero por otra parte creaban tenebrosos juegos de claroscuros que acrecentaban el desasosiego en sus ánimos alterados; sombras inquietantes que impulsadas por el alocado movimiento de las luces se deformaban de manera grotesca y volaban vertiginosamente de un lado a otro del cementerio jugando al escondite con los muros, los cipreses, las cruces, las estatuas y las tumbas.

Silvia no recuperaba la serenidad. Se había apoderado de ella un temblor de nervios descontrolados que le impedía hablar, razonar y reaccionar. Gimiendo silenciosamente, que ni tan siquiera era capaz de articular el llanto, lanzaba miradas asustadas a todas partes, como temiendo que en cualquier momento y desde cualquier lugar volviera a asaltarle la misma visión.

Elisa propuso buscar refugio en la capilla y esperar dentro de ella que la situación se arreglase o que alguien las ayudara a salir del atolladero. Elena, en cambio, rechazó de plano la idea. La estrechez del lugar resultaría agobiante para el delicado estado anímico de Silvia, e incluso para ellas dos; si se veían obligadas a pasar largo rato encerradas sin saber qué sucedía fuera, qué o quién las acechaba y qué clase de peligro representaba. El abrigo que ahora se les ofrecía entre las cuatro paredes podía muy fácilmente convertirse en una ratonera sin salida. Pasar el resto de la noche con el alma en vilo pendiente de la puerta de la capilla podía acabar con los nervios de las dos, ya bastante tocados y maltrechos.

Así es que decidieron alejarse de la capilla central y buscar en la orilla la protección de la muralla, que al menos les cubriría la espalda sin impedirles la visión del contorno.

—Por encima de todo, pase lo que pase, nosotras no tenemos que perder la calma. ¿Entendido, Elisa?

—No, si yo estoy muy calmada. Cagada, eso sí; pero tranquila. Díselo a Silvia, que es la que siempre se mofa de mis nervios...

Abriéndose paso a machetazos de luz entre la selva impenetrable de las tinieblas y las tumbas, arrastrando a Silvia, llegaron al lienzo más alto de la muralla, el que mira hacia el pueblo, en la parte contraria del precipicio que cae sobre la vega del Tajuña. Una vez allí, resguardadas las espaldas contra el espeso y alto muro, barrieron con los focos todo el espacio que abarcaban ante sí. No veían nada que no hubiesen visto ya, fuera del muestrario abigarrado de lápidas, flores, cirios y esculturas fúnebres.

—Apaga la linterna. La noche es larga y hay que reservar las pilas para emergencias.

—¿...?

—Sí, hazme caso. Si hay aquí algo o alguien que quiera molestarnos, por las luces nos tiene totalmente localizadas.

—Sí, tienes razón, pero la oscuridad me da más respeto.

—En un momento te acostumbrarás.

Tras unos breves instantes para acomodar de nuevo la vista al lóbrego ambiente, avanzaban despacio hacia la salida bordeando la muralla, tentando de espaldas la pared. A medio camino, al pie del cubo que guarda el ángulo del castillo con estrechos ventanales abocinados vigilando desde la altura, sufrieron un nuevo sobresalto.

En algún lugar cercano se oía el sordo golpeteo de algún cuerpo pesado sobre la tierra. Afinaron el oído, paralizadas otra vez por la inquietud, y alcanzaron a distinguir el ruido seco de unas piedras rodando contra otras para aterrizar en la tierra con un eco grave y apagado.

—No ganamos para sustos.

—Que sea lo que Dios quiera...

Silvia permanecía ida y no se daba cuenta de nada. Dichosa ella, que se ahorraba nuevas turbaciones. Elisa y Elena se cogieron las manos confortándose mutuamente. Con el corazón en vilo encogido en un puño, trataban de localizar la procedencia y la causa de esos ruidos.

—Ni que estuvieran enterrando a alguien a estas horas.

—O desenterrando...

Unas piedras caían de la muralla, cerca de la fosa común donde se amontonaron los restos de incontables italianos que vinieron a dejar aquí sus huesos en la última guerra. Al cabo de un momento vieron un claro en el muro, un hueco por el que se deslizaban varias sombras. En un arranque de valentía inusitada en ese momento de indefinible angustia, atacaron con la potente luz de sus linternas al mismo tiempo que otras semejantes las dejaban deslumbradas y clavadas contra la pared.

—Tías, menudo susto. ¿Qué coño hacéis aquí, y a estas horas?

Un asomo de carcajada nerviosa de alivio las sacudió mientras trataban de responder.

—Más o menos lo mismo que vosotros.

—Queréis quitarnos la exclusiva, ¿eh?

—Nosotras ya nos íbamos. Os dejamos el campo libre. Buena suerte, chicos... Mañana intercambiamos impresiones, si os parece.

Elisa se apresuró hacia la abertura del muro que tan oportunamente se les ofrecía. Elena, en lugar de seguirla, se abrazó a uno de los recién llegados.

—No sabes lo que me alegra verte, Alberto.

—Con que estabas agotada y no pensabas salir de casa esta noche...

Antes de terminar de lanzar este reproche ya se había arrepentido de hacerlo, pues sintió la tensión acumulada en los músculos palpitantes del grácil cuerpo femenino, las manos frías y temblorosas, la cara pálida, la habitualmente dulce y despreocupada sonrisa desfigurada con un rigor serio, desconocido para él. La acogió cálidamente entre sus brazos para infundirle un poco de tranquilidad.

—¿Qué os ha pasado?

—Nada, sólo que un capullo nos dejó encerradas y Silvia se ha llevado un susto de muerte, y un golpazo de impresión.

—Pero si está tiritando... Vámonos a un sitio más ameno. Si queréis seguir sin mí —dijo a sus compañeros de aventura—, yo me las llevo al pueblo y luego vuelvo.

Los dos amigos de Alberto no desistieron.

—Si no te rajas, aquí estaremos.

Alberto estaba muy ocupado ayudando a Silvia a bajar por el talud al pie de la muralla. La chica a duras penas coordinaba torpemente los movimientos de los miembros y a punto estuvo de rodar por el terraplén hasta el suelo.

Elisa, la primera en descender ayudándose de la cuerda amarrada a un arbusto por la que habían trepado los otros, recuperando instantáneamente la compostura al verse ya liberada del agobio del encierro, se plantó ante Elena cuchicheándole al oído:

—Así que no pasó nada especial la otra noche. Tía, parece mentira que no tengas confianza...

—Bueno, no pasó casi nada...

—Ya, ya; cualquiera diría otra cosa. Qué estampa tan tierna, si parecíais dos enamorados como los de los culebrones rosas. Pues no es este el lugar más apropiado para iniciar una «romántica historia de amor».

Elena cambió de tercio y se dirigió a Alberto, que ya tocaba el suelo con Silvia.

—Vaya destrozo habéis hecho en la muralla.

—Qué va, el agujero lleva así desde la guerra. Fue un zambombazo de la aviación y todavía está tapado con piedras apiladas sin argamasa. Por ahí entrábamos de pequeñajos a hacer espiritismo y a coger cascos y bayonetas de los italianos, que estaban amontonados en la cueva. ¿No habéis visto la cueva que hay bajo la torre? Eso sí que impone, todo lleno de huesos y calaveras.



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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía realizada por el autor ©

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▫ Relato publicado en Revista Almiar (2002). Reeditado en agosto de 2020.

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