El castillo de la piedra bermeja (I)

Pablo Sanz

La musiquita tonta y penetrante del móvil pinchó a Elena en los oídos, despertándole del aturdimiento en que se hallaba sumida por culpa de una siesta demasiado prolongada durante la primera tarde ociosa que había conocido en mucho tiempo. Tentó casi a ciegas sobre la mesa donde se entremezclaban los folios llenos de notas, diagramas, fotografías y esquemas, con libros desperdigados, cuadernos, carpetillas y disquetes. Por fin localizó el teléfono, sepultado bajo estratos de papeles, y acertó a pulsar la tecla para descolgar. Con la voz aún debilitada por el sueño, sólo alcanzó a balbucear de manera casi inaudible:

—¿Diga?

—Tía, estás más muerta que viva. Vaya voz se te ha quedado con la entrega de la tesis. Vete espabilando que tienes que venir echando leches.

Elena no reaccionaba del todo. Soltó un largo y sonoro bostezo, se estiró y al hacerlo resbaló de su mano el móvil, que cayó dando trompicones de la mano a la pierna y luego a la butaca, para terminar rebotando contra la alfombra.

Cuando lo recuperó aún tardó un momento en ponerse al habla con Elisa.

—¿Qué me decías? Creo que todavía no me he despertado...

—No, si ya veo que entre la tesis y lo que no es la tesis estás más atontada que de costumbre. ¿Qué tal con Alberto? Tienes que contarme... Pero no divaguemos. Ven a verme ahora mismo que aquí tenemos Silvia y yo una sorpresa para ti.

—No pensaba salir de casa hasta mañana, que es que estoy agotadita. No puedo ni con la pulsera. Mañana lo vemos, ¿vale?

—De eso nada. Si estás en plan zángana yo me acerco a tu casa, y así estreno tu ordenador... y me cuentas lo que hiciste la otra noche.

—Te vas a decepcionar, no podré contarte nada interesante. La otra noche no fue muy diferente a las de los últimos tres años. Menudo aburrimiento...

—Ya, ya. Bueno, en seguida nos vemos. Hasta luego.

Elisa colgó sin dejarle replicar y Elena suspiró con fastidio. Tenía la casa algo abandonada y poco apta para visitas. La dedicación en cuerpo y alma a su tesis, a la que últimamente había consagrado todas sus energías para rematarla y presentarla de una vez, no le dejaba ni tiempo ni ganas de más tareas, y las domésticas se habían ido aplazando durante las dos semanas anteriores. Pero luego, mientras recogía la mesa, ella misma se conformaba.

«Bueno, Elisa es de confianza y sabrá comprenderme si se encuentra un poco de polvo en los muebles o la cama deshecha. Además, ese torbellino me contagiará un poco de su fuerza vital, que falta me hace. Aparte de que llevo dos meses descolgada de mis amigas y no estará mal que me ponga al día».

En un margen de tiempo muy inferior al que Elena había calculado, llamaron al telefonillo del portal y acto seguido al timbre de la puerta.

—Pero bueno, Elisa, ¿te ha dado tiempo a subir las escaleras o es que vienes volando?

—Y que lo digas, guapa. ¿Dónde tienes el ordenador? Hay que ver qué delgada estás, tía. Venga, enciéndelo. Con este tipito ligarás un montón ahora.

—Tranquila, refrénate un poco. ¿Te preparo un café?

—Mejor una tila. Presentaste la tesis, ¿no? Toma este disquete. Tienes que avisarnos cuando la leas.

—¿Qué me traes?

—Una foto. Ya verás.

—Vente a la cocina.

Elena abrevió los preámbulos porque notó a Elisa más acelerada que de costumbre. El disco magnético contenía una fotografía digital y la vieron con la ayuda de un programa de edición fotográfica. Una foto muy mala tomada en un cementerio. En la pésima composición se veía un grupo de personas —alguna cortada o escondida, otras con los ojos rojos del fogonazo del flash—, un fondo totalmente oscuro donde clareaban un par de cruces blancas de mármol, una cara en primer plano quemada por la luz, otras más alejadas medianamente bien iluminadas y el resto oscuras por demás. Caras alegres, demasiado alegres; era evidente que no debían de estar de entierro.

—Bueno, ¿y para esto tanta prisa? ¿Quiénes son esos?

—Aguarda... Cómo mola tu ordenata... La foto es del otro día, o mejor dicho de la otra noche, porque ya estaba anocheciendo, por eso ha salido tan oscura. Ahora vamos a retocar los niveles de luz para que veas...

Elisa pulsó una combinación de teclas y apareció una ventana con una serie de controles. Manipulando en ellos, la imagen ganaba en claridad y contraste, de modo que empezaban a dibujarse más cruces blancas y lápidas en el fondo que hasta ese momento había aparecido de negro zaino.

—Un poco tétrico, qué quieres que te diga, que hoy es la víspera de Todos los Santos.

—Esto no es nada... qué bien se ve esta pantalla... te habrá costado un pastón...

Nuevos ajustes de Elisa iban quemando el primer plano de la fotografía, pero a cambio en el fondo empezaba a divisarse una columna de hierro fundido que sostenía un tejadillo, una pared con nichos sellados con lápidas negras y —tras el corrillo de personas— una sombra indefinida proyectada en la pared, que a medida que se aumentaba el nivel luminoso iba cobrando la forma de una figura humana.

Elisa paró para mirar de hito en hito a Elena y ver el efecto que le producía esta figura rescatada de las tinieblas.

—¿Puedes aclarar un poco más? Es increíble lo que hacen estos programas y estos cacharros. ¡Si antes estaba todo negro! Parece cosa de magia...

Tras un nuevo ajuste de la imagen, ya no cabía asomo de duda. Sobre la pared del fondo, y a medias difuminada en ella, había una figura con forma humana de la que sólo se veían el torso, los brazos y la cabeza. Estaba medio recostada medio levantada, desnuda, con un brazo extendido y el índice señalando algo furibundamente.

Elena estaba un poco impresionada por el proceso del nacimiento de semejante figura.

—¿Es una pintura mural o un relieve viejo? La verdad es que resulta de lo más propio para un cementerio. Da hasta miedo...

—¿Si? Lo que da miedo es pensar que en esa pared no hay nada pintado ni tallado, es una pared cochambrosa de mampostería con argamasa de cal, así que ¿de dónde ha salido esa figura? Aquí tienes más material para tu tesis.

—Ah, no, no, eso sí que no. He jurado aparcar por mucho tiempo todo lo que huela a mi tesis, que bastantes fatigas me ha dado ya. Milagro será que no vaya a la hoguera en cuanto la lea ante el tribunal.

—Venga, Elena. Es un caso más importante que las caras de Bélmez. Se lo he birlado a una periodista que pretendía montar un numerito de circo con el fantasma. ¿No sería una pena que los científicos lo desdeñarais y entraran a saco los periodistas?

—¿No será un montaje? Con toda esta tecnología informática se hacen virguerías...

—No parece. No tenemos el negativo porque la foto fue sacada con una cámara digital. Pero varios entendidos en informática y en fotografía digital la han mirado con lupa, y también la cámara y la tarjeta de memoria donde se almacenan las fotos. Parece que no hay trucos ni montajes. Hay que buscar la explicación en otra parte, y para eso estás tú, Elenita. ¿No decías siempre que la curiosidad es la madre de la ciencia? Pues vamos a curiosear.

—No creas que me apetece mucho. Estoy agotada precisamente por culpa de la tesis y quiero descansar como todo el mundo, salir de vinos, ir al cine, a conciertos, a ver museos, pasear por el campo y hasta hacer el vago por lo menos otros tres años seguidos.

—Mira qué bien; vas a poder compaginar la ciencia con el ocio, porque la foto se tomó el sábado pasado en un cementerio que está dentro de un castillo muy vistoso del siglo XIII, pegado a una iglesia románica, en un pueblo que es monumento histórico-artístico, con unos paisajes de alucinar y una serie de bares donde dan unas tapas que no veas. ¿Qué más quieres? Esta noche, aprovechando que mañana es fiesta, vamos a hacer una expedición hasta allí con...

En ese instante pitó el móvil cortando las últimas palabras de Elisa.

—¿Diga?

—Hola, Elena. ¿Cómo está la sicóloga más sicodélica? ¿Te has repuesto ya de la tesis?

—Hola. Pues no te creas, que del todo no...

—Tenemos pensado ir a cenar esta noche. ¿No te vendría bien reponer fuerzas con una cena opípara?

—Hoy no puede ser, estoy demasiado cansada para salir; muchas gracias de todos modos. ¿Hablamos mañana?

—Mañana me voy al campo, a Brioca, para tomar un poco el aire. Si quieres te llamo por la noche, cuando vuelva.

—Vale. Que lo pases bien. Un beso.

Elena colgó y Elisa le asaltó con una sonrisa pícara en la cara.

—Me apuesto lo que quieras a que era Alberto. Se te ha quedado una cara de tonta... y esa vocecita que le pones de niña dulce que no ha roto un plato. ¿Todavía no te lo has tirado? Desde luego él está colado por ti, no hay más que verle...

—Ya, pero yo no quiero complicarme. Me basta con tenerlo de amigo, y estoy encantada.

—Pues él también estaba en el cementerio cuando la foto, aunque no salga en ella. Deberías hacerle una entrevista y una exploración a fondo.

—¿Por qué no se la haces tú? ¿No te gustaría?

—A mí ya me explora a fondo mi chico, el fondo y la superficie. Si quieres te lo presto algún ratito, te iba a dejar nueva, sin polvo ni telarañas.

—Qué bruta eres...

Una hora después las recogió Silvia para emprender el camino de Brioca, a otra hora de viaje. No podían demorarse si querían llegar a ver el lugar con luz diurna.

Durante el viaje por las campiñas las acompañaba un limpio y espléndido sol sobre el cielo raso y luminoso. Los colores del otoño revestían de infinitos matices amarillos, pardos, anaranjados y rojizos las olmedas de las cunetas, las salcedas y alamedas parejas a los cauces, los frutales alineados de las huertas, mientras entre los rastrojos dorados rebrotaba con algunos tímidos verdes la otoñada agradecida a las últimas lluvias. Después de las campiñas se sucedieron tras las ventanillas del coche los altos páramos de La Alcarria. El frescor de la altura, aunado con el sol mortecino del atardecer, condensaba el aire en cálidas hebras amarillentas deshilachadas entre las ramas de robles y encinas, o entre los peines pajizos de las rastrojeras que habían resistido al arado y a las quemas.

Inesperadamente, la llanura del páramo se parte en dos. Al fondo de la profunda hendidura discurre el Tajuña y sobre un rellano a media ladera se topan con Brioca. Atraviesan el pueblo preguntando por el cementerio y, sobrepasadas las últimas casas, llegan a un recinto amurallado asomado a un precipicio sobre la vega del río, donde se encierran el castillo de la Piedra Bermeja y la iglesia de Santa María.

El sol se apresura en sus últimos pasos sobre el horizonte, y ellas aceleran los suyos para llegar al viejo castillo. Cruzan una puerta de hierro, que permanece abierta por ser el último día del mes de octubre para que los deudos lleven flores y plegarias a sus difuntos; suben una rampa tallada en la roca tobácea que conduce al patio de armas, salvan luego unas pocas escalinatas al pie de un arco ojival y quedan boquiabiertas ante él sin decidirse a traspasarlo ni a quedarse fuera.

El camposanto está dividido en dos: Una parte antigua en el patio de armas, ante ellas, y otra más moderna a sus pies, en la explanada baja que se extiende entre el castillo y el precipicio. Las últimas ancianas enlutadas y encorvadas por los años y los pesares se van recogiendo lentamente, dejando tras de sí las tumbas sembradas de ramos de flores y cirios encendidos. Las tres amigas permanecen unos instantes mudas, traspuestas, cautivadas por el paisaje otoñal del valle tendido ante sus ojos, por donde el sol poniente derrama las luces rasantes y arreboladas del ocaso que se filtran en las arboledas multicolores de la ribera, en las huertas de la vega, en los olivares de las laderas, en los poros y oquedades de las peñas que asientan la iglesia y el castillo, en las nubes de claroscuros tenebristas en el horizonte del crepúsculo... Los mismos rayos que bañan de refilón las losas de las tumbas coronadas con cruces de mármol, o los sencillos montones de tierra que arropan a los huesos más humildes, señalados con cruces de hierro forjado que velan perpetuamente sobre las sepulturas y guardan el nombre del yaciente en su frío regazo carcomido por la herrumbre.

—¡Dios mío! —exclamó alguna de ellas con la voz perdida—. ¿Cómo es posible tanta belleza? Si este instante durara cien años...

—Si este instante durara cien años no sería tan bello. Los momentos sublimes, como los felices, son siempre así; destellos fugaces que nos deslumbran por contraste con la rutina gris de la vida...

Sustrayéndose a duras penas al hechizo del paisaje, pasaron al patio. El gran cuadrilátero está porticado con un tejadillo volado sobre esbeltas columnas de hierro fundido. En un lado se levantan varias capillas y en los otros tres se abren los nichos antiguos, la mayoría del siglo pasado. El suelo está cubierto por completo de losas, baldosas o tierra batida con un marco de madera. No queda ningún hueco sin ocupar, por lo que tuvieron que avanzar con muchos reparos pisando sobre las sepulturas.

Localizaron la pared que habían visto en la foto y, tras inspeccionarla atentamente, no advirtieron rastro de pinturas o relieves que pudieran explicar la figura que aparecía sobre ella en la imagen. Tomaron varias fotografías con película normal e infrarroja. Iluminaron el muro con las potentes linternas, cuyos rayos rebotados en las piedras y en las lápidas cegaban la vista. Nada anormal.

—Apaga el foco. Mal que bien, aún se ve con la luz natural. No estropees el encanto romántico del camposanto a esta hora mágica. Y ahorramos pilas para luego.

—¡Eh!, ¿hay algún fantasma por aquí? ¿No dais una fiesta, o una copa siquiera en esta noche de las ánimas?

Elena disentía moviendo la cabeza. Ya debía haberse imaginado que con Elisa no habría manera de tomarse nada en serio. Llegaba el sepulturero avisando que era la hora de cerrar. Era un chico joven que no se daba el aire del oficio.

—¿Tú eres el enterrador?

—Bueno, es mi tío, yo le ayudo a ratos porque ya está mayor.

—¿Y no te da miedo andar todo el tiempo por aquí con los muertos?

—Qué me va dar. No molestan nada. Son más educaditos...

El chico se rió con ganas, y prosiguió:

—Algunas noches me vengo a dormir aquí; hay menos ruidos que en el pueblo.

—Sí, algunas noches podrá ser, pero una noche como hoy no te creo capaz.

—¿Y por qué no? ¿Qué mas dará una noche que otra? Los muertos son los de siempre, ya los conozco a todos.

—Sí, sí. Mucho de boquilla, pero seguro que luego te acojonas...

—Si estuvierais aquí para verlo, esta noche os enseñaba el cementerio. Y os contaría algunas historias que han ocurrido aquí dentro. Pero no os veo yo a vosotras muy aventureras.

—Ja, que no. Vamos a cenar y luego, a la hora que tú digas, ya verás como estamos aquí.

—Sí, eso mismo dice todo el mundo y a la hora de la verdad no se atreve ni Dios.

—Pues nosotras sí. Y tráete una botella de güisqui, que parece que va a hacer un poco de fresco esta noche.

—A las doce menos cuarto os espero, para que nos pille aquí la medianoche. Pero yo sé muy bien que no vais a venir.

Se marcharon oteando atentamente el lugar.

—Este palurdo no nos conoce. Se cree que somos una pijas asustadizas.

—Bueno, por lo menos nos ahorramos tener que saltar la pared o la puerta. No está mal la cita, ¿eh? Esto es llegar y besar el santo.

Fuera del patio, en la explanada repleta de tumbas al pie de los muros centenarios del castillo, los rayos postreros del ocaso se batían sobre las losas contra los fulgores temblorosos de los cirios, que poco a poco iban comiéndoles el terreno y ampliando sus aureolas palpitantes sobre el frío mármol de las sepulturas. Rojas unas, otras blanquecinas, según el color de las carcasas que resguardan del aire la llama, una nebulosa de tímidas lucecillas se afirmaba contra las sombras de la tarde, que caían a esa hora sobre el valle anegándolo por momentos en la niebla fresca y opaca, cada vez más espesa, del anochecer.

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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía realizada por el autor ©

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▫ Relato publicado en Revista Almiar (2002). Reeditado en agosto de 2020.

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